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Homilía
en la Solemnidad de la Sagrada Familia
Catedral de la Almudena
+Antonio
María Rouco Varela, Cardenal-Arzobispo de Madrid
26.
de diciembre de 2004
Mis
queridos hermanos y hermanas en el Señor:
1. La Sagrada Familia, la formada por Jesús, María y José, es
inseparable del Misterio de la Encarnación y de la Natividad del Señor.
La Liturgia de la Iglesia expresa esta pertenencia íntima y
constitutiva de la Familia de Nazareth a ese momento inicial del
acontecimiento culminante de la historia de nuestra salvación, el
Nacimiento del Hijo de Dios del seno de la Virgen María, a través
de múltiples y ricas formas: uniendo las dos celebraciones en el
calendario litúrgico, en la selección de los textos y de las
oraciones para su celebración en la Eucaristía y en el Oficio de
las Horas, etc. La finalidad pastoral es evidente: se trata de que
ahondemos más y más en el profundo significado salvífico de esta
singular Familia y en su valor inigualable para el itinerario
salvador de nuestra propia vida. Pablo VI llegaría a decir en un
bello pasaje de su alocución en su memorable visita a Nazareth: ÒNazareth
es la escuela donde empieza a entenderse la vida de Jesús, es la
escuela donde se inicia el conocimiento de su EvangelioÓ.
La Sagrada Familia ocupa un singularísimo lugar en la vivencia del
Misterio de Cristo, Salvador del hombre. Jesús comienza a salvarnos
en el seno de María, su Madre, Virgen esposada con José, una
doncella de Nazareth, que asume con total fidelidad y obediencia a
la voluntad de Dios el misterio de la concepción de ese Hijo, el
Mesías y Salvador, por obra y gracia del Espíritu Santo, y se pone
incondicionalmente a su servicio. El amor esponsal de María y José,
vivido en mutua y total virginidad, alcanza por la acción del Espíritu
Santo una insuperable fecundidad: la de un Hijo, el Hijo Unigénito
de Dios, llamado a la obra salvífica -incomprensible para la razón
humana, pero no para el amor infinitamente misericordioso de su
Padre que está en los Cielos- de hacer de todo hombre un hijo
adoptivo de Dios. La Familia y la Casa de Nazareth se convierten así,
de algún modo, en el hogar espiritual donde toda persona humana y,
sobre todo, las familias encuentran luz, modelo, vigor interior y
gracia para acertar con el camino de su auténtica realización. O,
dicho con otras palabras, en la Sagrada Familia encuentran
plenamente expresado el supremo criterio para conocer la verdad de
la familia al servicio del hombre y de su vocación de eternidad en
cuanto lugar primigenio e insustituible de la experiencia del amor
verdadero del que brota la vida. Si el Hijo de Dios ha necesitado de
hecho de la Sagrada Familia para encarnarse, nacer, crecer y
prepararse para la realización de su misión como Salvador del
hombre, también el hombre como tal necesita de la familia, basada
en el matrimonio verdadero, para nacer y educarse de forma
plenamente conforme con su dignidad y vocación de hijo de Dios.
La Fiesta de la Sagrada Familia es por todo ello el día por
excelencia de la familia; su celebración, momento de gracia para
proclamar su verdad, vivirla y testimoniarla gozosamente. Siempre
fue necesario hacerlo ante la permanente tentación de su deformación
en su sentido auténtico, primera finalidad y esencia misma, a fin
de acomodarla a las exigencias egoístas del hombre, sometido a sus
pasiones y esclavo de sus comodidades y cobardía. Hoy resulta
gravemente urgente. La confusión sobre su configuración
constitutiva y su razón de ser ha llegado hasta el punto de que se
pretende designar con el nombre de matrimonio lo que por naturaleza
no lo es ni puede serlo nunca: la unión homosexual; y lo que es
peor, tratando de regular esa unión jurídicamente como si lo
fuese, hasta incluir en ella la facultad de la adopción de los
hijos. Se vacía así de todo sentido el nombre y la realidad del
matrimonio, unión indisoluble del hombre y la mujer en la donación
mutua para que, formando Òuna sola carneÓ, puedan transmitir la
vida humana. Nunca en la historia de la humanidad se había llegado
a una propuesta social y cultural semejante sobre una institución
tan básica para la supervivencia del hombre y para el recto orden
de las sociedades y de los pueblos como son el matrimonio y la
familia.
2. ¡Urge pues el testimonio de la verdad sobre el verdadero
matrimonio, raíz primera de la familia, santuario del amor y de la
vida y esperanza de la sociedad!
Van en ello el destino y futuro de los hijos, de los niños y de los
jóvenes, de que puedan ser engendrados, criados y educados como
personas, queridas y amadas por sí mismas, como fruto del amor
gratuito y oblativo de su padre y de su madre, que se saben
colaboradores en la obra de Dios que ha creado al hombre a su imagen
y semejanza y lo ha llamado por el Misterio de Cristo, el Salvador,
a ser hijo con el Hijo. Se juega igualmente el futuro de la sociedad
como ámbito de las relaciones humanas, planteadas y vividas desde
actitudes y conductas, inspiradas en los principios de justicia y de
solidaridad, desprendida y noble, sólo viable si se deja empapar
del espíritu de la fraternidad. ¿Cómo y en dónde van a adquirir
las nuevas generaciones la experiencia de lo que significa y vale
para la maduración de la persona y su apertura generosa a los demás
el ser y saberse hermano y/o hermana si no es en la familia, surgida
del matrimonio del varón y la mujer, unidos en amor para siempre?
Nos preguntamos muchas veces por las causas verdaderas de las crisis
de violencia y de frustración de nuestros jóvenes, de las
conductas insolidarias que se viven en los más diversos campos de
la vida y de la actividad social y económica... ¡Busquémoslas en
la crisis del matrimonio y de la familia y acertaremos!
No lo olvidemos nunca: Dios creó al hombre a su imagen, Òa imagen
de Dios lo creó, hombre y mujer los creóÓ (Gen 1, 27), para que
dejando a su padre y a su madre y formando Òuna sola carneÓ (Gen
2, 24) pudieran transmitir la vida humana; con un fin evidente:
acoger nuevas vidas, educar a los hijos en la verdad y el bien -en
las virtudes- como verdaderos esposos y padres, fieles cooperadores
de la obra de Dios, y garantizar de este modo el futuro de la
humanidad. El hombre necesita desde el principio de su existencia
para granar y cuajar en lo más valioso de sí mismo -hijo de Dios
para la gloria y la felicidad sin fin- de la paternidad y la
maternidad vividas y del conocimiento experiencial -a ser posible
compartiendo la misma carne y la misma sangre- de sus hermanos. ¡ÒELLA
y EL son quienes puedenÓ!
3. Por supuesto, lo que afirmamos desde el punto de vista de lo más
humano y natural sobre la verdad del matrimonio y de la familia es
preciso reiterarlo con más fuerza aún desde la perspectiva del
nacimiento y educación en la fe y en la vida cristiana para esa
ciudadanía última y decisiva del Reino de Dios y de la Iglesia,
Cuerpo de Cristo, su Pueblo.
¡Sin la familia cristiana cuán difícil resulta transmitir la fe,
las virtudes de la esperanza y de la caridad, el amor a Dios y a los
hermanos, asumido y ejercido con Cristo, por Él y en Él! No habrá
nueva Evangelización sin el concurso decidido y valiente de las
familias cristianas! ¡Urge su testimonio de palabra y de obra en la
Iglesia y en la sociedad!
Es de suma importancia pastoral y social que se puedan formar y ser
vistas dentro y fuera de la Iglesia familias, fecundas en frutos de
amor y de vida, revestidas Òde la misericordia entrañable, bondad,
humildad, dulzura, comprensión; sobrellevándose mutuamente y
perdonándose Òcuando alguno tenga quejas contra el otroÓ, en las
que el amor Òes el ceñidor de la unidad consumadaÓ, en cuyos
corazones Òla paz de Cristo actúe de árbitroÓ; donde la enseñanza,
llena de la sabiduría de Dios, y la corrección mutua entre los
esposos y en la relación entre padres, hijos y hermanos, se lleve a
cabo según el mandamiento de Dios; en las que se ore en común Òcon
salmos, himnos y cánticos espiritualesÓ, buscando siempre que la
realización de toda la vida familiar se haga Òen nombre del Señor
Jesús, dando gracias a Dios Padre por medio de ÉlÓ (cfr. Col 3,
12-21). Muchas son las familias cristianas que se han fundado y
fundan con este estilo espiritual paulino, transido de Evangelio,
practicado en el día a día de sus proyectos matrimoniales y
familiares. En ellas ha puesto la Iglesia sus esperanzas para el
futuro de una renovadora evangelización de la vieja Europa y de
España, la Iglesia que se siente guiada y alentada por el
magisterio luminoso y el impulso pastoral constante de Juan Pablo
II. El ejemplo de estas familias cundirá y florecerá en frutos de
vida cristiana, apostólicamente dinámica, comprometida con el
proyecto de una nueva civilización ¡la civilización del amor!,
según la bien conocida expresión de Pablo VI y del propio Juan
Pablo II, formulada en la atmósfera espiritual y eclesial de las más
bellas y auténticas aspiraciones pastorales, nacidas del Concilio
Vaticano II. En la Sagrada Familia de Nazareth hallan y tienen estas
familias su modelo infalsificable, vivo y actual, y muy
especialmente su fuente de consuelo, fortaleza y gracia para seguir
siendo fieles a su vocación de familias cristianas.
Apoyadas interiormente en la Familia de Jesús, María y José, y
contando con la oración y la cooperación de todos los hijos de la
Iglesia, en primer lugar de sus pastores, las familias cristianas
serán capaces de ofrecer este testimonio a la sociedad de hoy a
pesar de todas las dificultades y trabas de todo orden -económico,
cultural, político y de medios de comunicación social...- que se
les interponen en su camino. Lo harán incluso con convincente
claridad y con abundantes frutos de paz y de bien para todos. La
falta de apoyos -por no decir ¡las flagrantes discriminaciones!-
que sufren hoy las familias, y de forma dolorosamente desconsiderada
las familias numerosas, en Europa y en España, por parte de la
sociedad y del Estado, resultan clamorosas cuando no escandalosas,
con consecuencias para el futuro de todos de una gravedad que se
acrecienta día a día y que sólo no ven los que no quieren ver. ¡No
hay pero ciego que el que no quiere ver! El síntoma más evidente
de esta alarmante situación es la crisis demográfica. Una sociedad
que no quiere tener hijos, que priva a las familias de los medios
materiales, morales y espirituales necesarios para que puedan asumir
plenamente su función y responsabilidad educadora, anterior y
superior a la del Estado, es una sociedad que se avejenta a marchas
forzadas y se encamina inevitablemente a su ruina.
4. ¡No desfallezcamos! La familia cristiana, alentada por esa
realidad salvadora y siempre nueva y esperanzada de la presencia de
la Sagrada Familia en la Iglesia y en el mundo, rodeada de la estima
y el calor humano y espiritual de todos los cristianos y de los
hombres de buena voluntad, no cejará en su vocación de ser testigo
del Evangelio de la esperanza que supera el mal con el bien y que es
instrumento eficacísimo de renovación de las mismas raíces de la
familia humana.
A Jesús, María y José, encomendamos nuestras familias con la
oración ferviente de esta Eucaristía en la que perseveraremos sin
desfallecer a lo largo de todo el año nuevo que comienza y que
inspirará hondamente la labor de la Asamblea del Tercer Sínodo
Diocesano de Madrid a punto de inaugurarse. ¡La familia pide con
toda razón la atención, la cercanía, el cuidado y el amor de
todos los cristianos! ¡No la defraudemos!
¡Que toda la Iglesia sepa y quiera proclamar con todas sus fuerzas
ante el mundo el Evangelio de la familia y de la vida!
Amén.
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