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Solemnidad
de la Madre de Dios
SS.
Juan Pablo II
Homilia,
1 de enero, 1998
1. «Cuando
llegó la plenitud del tiempo...» (Ga 4, 4). Estas palabras
de la carta de san Pablo a los Gálatas corresponden muy bien a la índole
de esta celebración. Estamos al comienzo del año nuevo. Según el
calendario civil, hoy es el primer día de 1998; según el litúrgico,
celebramos la solemnidad de Santa María, Madre de Dios.
A
partir de la tradición cristiana, se difundió en el mundo la costumbre
de contar los años desde el nacimiento de Cristo. Por eso, en este día
la dimensión laica y la eclesial coinciden en hacer fiesta. Mientras la
Iglesia celebra la octava de la Navidad del Señor, el mundo civil
festeja el primer día de un nuevo año solar. Precisamente de este
modo, año tras año, se manifiesta gradualmente esa «plenitud del
tiempo» de la que habla el Apóstol: es una secuencia que avanza a lo
largo de los siglos y de los milenios de manera progresiva, y que tendrá
su cumplimiento definitivo en el fin del mundo.
2. Celebramos
la octava de la Navidad del Señor. Durante ocho días hemos revivido en
la liturgia el gran acontecimiento del nacimiento de Jesús, siguiendo
la narración que nos presentan los evangelios. San Lucas nos vuelve a
proponer hoy, en sus rasgos esenciales, la escena del nacimiento en Belén.
En efecto, la narración de hoy es más sintética que la proclamada la
noche de Navidad. Confirma y, en cierto sentido, completa el texto de la
carta a los Gálatas. El Apóstol escribe: «Cuando llegó la plenitud
del tiempo, envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer (...), para que
recibiéramos el ser hijos por adopción. Como sois hijos, Dios envió a
vuestros corazones al Espíritu de su Hijo que clama: "¡Abba!",
Padre. Así que ya no eres esclavo, sino hijo; y si eres hijo, eres
también heredero por voluntad de Dios» (Ga 4, 4-7).
Este
magnífico texto de san Pablo expresa perfectamente lo que se puede
definir como «la teología del nacimiento del Señor». Se trata de una
teología semejante a la que propone el evangelista san Juan, que, en el
prólogo del cuarto evangelio, escribe: «Y el Verbo se hizo carne, y
puso su morada entre nosotros (...). A todos los que lo recibieron les
dio poder de hacerse hijos de Dios» (Jn 1, 14.12). San Pablo
expresa la misma verdad, pero podemos decir que en cierto sentido la
completa. Este es el gran anuncio que resuena en la liturgia de hoy: el
hombre llega a ser hijo adoptivo de Dios gracias al nacimiento del mismo
Hijo de Dios. El hombre recibe dicha filiación por obra del Espíritu
Santo, el Espíritu del Hijo, que Dios ha enviado a nuestros corazones.
Gracias al don del Espíritu Santo podemos decir: ¡Abba!, Padre. Así,
san Pablo trata de explicar en qué consiste y cómo se expresa nuestra
filiación adoptiva con respecto a Dios.
3. Con
la ayuda que nos brindan en nuestra reflexión teológica sobre el
nacimiento del Señor san Pablo y el apóstol Juan, comprendemos mejor
por qué solemos contar los años tomando como punto de referencia el
nacimiento de Cristo. La historia se articula en siglos y milenios «antes»
y «después» de Cristo, dado que el acontecimiento de Belén
representa la medida fundamental del tiempo humano. El nacimiento de Jesús
es el centro del tiempo. La Noche santa se ha convertido en el punto de
referencia esencial para los años, los siglos y los milenios a lo largo
de los cuales se desarrolla la acción salvífica de Dios.
La
venida de Cristo al mundo es importante desde el punto de vista de la
historia del hombre; pero es más importante aún desde el punto de
vista de la salvación del hombre. Jesús de Nazaret aceptó someterse
al límite del tiempo y lo abrió una vez para siempre a la perspectiva
de la eternidad. Con su vida, y especialmente con su muerte y su
resurrección, Cristo reveló de modo inequívoco que el hombre no es
una existencia «orientada hacia la muerte» y destinada a agotarse en
ella. El hombre no existe «para la muerte», sino «para la
inmortalidad ». Gracias a la liturgia de hoy, esta verdad fundamental
sobre el destino eterno del hombre vuelve a proponerse al comienzo de
cada año nuevo. De este modo, se iluminan el valor y la justa dimensión
de cada época, así como el tiempo que pasa inexorablemente.
4. En
esta perspectiva del valor y del sentido del tiempo humano, sobre el que
se proyecta la luz de la fe, la Iglesia marca el comienzo del nuevo año
con el signo de la oración por la paz. Mientras formulo votos para que
toda la humanidad avance de modo más firme y concorde por el camino de
la justicia y la reconciliación, me alegra saludar a los ilustres señores
embajadores ante la Santa Sede presentes en esta solemne celebración.
Dirijo un cordial saludo al querido cardenal Roger Etchegaray,
presidente del Consejo pontificio Justicia y paz, y a todos los
colaboradores de ese dicasterio, al que se ha confiado la tarea específica
de testimoniar la preocupación del Papa y de la Sede apostólica por
las diversas situaciones de tensión y de guerra, así como la constante
solicitud que la Iglesia siente por la construcción de un mundo más
justo y fraterno.
En
el Mensaje
para la Jornada mundial de la paz de este año he querido reflexionar
sobre un tema que me preocupa particularmente: el estrecho vínculo que
une la promoción de la justicia y la construcción de la paz. En
realidad, como reza el tema elegido para esta jornada, «De la
justicia de cada uno nace la paz para todos». Dirigiéndome a los
jefes de Estado y a todas las personas de buena voluntad, he subrayado
que la búsqueda de la paz no puede prescindir del compromiso de poner
en práctica la justicia. Se trata de una responsabilidad de la que
nadie puede eximirse. «Justicia y paz no son conceptos abstractos o
ideales lejanos; son valores que constituyen un patrimonio común y que
están arraigados en el corazón de cada persona. Todos están llamados
a vivir en la justicia y a trabajar por la paz: individuos, familias,
comunidades y naciones. Nadie puede eximirse de esta responsabilidad »
(n. 1).
La
Virgen santísima, a la que invocamos en este primer día del año con
el título de «Madre de Dios», dirija su mirada amorosa a todo el
mundo. Que, gracias a su intercesión materna, los hombres de todos los
continentes se sientan más hermanos y dispongan su corazón para acoger
a su Hijo Jesús. Cristo es la auténtica paz que reconcilia al hombre
con el hombre y a toda la humanidad con Dios.
5. «El
Señor tenga piedad y nos bendiga » (Salmo responsorial). La
historia de la salvación está marcada por la bendición de Dios sobre
la creación, sobre la humanidad y sobre el pueblo de los creyentes.
Esta bendición se repite continuamente y se confirma en el desarrollo
de los acontecimientos salvíficos. Ya desde el libro del Génesis
vemos cómo Dios, a medida que se suceden los días de la creación,
bendice todo lo que ha creado. De modo particular, bendice al hombre
creado a su imagen y semejanza (cf. Gn 1, 1-2, 4).
En
cierto sentido, hoy, primer día del año, la liturgia renueva la
bendición del Creador que marca ya desde el comienzo la historia del
hombre, repitiendo las palabras de Moisés: «El Señor te bendiga y te
proteja, ilumine su rostro sobre ti y te conceda su favor; el Señor te
muestre su rostro y te conceda la paz» (Nm 6, 24-26).
Se
trata de una bendición para el año que está empezando y para
nosotros, que nos disponemos a vivir una nueva etapa de tiempo, don
precioso de Dios. La Iglesia, uniéndose a la mano providente de Dios
Padre, inaugura este año nuevo con una bendición especial, dirigida a
todas las personas. Dice: ¡El Señor te bendiga y te proteja!
Sí,
el Señor colme nuestros días de frutos y haga que todo el mundo viva
en la justicia y en la paz.
Amén.
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