La santísima Virgen, modelo de esperanza

 

+ Julian Lopéz. Obispo de Cuidad Rodrigo

 

 

 

Siempre hay motivos para la esperanza. El tiempo litúrgico del Adviento es una constante invitación a la esperanza, porque al prepararnos espiritualmente para celebrar la primera venida de Cristo al mundo, descubrimos la voluntad de Dios de caminar a nuestro lado para ofrecernos la salvación que esperamos y la plena participación de la vida divina. Solamente Dios puede colmar nuestras ansias de infinito y nuestras aspiraciones de felicidad.

Como modelo y foco luminoso en medio del camino del Adviento, la Iglesia nos presenta a la Santísima Virgen en la fiesta de su Concepción Inmaculada. Ella, preservada sin pecado por especial designio de Dios Padre para ser digna morada de su Hijo Jesucristo, nos enseña a esperar y a preparar nuestro espíritu para acoger al Salvador. Con su fidelidad incondicional a la voluntad del Padre y con su constante meditación de la Palabra de Dios, nos invita a poner a Jesucristo en el centro de nuestra vida y de nuestros proyectos. El es nuestra esperanza y nos invita a ser testigos de la misma en medio del mundo.

Ciertamente, en nuestro mundo, percibimos situaciones de violencia, de guerras, de enfrentamientos entre los hermanos, de pobreza, de hambre y de falta de diálogo, que pueden provocar en nosotros cierta desesperanza o desánimo. Pero, junto a esta realidad con tantos aspectos negativos, existen también muchas personas que, movidas por su fe en Jesucristo o por el deseo de solidaridad con otros seres humanos, entregan su tiempo y su vida en el servicio incondicional a los necesitados y en la construcción de un mundo más justo y más humano. Estos hombres y mujeres no suelen aparecer en los medios de comunicación social, porque trabajan desde la humildad y desde el silencio, pero están ahí y todos podemos descubrirlos. 

Los cristianos, apoyados en Jesucristo, esperamos en la vida eterna y en el cumplimiento de las promesas hechas por Dios, pero esta esperanza, como nos recuerda el Concilio Vaticano II, no “nos lleva a desentendernos de este mundo”. Es más, la verdadera esperanza en la vida eterna nos mueve a colaborar con otros hermanos en la construcción de una sociedad nueva y en la búsqueda de caminos para el logro de una convivencia familiar y social basada en la fidelidad, en la verdad y en el amor. Aunque existan dificultades para conseguirlo, no podemos dar marcha atrás porque sabemos que el Señor lo quiere y desea contar con nuestra colaboración para conseguirlo.

Pidamos a María, la llena de gracia, la mujer de la esperanza, al cumplirse los ciento cincuenta años de la proclamación del dogma de su Inmaculada Concepción, que nos proteja con su poderosa intercesión para que siempre busquemos el bien y nunca el mal. Que Ella nos muestre a Jesús, fruto bendito de sus entrañas, para que, apoyados en El, tengamos siempre razones para esperar y para ser testigos de la esperanza.

+ Julian Lopéz. Obispo de Cuidad Rodrigo