La Asunción de la Santísima Virgen María

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Homilía, Ciclo A,  Mt 13, 24-43

Alegrémonos, hermanos. Hoy es fiesta para toda la Iglesia. Más aún, para toda la humanidad. En un mundo en que no abundan precisamente las buenas noticias, nosotros estamos celebrando ésta: que Dios ha querido que María, una humilde mujer de Israel, fuera la madre del Mesías, del Hijo de Dios, y que después participara plenamente, en cuerpo y alma, de la gloria de su Hijo, en el cielo. 

Es una buena noticia para ella y también para todos nosotros. 

Ante todo, hoy es un día de victoria para Cristo Jesús. Tal como nos lo ha presentado Pablo, en su lectura, Cristo Resucitado es el motivo de nuestra fe y de nuestra fiesta, a lo largo de todo el año, y también hoy. El es la primicia de toda la humanidad y de la creación, el primero que triunfa plenamente de la muerte y del mal, resucitando a una nueva existencia, después de haber cumplido la misión que Dios le encomendara. 

Pero hoy es fiesta también para la Virgen María, su madre. Ella es la primera salvada por Cristo. Ella es la primera cristiana: la mujer que creyó en Dios, la que se puso a su disposición con un “sí” total (“hágase en mí según tu Palabra”), la que le dedicó a Dios Padre la gozosa alabanza del Magníficat, la que estuvo siempre con su Hijo en su nacimiento, en su vida, al pie de la cruz y en la alegría de la resurrección, la que se dejó llenar del Espíritu, y la que ha sido glorificada como primer fruto de la Pascua de Jesús, asociada a su victoria en cuerpo y alma, al final de su vida mortal, gozando ya para siempre junto a él. En verdad “ha hecho obras grandes” en ella el Señor. 

Y es también fiesta para nosotros, la Iglesia de Jesús. María, miembro entrañable de la comunidad cristiana, la mejor seguidora de Jesús, la Hermana, la Madre, está presente en el camino de la Iglesia, como lo estuvo en el de Jesús, su Hijo. La figura de la “mujer” que da a luz al Salvador y triunfa contra el enemigo, como leemos en la primera lectura, el Apocalipsis, aunque se refiera, directamente a la Iglesia misma, se cumple de modo 'i privilegiado en María, modelo de todo lo que la comunidad cristiana quiere llegar a ser en su camino de lucha contra el mal. Lo que Dios ha realizado en María es también nuestra victoria. El “sí” de María a Dios fue de alguna manera nuestro “sí”. El "sí" de Dios a ella es también un “sí” dirigido a todos nosotros, porque a todos nos prepara el mismo destino que a ella. Como dice el prefacio de la misa de hoy, “ella es la figura y primicia de la Iglesia que un día será glorificada: ella es consuelo y esperanza de tu pueblo, todavía peregrino en la tierra”. 

Fuente: Conferencia Episcopal Peruana