Asunción de la Santísima Virgen 

Padre Juan Bautista Ramírez


Leopoldo Marechal compuso en 1939 un breve y delicioso ensayo titulado: "Ascenso y descenso del alma por la belleza". En opinión de algunos expertos se trata del mejor ensayo sobre estética salido de la pluma de un autor argentino, lo cual no extraña tratándose del padre de Adán Buenosayres. Debajo de las palabras dibujadas en las páginas fluyen armonizados los conceptos religiosos y filosóficos de Platón y Plotino, Agustín de Hipona y Tomás de Aquino, Isidoro y Juan de la Cruz. Traspasado de emoción por el saber de griegos y medievales, compone Marechal un tratado estético y místico a la usanza de los textos del medioevo pleno, no apelando al método del diálogo entre discípulo y maestro que ejercitaban los antiguos —como Platón— y los autores cristianos hasta la edad media —cual Anselmo de Aosta—, sino a una forma más tardía que recibió el apelativo de "glosa de una sentencia", o "comentario a una sentencia". Como lo indica este nombre, Marechal va desarrollando una reflexión en base al análisis y a la glosa de enseñanzas de los antiguos sabios y santos. El estudio describe la anhelante aventura del alma en pos de la belleza.

El alma, para concebir lo bello, si bien tiene que poner en juego el entendimiento, necesita algo más que entender, requiere un añadido al hecho de comprender intelectualmente —empieza sosteniendo Marechal—. Puede entenderse un teorema, como el de Pitágoras, pero su armonía difícilmente admita ser descrita como belleza. Para que exista la captación de lo bello debe haber una cierta emoción que no surge de la aprehensión intelectual desnuda, sino de la contemplación, de la visión comprensiva de algo. Es así que cuando se ve algo y se lo entiende, eso visto y comprendido esplende, brilla. Y se pregunta, pues, nuestro autor, ayudándose de Platón y luego de Tomás de Aquino: ¿qué es lo que esplende en aquello que se contempla? Pues bien, esa esplendencia a la cual llámase hermosura o belleza se produce en base a la verdad —por eso, al tiempo, es imprescindible la inteligencia—. La verdad, la certidumbre del ser, es lo que brilla, es lo que va enhebrando un resplandor que la visión del alma alcanza, hace suyo y disfruta. La posesión de esa verdad esplendente, verdad bella, al cabo otorga al alma felicidad. La felicidad ha de ser entendida como posesión pacífica, perfecta, sin temor al arrebatamiento, de aquello verdadero que se puede disfrutar como tal. 

La vía de Marechal sigue los movimientos naturales de la criatura humana, del alma del hombre que vive en el mundo, posiblemente subordinando el concepto de Aristóteles a la idea anterior de Platón que a Marechal tanto fascina: el hombre y su alma están de alguna manera aprisionados y padecen las tentaciones y los avatares de la tierra. En este camino de examen el alma confunde su derrotero. La belleza en las cosas responde a la obra creadora de Dios, es un resplandor que remite a la luz plena de lo divino. No obstante, el hombre toma por el sendero muerto creyendo equivocadamente que en el goce de las cosas de esta tierra plana, que en la belleza del tiempo presente en espantada, lo está todo, y es entonces cuando el alma desciende. La noción marechaliana del descenso va estrechamente relacionada con la idea de pecado en tanto confusión o aberración del camino; el descenso sigue a la maldad humana en su intento de desposeer de la belleza suprema al creador a fin de investir de una hermosura eterna aquello que está destinado a la muerte y a la corrupción. 

Empero, en tal aventura artística el alma descubre tarde o temprano que esos entes bellos, que esas verdades que intelectualmente se comprenden y estéticamente se disfrutan, no son perfectos. Y a la frustración del goce estético la nombra Marechal la desilusión del amor. La belleza llama a ser amada, invita al corazón del hombre para que se dirija a ella y la posea, y el poseedor, al punto, es poseído a su vez en el acto amatorio por la belleza. Pero la desilusión hace presa del corazón del hombre entregándolo a la tristeza; aquello que se consideraba definitivo y permanente ha mostrado su indigencia y su condición pasajera. 

A partir de allí, cuando la ve chapotear el fondo de ciénaga, Marechal describe el ascenso del alma: ella recobra el concepto de creación, entiende que la hermosura contingente es buena en sí, pero únicamente como reflejo de la belleza de Dios, y vuelve entonces a ganar el alma las alturas que nunca debió abandonar. El llamado de la belleza se torna llamado eterno y capta así el hombre que su vocación definitiva —y en la vocación estriba lo sustancial del tratado estético de Marechal— es la contemplación del ser divino, la vida eterna y la salvación junto a Dios. 

Este derrotero de corrupción y reintegración, de descenso–ascenso, seguramente cada uno de nosotros —quién sabe en lo estético, pero sí en lo espiritual— lo haya cumplido alguna vez, aunque más no sea parcial o livianamente. El pecado es para la humanidad esa confusión, esa aberrante distorsión de la realidad, el olvido de Dios, el soslayo de la eternidad por la temporalidad, el recambio de la hermosura por la mueca.

Pero ¿qué sucede cuando el alma de la cual habla Marechal no es simplemente el alma de un mortal cualquiera? ¿Qué pasa cuando esa persona, plenamente humana, está tocada por la gracia, investida por la fuerza de Dios desde su hora inicial, como ocurre con el alma de María Santísima? Sucede que ahí no hay descenso, al menos no lo hay al modo que lo describe Marechal en su ensayo; no puede concebirse un descenso pecaminoso para un ser como el de María ni tampoco como el de Cristo Jesús. Tal vez sí pueda hablarse de un descenso por el dolor, por la humillación y el padecimiento de la injusticia, como fue para ambos, la Madre y el Hijo, el rumbo de la Pasión; pero se trata de un abajamiento de otra índole muy distinta a la del pecado. No hay resquicio en ellos para el descenso pecaminoso; en Jesús y en María Virgen no existen confusión ni aberración posibles. 

De ahí que todo instante se constituya para sus humanidades en una subida continua, en la posibilidad maravillosa de progresar sin cesar, de ascender y penetrar cada vez más alto y lejos en el misterio armonioso de Dios. La Ascensión de Jesús y la Asunción mariana no son acontecimientos pasados, hechos puntuales, meros sucedidos. Son expresiones dinámicas que identifican todo instante de sus existencias. Jesús y María vienen ascendiendo juntos, inseparables, desde la Encarnación, y nunca se han detenido en la inmersión a la belleza divina. Ni se detendrán, porque para la Santísima Virgen María, y aún para la naturaleza humana del mismo Jesús, el misterio estético y feliz de Dios es inagotable, la capacidad de amor que surge de Él es infinita, y ahoga en gloria al amante de tal forma que siempre hay más para disfrutar, más para poder alcanzar y sumergirse. En María no hubo descenso, hay sólo un permanente ascenso, ascenso que se sustenta en el principio que tan bien había descrito nuestro autor argentino apoyándose en los escritos antiguos, en especial de Agustín y Tomás de Aquino: el principio de la esplendencia de la Verdad. María contempla la belleza de la verdad de Dios, alienta con el gozo de la hermosura divina y reproduce en sí, ella misma, la armonía del Altísimo, porque desde el comienzo, ya en el primer instante de su existir fue enaltecida por el don de lo alto. Apenas tuvo luz para ello, optó por la verdad de Dios de un modo absoluto e indudable, sin que un átomo de su ser se haya opuesto a su afirmación de Dios, a su sí, ante el ángel: "He aquí la esclava del Señor; por eso me llamarán feliz". Santa María, gozosa, disfruta estéticamente del amor contemplado de Dios. "Las generaciones cantarán mi felicidad, porque Dios ha mirado mi pequeñez, Dios ha mirado mi voluntad de ser su esclava, de que mi nada sea Todo en Él, de ser yo su propia madre por su obra en mí." El ascenso continuo del corazón de María en la verdad de Dios, su contemplación incesante y cada vez más abisal, celebra la Iglesia en la fiesta de la Asunción de María. La Iglesia celebra el milagro de Dios entre los hombres, la fiesta gloriosa a la que también todos nosotros somos convocados —lamentablemente después de muchos descensos—, a la cual estamos finalmente llamados para disfrutar junto a la Virgen. Celebra la Iglesia la Verdad fascinante de Dios imperante y triunfante sobre el mundo, a pesar de pecados y errores; la celebra en la única mujer que plenamente la aceptó, la comprendió, la contempló, la amó y la gozó: María Santísima. 

Por eso la Asunción es representación de una explosión, la onda expansiva de gozo y gloria de una mujer para la que los cauces terrenales se vieron por último imposibilitados de seguir expresándola. La creaturidad plena de María, después de haber parido el ser de Dios en la cuna y en la cruz, y de haber acunado en su regazo a la nueva Iglesia, comunidad de sus hijos, hermanos todos del discípulo amado, tenía cumplida su función temporal. Sin embargo, María Asunta desempeña sin cesar su oficio de madre en la universalidad de la historia y la geografía, revestida de gloria junto a su Hijo en la cumbre del Reino celestial. Santa María de la Fiesta de la Asunción es para nosotros la dulce llamada maternal a la gloria definitiva, es el recuerdo de nuestra vocación, como diría Marechal, la vocación a la eternidad, la vocación a la hermosura, la vocación al júbilo.

Quienes después de muchos caminos aberrantes y antiestéticos buscamos regresar tras reconciliaciones sucesivas, sabemos que bajo de ese rumbo de fallas culpables se encuentra la misericordia de Dios, pulsa ahí oculta la Verdad Divina que deslumbra y seduce por el modo particular de la misericordia. Esa fue también la ruta de María, la que Dios le hizo recorrer. La divina misericordia no la tomó en el pecado, sino antes del pecado; no poseyó a María cuando ella necesitaba reparación sino antes, cuando todavía estaba siendo gestada por la mano espléndida del artesano que cinceló el cielo y la tierra. Pero fue la misericordia. Fue la obra de redención de su Hijo. El Altísimo la hizo toda bella y pura porque se apiadó de ella y de toda la humanidad. La Virgen lo canta frente a Isabel: "El Poderoso hizo en mí grandes cosas; su misericordia se extiende sobre aquellos que le temen". 

La belleza y hermosura de la Verdad de Dios es también, por ende, como belleza misericordiosa, nuestro único destino y nuestra verdadera meta. Por gracia del Altísimo algo de la fiesta de María, algo de la alegría de la Virgen en el cielo, será alguna vez nuestro. La vocación —nos la recuerda siempre la voz dichosa de María brillante de gloria— es a gozar con ella y su Hijo de nuestra propia felicidad. Es ésa la vocación humana, la de todos aquellos que quizá a fuerza de descensos consigamos apoyarnos en el fondo de nuestro pecado, ahondar en la misericordia de Dios y ser ascendidos, como María, la que nunca bajó porque está subiendo siempre, al gozo de la hermosura celestial.