La Virginidad perpetua de María

Ramón Olmos Miró

 

La Iglesia profesó su fe en la virginidad de María ya desde sus credos más antiguos. Así, en la fórmula del símbolo llamado apostólico (215): “fue concebido por obra del Espíritu Santo y nació de María Virgen”, los Padres del sínodo de Milán (393) vieron una doble afirmación: la virginidad de la concepción de Jesús y la virginidad de María en el parto. Y el símbolo de san Epifanio de Salamina (374) usó por primera vez la fórmula “siempre virgen”, manifestada explícitamente ya a principios del siglo VI por los obispos africanos en la fórmula ternaria: “virgen antes del parto, virgen en el parto, virgen después del parto”, fórmula que hizo suya el Papa Paulo IV al condenar en 1555 a aquellos que dicen “que la misma beatísima Virgen María no es verdadera Madre de Dios ni permaneció siempre en la integridad de la virginidad, a saber, antes del parto, en el parto y perpetuamente después del parto” (Denzinger 993). 
La virginidad de María antes del parto está firmemente atestiguada por los evangelios de san Mateo y de san Lucas. Este último en su relato de la Anunciación insiste en que “el ángel Gabriel fue enviado por Dios... a una virgen... y el nombre de la virgen era María” (Lc 1,26-27). Y el anuncio del ángel (Lc 1,31: “He aquí que concebirás en el seno y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús”) está calcado sobre las palabras con que el profeta Isaías promete al rey Ajaz un milagro de poder (cf. Is 7,11), en el sentido de que una virgen, permaneciendo virgen, concebirá y dará a luz al Mesías (Is 7,14): “He aquí que la virgen tendrá en su seno y dará a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel”. 
María opone a las palabras del ángel una dificultad (Lc 1,34: “¿Cómo será eso, pues no conozco varón?”), que ha sido interpretada tradicionalmente en el sentido de un propósito para el futuro: No quiero o no puedo conocer varón. De no ser a sí, la pregunta carecería de sentido, ya que “María estaba desposada con un varón cuyo nombre era José” (Lc 1,26). La dificultad de María es resuelta por el ángel con unas palabras (Lc 1,35: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti”), que evocan la fuerza creadora de Dios expresada por Gen 1,2 (“El Espíritu de Dios se cernía sobre la superficie de las aguas”). En suma, Dios que pudo crear todas las cosas de la nada, puede hacer que en el seno de María se forme un niño sin concurso de varón. 
También san Mateo, en su Evangelio, enseña la concepción virginal de Jesús, pues al establecer la genealogía de Cristo para mostrar su descendencia davídica (Mt 1,1-16), la conexión entre padres e hijos se hace siempre con el verbo “engendró”, excepto en el último eslabón donde se rompe inesperadamente el esquema: “Jacob engendró a José, el esposo de María, de la cual fue engendrado Jesús, que es llamado Cristo”. Teniendo en cuenta que los judíos evitaban nombrar a Dios, el uso de la voz pasiva sin sujeto agente en la genealogía indica que la generación de Jesús fue una obra divina y, por consiguiente, su concepción virginal, como explícitamente afirma san Mateo poco después: “El origen de Jesucristo fue así: desposada su madre María con José, antes de que convivieran, resultó que había concebido del Espíritu Santo” (Mt 1,18; cf. 1,20). El mismo evangelista dice que en la concepción de Jesús se cumplió la profecía de Is 7,14 sobre la concepción virginal del Mesías (Mt 1,22-23) y que José no conoció a María “hasta que dio a luz un hijo” (Mt 1,25) con lo cual queda excluida cualquier relación carnal antes del nacimiento de Jesús.

Puesto que san Mateo afirma explícitamente (Mt 1,22) que en la concepción de Jesús se ha cumplido la profecía de Is 7,14, y san Lucas construye sobre el mismo texto profético el anuncio del ángel a María (Lc 1,31), es evidente la importancia de tal pasaje veterotestamentario como fundamento bíblico de la virginidad de María. El texto original hebreo de Is 7,14 muestra al profeta contemplando un hecho futuro como algo que está realizándose ante sus ojos: “He aquí que la virgen está concibiendo y dando a luz un hijo”. Y estas palabras han sido siempre entendidas por la tradición cristiana en sentido compuesto, es decir, expresando una simultaneidad del hecho de ser virgen con la acción de concebir y con la acción de dar a luz. María, la Madre del Mesías, había de ser virgen en la concepción y virgen en el parto.
Cabe añadir aquí el texto evangélico de Lc 2,7, que describe a María en actividad inmediatamente después del parto: “Y dio a luz a su hijo primogénito, y le envolvió en pañales y le recostó en un pesebre”, texto que comenta el P. Juan de Maldonado, S.I. (s. XVI) con estas palabras: “Si hubiera dado a luz con menoscabo físico de su cuerpo, ¿cómo hubiera podido tomar por sí misma al recién nacido y fajarlo por sus propias manos?”
Por lo que se refiere a la virginidad después del parto, ha de ser notado el propósito para el futuro que manifiestan las palabras de María al ángel.: “¿Cómo será eso, pues no conozco varón?” (Lc 1,34). Propósito de virginidad que indudablemente fue formado por María bajo el influjo de la gracia divina, y cuya modificación después del parto virginal es impensable, ya que María “habría sido ingratísima si no se hubiera contentado con un Hijo tal como Jesús y hubiera querido perder por su propia voluntad, por un comercio carnal, la virginidad que un milagro le había conservado” (santo Tomás, Ioc. c). ¿Qué sentido habría tenido, por otra parte, que Dios hubiera obrado el milagro de un parto virginal, si la virginidad no iba a ser conservada después?
A la virginidad perpetua de María han sido opuestas algunas objeciones por parte de quienes, confesando que Cristo fue concebido y nació de una virgen, afirman que María tuvo después otros hijos de José. Arguyen con el pasaje evangélico de Mt 1,25: “Y no la conoció (a María) hasta que dio a luz a su Hijo primogénito”. A esto hay que responder con santo Tomás: “Las Sagradas Escrituras no suelen decir que una cosa ha sido hecha o no hecha mientras no se dude de que, efectivamente, ha sido o no hecha... Podía dudarse si antes del nacimiento del Hijo de Dios, José había tenido relaciones conyugales con María, y por esa razón el evangelista tuvo mucho cuidado de alejar la duda. En cambio, le pareció indudable que no fue conocida después del parto” (Comp. Th. N. 466).
Tampoco la palabra primogénito implica la existencia de más hijos, pues esa palabra tenía entre los judíos un sentido jurídico y se aplicaba al primer nacido, siguieran o no otros hijos. A este respecto es conocido el hallazgo de un  epitafio judío en el que se habla de una madre muerta en el parto de su primogénito. En cuanto a las diversas expresiones de los evangelios sobre los “hermanos de Jesús”, no significan verdaderos hermanos carnales, sino parientes muy cercanos, probablemente primos: así acostumbraban los semitas a usar la palabra “hermanos”. A ello se añade que, en el caso de los “hermanos” de Jesús, nunca se dice que sean hijos de María.
En verdad, con palabras de san Bernardo, “a la majestad de Dios convenía que no naciese sino de la Virgen, y a la Virgen convenía que no diese a luz a otro que a Dios (Hom II super Missus est).

Fuente: Ave María, Revista Mariana del pueblo de Dios