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La
Inmaculada Concepción
SS Juan Pablo II
Audiencia
general del miércoles 29 de mayo de 1996
1.
En la reflexión doctrinal de la Iglesia de oriente, la expresión llena
de gracia, como hemos visto en las anteriores catequesis, fue
interpretada, ya desde el siglo VI, en el sentido de una santidad
singular que reina en María durante toda su existencia. Ella inaugura
así la nueva creación.
Además del relato lucano de la Anunciación, la Tradición y el
Magisterio han considerado el así llamado Protoevangelio (Gn 3,
15) como una fuente escriturística de la verdad de la Inmaculada
Concepción de María. Ese texto, a partir de la antigua versión
latina: «Ella te aplastara la cabeza», ha inspirado muchas
representaciones de la Inmaculada que aplasta la serpiente bajo sus
pies.
Ya hemos recordado con anterioridad que esta traducción no corresponde
al texto hebraico, en el que quien pisa la cabeza de la serpiente no es
la mujer, sino su linaje, su descendiente. Ese texto por consiguiente,
no atribuye a María sino a su Hijo la victoria sobre Satanás. Sin
embargo, dado que la concepción bíblica establece una profunda
solidaridad entre el progenitor y la descendencia, es coherente con el
sentido original del pasaje la representación de la Inmaculada que
aplasta a la serpiente, no por virtud propia sino de la gracia del Hijo.
2.
En el mismo texto bíblico, además se proclama la enemistad entre la
mujer y su linaje, por una parte, y la serpiente y su descendencia, por
otra. Se trata de una hostilidad expresamente establecida por Dios, que
cobra un relieve singular si consideramos la cuestión de la santidad
personal de la Virgen. Para ser la enemiga irreconciliable de la
serpiente y de su linaje, María debía estar exenta de todo dominio del
pecado. Y esto desde el primer momento de su existencia.
A este respecto, la encíclica Fulgens corona, publicada por el
Papa Pío XII en 1953 para conmemorar el centenario de la definición
del dogma de la Inmaculada Concepción, argumenta así: «Si en un
momento determinado la santísima Virgen María hubiera quedado privada
de la gracia divina, por haber sido contaminada en su concepción por la
mancha hereditaria del pecado, entre ella y la serpiente no habría ya
-al menos durante ese periodo de tiempo, por más breve que fuera- la
enemistad eterna de la que se habla desde la tradición primitiva hasta
la solemne definición de la Inmaculada Concepción, sino más bien
cierta servidumbre» (MS 45 [1953], 579).
La absoluta enemistad puesta por Dios entre la mujer y el demonio exige,
por tanto, en María la Inmaculada Concepción, es decir, una ausencia
total de pecado, ya desde el inicio de su vida. El Hijo de María obtuvo
la victoria definitiva sobre Satanás e hizo beneficiaria
anticipadamente a su Madre, preservándola del pecado. Como
consecuencia, el Hijo le concedió el poder de resistir al demonio,
realizando así en el misterio de la Inmaculada Concepción el más
notable efecto de su obra redentora.
3.
El apelativo llena de gracia y el Protoevangelio, al atraer
nuestra atención hacia la santidad especial de María y hacia el hecho
de que fue completamente librada del influjo de Satanás, nos hacen
intuir en el privilegio único concedido a María por el Señor el
inicio de un nuevo orden, que es fruto de la amistad con Dios y que
implica, en consecuencia, una enemistad profunda entre la serpiente y
los hombres.
Como testimonio bíblico en favor de la Inmaculada Concepción de María,
se suele citar también el capitulo 12 del Apocalipsis, en el que se
habla de la «mujer vestida de sol» (Ap 12, 1). La exégesis
actual concuerda en ver en esa mujer a la comunidad del pueblo de Dios,
que da a luz con dolor al Mesías resucitado. Pero, además de la
interpretación colectiva, el texto sugiere también una individual
cuando afirma: «La mujer dio a luz un hijo varón, el que ha de regir a
todas las naciones con cetro de hierro» (Ap 12, 5). Así,
haciendo referencia al parto, se admite cierta identificación de la
mujer vestida de sol con María, la mujer que dio a luz al Mesías. La
mujercomunidad esta descrita con los rasgos de la mujerMadre de Jesús.
Caracterizada por su maternidad, la mujer «está encinta, y grita con
los dolores del parto y con el tormento de dar a luz» (Ap 12,
2). Esta observación remite a la Madre de Jesús al pie de la cruz (cf.
Jn 19, 25), donde participa, con el alma traspasada por la espada
(cf. Lc 2, 35), en los dolores del parto de la comunidad de los
discípulos. A pesar de sus sufrimientos, está vestida de sol, es
decir, lleva el reflejo del esplendor divino, y aparece como signo
grandioso de la relación esponsal de Dios con su pueblo.
Estas imágenes, aunque no indican directamente el privilegio de la
Inmaculada Concepción, pueden interpretarse como expresión de la
solicitud amorosa del Padre que llena a María con la gracia de Cristo y
el esplendor del Espíritu.
Por ultimo, el Apocalipsis invita a reconocer mas particularmente la
dimensión eclesial de la personalidad de María: la mujer vestida de
sol representa la santidad de la Iglesia, que se realiza plenamente en
la santísima Virgen, en virtud de una gracia singular.
4.
A esas afirmaciones escriturísticas, en las que se basan la Tradición
y el Magisterio para fundamentar la doctrina de la Inmaculada Concepción,
parecerían oponerse los textos bíblicos que afirman la universalidad
del pecado.
El Antiguo Testamento habla de un contagio del pecado que afecta a «todo
nacido de mujer» (Sal 50, 7; Jb 14, 2). En el Nuevo
Testamento, san Pablo declara que, como consecuencia de la culpa de Adán,
«todos pecaron» y que «el delito de uno solo atrajo sobre todos los
hombres la condenación» (Rm 5, 12. 18). Por consiguiente, como
recuerda el Catecismo de la Iglesia católica, el pecado original
«afecta a la naturaleza humana», que se encuentra así «en un estado
caído». Por eso, el pecado se transmite «por propagación a toda la
humanidad, es decir, por la transmisión de una naturaleza humana
privada de la santidad y de la justicia originales» (n. 404). San Pablo
admite una excepción de esa ley universal: Cristo, que «no conoció
pecado» (2 Co 5, 21) y así pudo hacer que sobreabundara la
gracia «donde abundo el pecado» (Rm 5, 20).
Estas afirmaciones no llevan necesariamente a concluir que María forma
parte de la humanidad pecadora. El paralelismo que san Pablo establece
entre Adán y Cristo se completa con el que establece entre Eva y María:
el papel de la mujer, notable en el drama del pecado, lo es también en
la redención de la humanidad.
San Ireneo presenta a María como la nueva Eva que, con su fe y su
obediencia, contrapesa la incredulidad y la desobediencia de Eva. Ese
papel en la economía de la salvación exige la ausencia de pecado. Era
conveniente que, al igual que Cristo, nuevo Adán, también María,
nueva Eva, no conociera el pecado y fuera así más apta para cooperar
en la redención.
El pecado, que como torrente arrastra a la humanidad, se detiene ante el
Redentor y su fiel colaboradora. Con una diferencia sustancial: Cristo
es totalmente santo en virtud de la gracia que en su humanidad brota de
la persona divina; y María es totalmente santa en virtud de la gracia
recibida por los méritos del Salvador.
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