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Solemnidad de la
Asunción de la Virgen
SS
Juan Pablo II
Homilía Castelgandolfo, domingo 15 de agosto de 1999
1. «Magnificat anima
mea Dominum!» (Lc 1, 46).
La Iglesia peregrina en la
historia se une hoy al cántico de exultación de la bienaventurada Virgen
María; expresa su alegría y alaba a Dios porque la Madre del Señor entra
triunfante en la gloria del cielo. En el misterio de su Asunción, aparece
el significado pleno y definitivo de las palabras que ella misma pronunció
en Ain Karim, respondiendo al saludo de Isabel: «Ha hecho en mi favor
maravillas el Poderoso» (Lc 1, 49).
Gracias a la victoria
pascual de Cristo sobre la muerte, la Virgen de Nazaret, unida profundamente
al misterio del Hijo de Dios, compartió de modo singular sus efectos
salvíficos.
Correspondió plenamente con su «sí» a la voluntad divina,
participó íntimamente en la misión de Cristo y fue la primera en entrar
después de él en la gloria, en cuerpo y alma, en la integridad de su ser
humano.
El «sí» de María
es alegría para cuantos estaban en las tinieblas y en la sombra de la
muerte. En efecto, a través de ella vino al mundo el Señor de la vida. Los
creyentes exultan y la veneran como Madre de los hijos redimidos por Cristo.
Hoy, en particular, la contemplan como «signo de consuelo y de esperanza»
(cf. Prefacio) para cada uno de los hombres y para todos los pueblos
en camino hacia la patria eterna.
Amadísimos hermanos y
hermanas, dirijamos nuestra mirada a la Virgen, a quien la liturgia nos hace
invocar como aquella que rompe las cadenas de los oprimidos, da la vista a
los ciegos, arroja de nosotros todo mal e impetra para nosotros todo bien (cf.
II Vísperas, Himno).
2. «Magnificat anima
mea Dominum!».
La comunidad eclesial
renueva en la solemnidad de hoy el cántico de acción de gracias de María:
lo hace como pueblo de Dios, y pide que cada creyente se una al coro de
alabanza al Señor. Ya desde los primeros siglos, san Ambrosio exhortaba a
esto: «Que en cada uno el alma de María glorifique al Señor, que en cada
uno el espíritu de María exulte a Dios» (san Ambrosio, Exp. Ev. Luc.,
II, 26). Las palabras del Magníficat son como el testamento espiritual de
la Virgen Madre. Por tanto, constituyen con razón la herencia de cuantos,
reconociéndose como hijos suyos, deciden acogerla en su casa, como hizo el
apóstol san Juan, que la recibió como Madre directamente de Jesús, al pie
de la cruz (cf. Jn 19, 27).
3. «Signum magnum
paruit in caelo» (Ap 12, 1).
La página del Apocalipsis
que se acaba de proclamar, al presentar la «gran señal» de la «mujer
vestida de sol» (Ap 12, 1), afirma que estaba «encinta, y gritaba
con los dolores del parto y con el tormento de dar a luz» (Ap 12,
2). También María, como hemos escuchado en el evangelio, cuando va a
ayudar a su prima Isabel lleva en su seno al Salvador, concebido por obra
del Espíritu Santo.
Ambas figuras de María, la
histórica, descrita en el evangelio, y la bosquejada en el libro del
Apocalipsis, simbolizan a la Iglesia. El hecho de que el embarazo y el
parto, las asechanzas del dragón y el recién nacido arrebatado y llevado
«junto al trono de Dios» (Ap 12, 4-5), pertenezcan también a la
Iglesia «celestial» contemplada en visión por el apóstol san Juan, es
bastante elocuente y, en la solemnidad de hoy, es motivo de profunda reflexión.
Así como Cristo resucitado
y ascendido al cielo lleva consigo para siempre, en su cuerpo glorioso y en
su corazón misericordioso, las llagas de la muerte redentora, así también
su Madre lleva en la eternidad «los dolores del parto y el tormento de dar
a luz» (Ap 12, 2). Y de igual modo que el Hijo, mediante su muerte,
no deja de redimir a cuantos son engendrados por Dios como hijos adoptivos,
de la misma manera la nueva Eva sigue dando a luz, de generación en
generación, al hombre nuevo, «creado según Dios, en la justicia y
santidad de la verdad» (Ef 4, 24). Se trata de la maternidad escatológica
de la Iglesia, presente y operante en la Virgen.
4. En el actual momento
histórico, al término de un milenio y en vísperas de una nueva época,
esta dimensión del misterio de María es más significativa que nunca. La
Virgen, elevada a la gloria de Dios en medio de los santos, es signo seguro
de esperanza para la Iglesia y para toda la humanidad.
La gloria de la Madre es
motivo de alegría inmensa para todos sus hijos, una alegría que conoce las
amplias resonancias del sentimiento, típicas de la piedad popular, aunque
no se reduzca a ellas. Es, por decirlo así, una alegría teologal, fundada
firmemente en el misterio pascual. En este sentido, la Virgen es «causa
nostrae laetitiae», causa de nuestra alegría.
María, elevada al cielo,
indica el camino hacia Dios, el camino del cielo, el camino de la vida. Lo
muestra a sus hijos bautizados en Cristo y a todos los hombres de buena
voluntad. Lo abre, sobre todo, a los humildes y a los pobres, predilectos de
la misericordia divina. A las personas y a las naciones, la Reina del mundo
les revela la fuerza del amor de Dios, cuyos designios dispersan a los de
los soberbios, derriban a los potentados y exaltan a los humildes, colman de
bienes a los hambrientos y despiden a los ricos sin nada (cf. Lc 1,
51-53).
5. «Magnificat
anima mea Dominum!». Desde esta perspectiva, la Virgen del Magníficat
nos ayuda a comprender mejor el valor y el sentido del gran jubileo ya
inminente, tiempo propicio en el que la Iglesia universal se unirá a su cántico
para alabar la admirable obra de la Encarnación. El espíritu del Magníficat
es el espíritu del jubileo; en efecto, en el cántico profético María
manifiesta el júbilo que colma su corazón, porque Dios, su Salvador, puso
los ojos en la humildad de su esclava (cf. Lc 1, 47-48).
Ojalá que éste sea también
el espíritu de la Iglesia y de todo cristiano. Oremos para que el gran
jubileo sea totalmente un Magníficat, que una la tierra y el cielo en un cántico
de alabanza y acción de gracias. Amén.
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