La Asunción de la Santísima Virgen María

 

Mons. Dr. Gustavo Enrique Podestá

 

Lc. 1,39-56 
Es sabido que, allá por el año 1975, cuando Edward Wilson, profesor de Harvard, uno de los tantos pioneros de la investigación etológica –es decir, de la conducta animal‑, escribe su libro “Sociobiología”, todas las izquierdas del mundo se apresuraron a atacarlo virulentamente. Tanto es así que, entre nosotros, los zurdos locales se apresuraron a publicar no el libro de Wilson sino artículos y libros traducidos del extranjero que se oponían a éste. Recuerdo haberme enterado de la existencia de la sociobiología a través de libros marxistas como “El proceso a la Sociobiología” de Ashley Montagu en 1982 y artículos que salían en diarios de izquierda, antes que por el libro de Wilson, que no se si aún hoy ha sido publicado en castellano o, al menos, circulado en la Argentina.

Wilson sostenía, sin ninguna intención ideológica, solo en base a cuidadosas observaciones interdisciplinares, que todas las especies animales, desde los insectos a los mamíferos, poseen pautas de comportamiento social heredadas, no aprendidas, fruto de la evolución y la selección natural de las más aptas para su crecimiento y supervivencia. Esas formas de vivir y actuar, de relacionarse socialmente, interactuar entre los sexos y la prole, constituyen una serie de normas o reglas elementales de comportamiento que, lejos de ser impuestas por el grupo, llegan, en cada especie, a través de su código genético. El respeto espontáneo, instintivo, a estas normas animales, a estos códigos de conducta, a esta, digamos, ‘moral’ o ‘ética’ –de allí, ‘etología’‑, es sabiduría de vida social injertada en lo genético.

Los marxistas, inmediatamente, se dieron cuenta de que si estos estudios hechos en el mundo animal se pudieran trasladar a la especie humana, sus teorías quedarían fuertemente resentidas. En efecto: para el marxismo, heredero en esto del iluminismo liberal, de las filosofías kantianas y hegelianas nietas de Lutero, la conducta humana no es sino convencional, fruto de opciones aleatorias. Pero el hombre, de por sí, puede desarrollarse mediante su razón y el trabajo de cualquier manera, y los tipos de conducta que la gente suele respetar como morales no son sino –sostienen‑ fruto de imposiciones sociales, convenciones, prejuicios, costumbres adquiridas en la educación, represiones introyectadas mediante la cultura. Falsos valores con los cuales la educación, en manos de las clases opresoras, trata de manejar a las masas oprimidas y someter a los distintos grupos sociales. Es necesario pues descargar al hombre de toda escala de valores, de toda moral, de toda educación exteriormente impuesta, para liberarlo y transformarlo en verdaderamente hombre.

En resumen, para estos zurdos, el ser humano no tiene ninguna naturaleza, ningún plan genético fijo: lo más humano que tiene es su propia capacidad de realizarse según su arbitrio. Reconocer una naturaleza, un orden natural, regulaciones morales, éticas, un plan anterior a sus propias decisiones, supondría la existencia de un legislador no humano, es decir de Dios; y esto es inadmisible para cualquier ideología, entre ellas el marxismo ‑o la de ‘ateos militantes’ como ya empiezan a poblar hasta nuestra Corte Suprema‑ que postule la plena autonomía del hombre y la inexistencia de otro Dios que no sea aquel.

Como vemos, postura tan antigua como la que nos muestra el mito del pecado del Génesis: el hombre intentando liberarse de la Ley de Dios, y adquiriendo por si mismo la ‘ciencia del bien y del mal’.

Es en este contexto, donde se publica el reciente ‑y controvertido‑ documento de la “Congregación para la Doctrina de la Fe” del Cardenal Ratzinger sobre “La colaboración del varón y la mujer en la Iglesia y el mundo”. La comunicación se refiere a ciertas tendencias extraviadas del feminismo y la reivindicación de conductas sexuales aberrantes que, en extraña sintonía, se han lanzado en los últimos decenios, pero ahora, con especial acrimonia, vencidos todos los rechazos y defensas de lo que era una sociedad medianamente sana, se propalan a nivel enseñanza y legislación en orden a cambiar las conductas en este campo delicadísimo de lo humano. La perversión del sentido y bondad del sexo es, pues, una de las tantas maneras –y quizá una de las más poderosas‑ como se muestra la lucha del hombre que no quiere ser creatura, que quiere ser Dios y, por lo tanto, ‘considera a Dios como su enemigo’. Así dice, textualmente, Ratzinger.

Y, denuncia el documento la falsa distinción –que se quiere imponer en nuestro vocabulario común‑ entre ‘sexo’ y ‘género’. La diferencia corpórea, biológica, de sexo, se minimiza; mientras la dimensión estrictamente cultural, llamada género, se subraya y considera primaria. Los comportamientos sexuales dependen, dicen las izquierdas, no de la naturaleza, sino de la imposición de las culturas que los estereotipan en ‘géneros’. El hombre debe lograr su independencia, determinando cada uno en qué género quiere vivir, sin tener en cuenta ni a su biología, ni a las imposiciones sociales, sino su propio arbitrio.

Así no solo se abre un amplio cauce para que cada individuo, tenga el sexo que tenga, elija su propio género ‑juegue a las muñecas o a los soldaditos indiferentemente‑, sino que, incluso, pueda, orgullosamente, declararse sodomita, virago, pederasta o lesbiana sin que ninguna pauta social pueda atreverse a juzgarlo, ni siquiera declararlo enfermo o tenerle lástima.

Aún algunos psicoanalistas ideologizados, por más que afirmen hasta la náusea que todos los males de la psique humana suelen provenir de relaciones falseadas entre los hijos y sus padres, no dudan en contribuir a esta confusión maléfica e infanticida, apoyando a quienes pretenden sustraer a pobres niños del ámbito natural que es el cariño y protección de padre y madre, para entregarlos a parejas de encantadores turistas de Sodoma y Gomorra.

Cuando la neurología, la sociobiología, la verdadera psicología y sociología, muestran que las diferencias fenotípicas, sexuales no solo se quedan en aspecto exteriores y operables quirúrgicamente del cuerpo humano, sino en su cerebro, células e instintos, estos ideólogos ‑más allá de la repugnancia, simpatía o lástima que nos inspiren los maricas o las machorras y el respeto que debemos tener por sus personas enfermas‑ se muestran terriblemente enojados y aúllan, como si fuera el pecado más imperdonable, el término ¡discriminación! Como si fuera pecado distinguir lo bueno de lo malo, lo sano de lo enfermo.

En fin, todos sabemos que el hombre no es solo naturaleza biológica en sentido puramente animal, sino que goza de libertad, de razón y, por ello, no es solamente juguete de sus tendencias e instintos. Conocemos también de las presiones culturales, a veces perversas, que programan comportamientos y desigualdades odiosas en la sociedad, incluso, por supuesto, en el sexo. No nos olvidaremos nunca de los talibanes ni de las diversas humillaciones que, a través de la historia, ha sufrido y sufre la mujer de parte del varón. Pero, con toda la plasticidad propia que pueda tener el vivir como varones y mujeres libres, nadie medianamente serio puede negar la evidencia de la distinción profunda que, dentro de la mismísima naturaleza humana, su genética, su ‘sociobiología’, existe entre lo masculino y lo femenino. Aunque a veces no estemos en condiciones de determinar qué diferencias son puramente culturales y cuáles las enraizadas en la naturaleza, hay pautas psíquicas y funcionales que, al menos en la línea de la paternidad y la maternidad, sería necio discutir.

Pero, en la línea de las enseñanzas cristianas fundadas en el sentido común, la ciencia y la revelación, queda claro que el hombre no está básicamente distinguido en ‘géneros’ sino sencillamente en ‘sexos’: “Dios creó al ser humano: varón y mujer lo creo”. Así dice nuestro antiguo y luminoso mito de la creación, sin dar lugar a equívocos. Y no solo de esta manera paladina y positiva sino, a renglón seguido, condenando sin ambages las diversas dominaciones abusivas del varón respecto a la mujer, así como las aberrantes relaciones entre sujetos del mismo sexo o entre seres humano y animales. Y, a propósito, no me explico cómo a ninguno todavía se la ha ocurrido pretender casarse con su perro o con su perra en el Registro Civil y pedir derechos sociales para éstos. E incluso acudir a algún cura benévolo para que los bendiga. Acuérdense de mi cuando lo lean en los diarios. Al fin y al cabo, Calígula, ya hace mil novecientos años, nombró a su caballo cónsul y senador. Claro que, por obra y magia de la democracia, a eso estamos acostumbrados.

Pues bien, en lo de ser varón y ser mujer, una vez que uno nace tal o cual, no hay elección que valga. Las excepciones teratológicas y las desviaciones hormonales o psíquicas, cualquiera sea su origen, son tan contra el instinto profundo de lo humano a la vida como el cáncer o la tuberculosis. No se diga nada cuando se trata de opciones culpables de pervertidos. La sociedad tiene derecho a defender y preservar su salud corporal y mental y el ámbito idóneo de la familia para el porvenir del hombre de acuerdo a las estructuras biológicas y psíquicas que emanan de nuestra definición genética.

Tan varoncitos y tan mujercitas creó Dios al ser humano, que la redención ‑es decir la definitiva promoción del hombre a su ser pleno‑ así como de ninguna manera desprecia lo corporal, a la manera budista o hindú o platónica, sino que lo asume en la resurrección y en los nuevos cielos y la nueva tierra ‑no en el mundo de las puras almas inmortales y los despojados espíritus‑ también asume los sexos. Bien varón fue en la tierra y sigue siendo en el cielo nuestro Señor Jesús. Bien mujer fue y sigue siendo María en su Asunción.

Justamente, cuando en 1950 Pío XII proclama el dogma de la Asunción, parte de su intención no era solo refrendar una antiquísima enseñanza de la Iglesia, sino llevar a ésta hacia el camino de un auténtico feminismo. La insistencia unilateral en el papel del varón que, retornando a mitos machistas prebíblicos, promovió el protestantismo, al arrinconar a la figura de la mujer, de María y atribuir todo a Cristo, llevó, aún en Occidente, donde toda mujer católica había alcanzado el estatuto de persona libre y de dama –nada se diga de Oriente‑ a desvalorizar lo femenino también en el campo profano e, inflacionando lo masculino, como reacción pendular, inducir a las mujeres a tratar de competir con el varón en lo propiamente viril. El ideal de las mujeres resultó, torpemente, intentar igualar en todo, en inferioridad de condiciones, al varón. No digamos cómo el movimiento de las mujeres tratando de imitar a los varones produjo, también a modo de reacción, el de varones tratando de imitar mujeres.

Pío XII pone las cosas en su lugar: no solo en la tierra varón y mujer se complementan relacionalmente en todos los papeles sociales de acuerdo a su propia idiosincrasia y, sin lo femenino o sin lo viril, la sociedad se degrada, sino que, aún en la espiritualidad cristiana y en la forma definitiva de la humanidad, permanecerá la distinción de los sexos. La Asunción de María completa nuestra inteligencia de la Resurrección. No solo el varón, Cristo, sino María, la mujer, son el hombre nuevo destinados a iniciar y fundar la humanidad plenamente realizada.

Cristo y María, santos y santas, formarán al hombre nuevo, ya sanado en sus enfermedades, en sus pecados, en sus desviaciones terrenales. No habrá ‘géneros’, ni sexos ‘terceros’ ni ‘cuartos’, ni tendencias lastimosas. Solo varón y mujer, virilidad y femineidad cristianas.

La Santísima Virgen María, Mujer nueva, Mujer asunta, la Reina, la que, junto con su Hijo varón vence al asexuado dragón, tal cual la presenta, en nuestra primera lectura el Apocalipsis y la reproduce magníficamente nuestro vitral del fondo de la Iglesia, nos ayude a cada uno a ser bien varones y bien mujeres, bien cristianos y bien cristianas, cada uno con lo que tiene que ser... y con lo que tiene que tener.

Fuente: Madre Admirable