Fiesta de la Asunción de la Virgen María

 

José María de Miguel González OSST

 

Homilía

“Apareció una figura portentosa en el cielo: una mujer vestida del sol, la luna por pedestal, coronada con doce estrellas”. Así presenta el libro del Apocalipsis la glorificación de la Mujer a punto de dar a luz, que nosotros identificamos con la Virgen María, la Madre del Salvador. 

Celebramos hoy la fiesta de la Asunción de la Virgen María. Es una fiesta antiquísima. El pueblo cristiano, de oriente y occidente, la celebró muchos siglos antes de que el Papa Pío XII el 1 de noviembre de 1950 definiera como dogma de fe este misterio de la glorificación de la Virgen. En muchos sitios se la conoce con el nombre de la dormición de María, es decir, el día de su muerte. En todo se asemejó la Madre al Hijo: como él y por gracia suya fue inmaculada desde el primer instante de su concepción; como él y por obra suya María fue santa y vivió exenta de todo pecado; como él y porque él lo quiso la Virgen murió y fue elevada al cielo en cuerpo y alma, es decir, en toda su realidad humana de mujer, de la estirpe de Adán. Todo lo que María es, la llena de gracia, su puesto singular y único en la Iglesia, todo procede de Cristo, de la obra de la redención que Cristo realizó por todos los hombres, también, y ante todo, por su Madre. Desde toda la eternidad Dios Padre la escogió para Madre del Señor, a ella debemos que el Hijo de Dios se hiciera hombre y muriera por todos los hombres para rescatarnos de la esclavitud del pecado y de la muerte. La Virgen cooperó decisivamente en la obra de nuestra salvación, una cooperación que le fue concedida y que ella aceptó con fe y obediencia: “Dichosa tú que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá”. Y como vivió entrañablemente unida a su Hijo en la vida y en la muerte, por eso el Hijo la llevó consigo tras la muerte al cielo. Eso es lo que significa y celebramos en la fiesta de la asunción de María en cuerpo y alma al cielo. 

Cuando la Iglesia confiesa en la fe la asunción de la Virgen al cielo está aplicando a un ser humano excepcional, como es la Madre de Cristo, el propio misterio de la resurrección del Señor. La resurrección de Cristo, nos ha dicho san Pablo, es la garantía y la primicia de nuestra propia resurrección: si Cristo ha resucitado, todos resucitaremos con él y por él, “si por Adán murieron todos, por Cristo todos volverán a la vida”. En María, como madre de Jesús, se ha realizado ya plenamente este misterio de la resurrección que un día alcanzará a toda la Iglesia, a todos los demás discípulos que hayan muerto en el Señor. Por los relatos de la resurrección sabemos que el cuerpo glorioso de Cristo aparece y desaparece, los discípulos no le reconocen a primera vista, penetra en el Cenáculo estando las puertas cerradas, es decir, el cuerpo glorificado por la resurrección no ocupa un lugar físico; la realidad personal se mantiene, es Cristo mismo el que resucita y se aparece a los discípulos, pero la realidad física no es ya como antes. Su cuerpo glorioso no ocupa ningún lugar, por eso puede presentarse en medio de los discípulos encerrados en casa por miedo a los judíos. Cuando hablamos del cielo o del infierno como de un lugar, es sólo una forma de hablar, pero en modo alguno podemos decir que el cielo está allá arriba sobre las nubes y el infierno aquí bajo tierra. ¿Cómo va a ser eso? ¿En qué cabeza cabe? Si así fuera algún día daríamos con esos lugares por muy recónditos que estuvieran. El cielo es Dios, es la vida junto a Dios, es la plenitud de la vida, pero Dios, el cielo, no está en un sitio determinado, puesto que Dios lo ocupa todo, pero nada puede contenerlo a él. Hablando de Dios no podemos utilizar términos físicos, como el espacio o el tiempo, porque Dios es infinito y es eterno, es, pues, algo totalmente distinto del mundo creado. El cielo es un estado, una forma de existencia: el que se salva por la gracia de Dios vive en presencia de Dios, vive en Dios, entra en el misterio insondable de Dios, y participa de la realidad de Dios, de su inmortalidad, del bien y de la felicidad sin término ni fin. 

A esta situación de vida plena y dichosa del cielo llegó la Virgen al término de sus días en la tierra; ha entrado en la vida de Dios, o mejor, Dios la ha introducido ya de manera perfecta y total en el ámbito de su vida divina. Esto es lo que celebramos con gozo en el fiesta de su Asunción: nos alegramos por el destino de la Madre de Cristo y Madre nuestra, porque su victoria sobre la muerte por la gracia de su Hijo es anuncio y anticipación de nuestra propia victoria, también por la misericordia de Dios. 

A la Virgen María, que tan decisivamente colaboró en la obra de la redención, y que por ello mismo ha alcanzado ya con su asunción la plenitud que a todos nos aguarda, le pedimos hoy de un modo particular por los que no creen en la Vida que Cristo nos ha conseguido y que a todos nos ofrece con la única condición de abrirnos a ella y acogerla en la fe. Que la celebración de esta fiesta de la Madre plena y felizmente glorificada junto a su Hijo nos ayude a todos a mantener viva la esperanza de nuestra propia glorificación junto a ella y todos los santos en el cielo, es decir, en la vida de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo.

Fuente: Trinitarios.org