La gloria de la Asunción de María

Padre Guillermo Juan Morado

Si hubiésemos de calificar los dogmas marianos, al de la Asunción deberíamos llamarle el dogma de la coherencia. Dios no juega con nosotros, no dice ahora sí y después no. No desafía, por ello, la lógica divina que aquella que fue preservada libre de toda mancha original, para ser la madre del Hijo de Dios hecho hombre, fuese configurada plenamente al destino de Jesucristo, vencedor del pecado y de la muerte (cf Lumen gentium, 59).  

En la Asunción de la siempre Virgen María, Madre de Dios, contemplamos, de modo anticipado, nuestro futuro. Ella, como canta un tropario de la liturgia bizantina, se ha reunido con la “fuente de la Vida ”. Ella, que concibió al Dios vivo, y que, con sus oraciones, librará nuestra alma de la muerte (cf Catecismo de la Iglesia Católica , 966).  

El prefacio de la solemnidad de la Asunción proclama a María como “figura y primicia de la Iglesia que un día será glorificada” y como “consuelo y esperanza” del pueblo de Dios, todavía peregrino en la tierra. La Iglesia no traiciona la Escritura dejándose guiar, en la comprensión del texto bíblico, por el Espíritu que “habló por los profetas”, verdadero garante de la autenticidad de la fe de los creyentes. Y es la Escritura , y no otro testimonio, el que da fe de la íntima unión de la Madre con la suerte de su Hijo.  

María ha sido asimilada, para siempre, a su Hijo glorioso. En el reconocimiento de esta unión del Hijo y de la Madre coinciden, decía Newman, la Iglesia y Satanás (cf 1 Juan 4, 2-3). Quienes honran a la Madre , adoran al Hijo. Quienes han dejado de confesar al Hijo, comenzaron casi siempre, la historia así lo demuestra, por deshonrar a la Madre.  

Ella es la mujer vestida de sol, que tiene a la luna por pedestal (cf Apocalipsis 11-12). Ella es la reina, enjoyada con oro de Ofir, de pie a la derecha del Rey (cf Salmo 44). Ella es la que más es de Cristo, y por ello la primera que, después de Él y gracias a Él, ha vuelto a la vida (cf 1 Corintios 15, 20-27).  

Celebrar su Asunción nos compromete a todos a aspirar a las realidades divinas, viviendo orientados hacia Dios, nuestro origen y nuestra meta definitiva, deseando alcanzar, algún día, la gloria de la resurrección.