Inmaculada Concepción de María

Padre Juan Bautista Ramírez

 

En la narrativa bíblica existen unas cuantas historias de personajes importantes para el desarrollo de la revelación. Abraham, Moisés, David, Salomón, Esther, Jonás, Ruth, los profetas Samuel, Elías, Oseas y Amós, Judas el Macabeo, son solamente algunos de una lista mucho más larga. No todos tuvieron la misma importancia; no todos, siquiera, el mismo tipo de existencia: están los que existieron "fisiológicamente", viviendo entre congéneres de carne y hueso, y cuyos despojos honorables fueron a parar a sepulturas legendarias. Están, en cambio, los que existieron sólo literariamente, tuteándose con los demás protagonistas en las voces de la tradición oral, volcada luego al rollo y a la tinta. Unos y otros son igualmente verdaderos para la Biblia, que no se detiene en distinciones escrupulosas, ni le dio nunca demasiada importancia al dato burocrático de las partidas de nacimiento. Pues Jonás, durmiendo la siesta en el esófago de un escualo, o Noé‚ llevando en un bote el muestrario de todas las especies vivientes del planeta, son tan reales para la Sagrada Escritura como los verificables Salomón y Pablo de Tarso, o Pilatos, e inclusive, a los fines de la revelación y la manifestación divina, en ciertos casos las figuras literarias puedan ser incluso mucho más importantes que los próceres históricamente documentados.

Todos los personajes que desempeñaron funciones notables tuvieron una preparación previa por parte de Dios, generalmente cuando fueron seleccionados por Él, y por regla habitual estaban investidos de características personales muy particulares. En este sentido no hay que olvidar que los más dotados a los ojos humanos casi nunca lo estaban para la consideración divina, y a la inversa lo mismo: David, el más pequeño y frágil de los hermanos, poseía un volcán interno germinando dentro de él; lo vio Dios, y por eso, aunque no lo había advertido su familia, fue el escogido y comenzó su carrera nada menos que como verdugo del enorme guerrero Goliath, él, un diminuto pastor. 

Los dones naturales y los que Dios luego derramaba con su llamamiento vocacional tenían un destino mas alto que la gloria personal de ese sujeto determinado. Al apartarse de la calle que iba directo hacia ese objetivo superior marcado por Dios, contentándose con los laureles humanos, el líder se vacía y cae desplomado entre sus propios escombros. La única forma de reconstituirse es recurriendo al arrepentimiento, a la humildad, y tras el perdón, a la dependencia del don divino. Salomón terminó de mala manera, atragantado con una antigua sabiduría venida de lo alto, pero que él hizo volver contra su origen. David cayo muy bajo doblegado por la lujuria y el poder inmenso que le dio su cargo público: traiciono dos veces a su mejor hombre de ejército, quitándole la mujer y la vida. Pero recuperó su valor humano y el sobrenatural de su función regente por la senda penitencial del sayal, la ceniza y las lágrimas.

Pero tampoco, por cierto, todos los grandes protagonistas de los libros bíblicos tuvieron los tropiezos de estos dos reyes. Abraham, viejo varón noble, que se había sabido resignar a la esterilidad de Sara —aunque con el, digamos, ligero consuelo de Ismael, el hijo que se agenció con su esclava Agar—, fue siempre fiel al Dios que lo llamó, y hubiese sacrificado a Isaac por obediencia si el ángel no le detenía la daga en el aire. Fueron intachables muchos otros: Moisés, a pesar de algunas pequeñeces; Noé, el del arca; José, el augur del Faraón, quien fue a parar a la cárcel por resistir la tentación femenina que perdió a un rey como David, y el que perdonó a sus hermanos envidiosos y desaprensivos que lo vendieron a la esclavitud. También fueron irreprochables muchos buenos profetas: es el caso de Jeremías, o de Ezequiel, víctimas de la incomprensión de sus compatriotas, pero irrevocables en la decisión de vocear por todas partes el mensaje del Señor.

Así fue; algunos pasados por el pecado grave, recuperados o perdidos al fin, y otros en obediente fidelidad siempre, los protagonistas de la historia de la salvación poseyeron cualidades distintivas, especiales, cuyo orden natural debía acabar plenificado en el sobrenatural, en un arreglo funcional, merced a la intervención del mismo Dios que los llamó a cumplir con una misión en el seno de Israel. Ahí están: Abraham, el prototipo de la fe ciega: cree y "crea" al pueblo; Moisés, el carismático líder libertador; Noé, el representante de la bondad humana hechura de Dios, que pervive sobre el mal y la aniquilación; David, el apasionado y joven monarca, que vence y canta poesías al Altísimo. Helos ahí: son los estandartes humanos al servicio de la obra divina.

Las cualidades personales, pues, en la Biblia tienen siempre una funcionalidad respecto del pueblo de Dios, funcionalidad de tipo salvífico, capaz de impulsar hacia adelante el progreso de la revelación.

Existe seguramente algún tipo de proporcionalidad entre el grado de importancia de esa función a desempeñar y el nivel de tales cualidades personales: a función mas alta, mejores condiciones. En la planificación divina la misión delimita las condiciones del personaje, por más que a los nosotros nos parezca a la inversa, que a mejores disposiciones primero, mejor capacidad de función o actuación después. En realidad, la necesidad que plantea un determinado oficio, de que alguien cumpla con un objetivo dado, en el plan de Dios, en su providencia, es siempre "a priori"; Él sabe lo que quiere hacer: no surgen misiones por la aparición de personas, sino personas que vienen a cumplir con las condiciones que requiere determinada función o tarea preexistente en la mente planificadora divina. En manos de Dios es correcto pensar, así, que suscita Él héroes de determinados parámetros para cumplir con lo necesario. Basta pensar que esto se verifica en el grado más excelente con el Señor Jesucristo, quien como Dios Encarnado, con sus exclusivos rasgos de doble naturaleza, divina y humana, viene a ejercer una labor ya predeterminada por el deseo divino desde toda su eternidad: la salvación y deificación de la humanidad.

Desde este punto de vista es conveniente abordar el dogma de la Inmaculada: de María concebida sin mancha de pecado, perfeccionada desde el inmediato instante de su concepción con todo el poder de la gracia de Dios.

Interesa aquello que antecede a la condición inmaculada de María: importa la intención de Dios, lo que Él deseaba cumplir por su intermedio. El apriorismo de su eterna sabiduría indica que se cubra un puesto crucial, de una centralidad comparable a la del lugar de su Hijo: se necesita una madre, un sagrario para el Dios–creatura y un vientre para una nueva humanidad salvada, redimida, arrebatada a los viejos cauces de la muerte por pecar. Hacía falta una caja recamada, especialísima; una Madre pura y limpia, la mejor obra creada por Dios junto con el Mesías. Por eso María Santísima es un personaje esencial en la escenificación magnífica de la salvación, del eterno amor de Dios que se diluvia para fecundar lo humano.

En la personalidad y la constitución de María, su maternidad es el principio central; su maternidad que si bien es condición personal, lo es por ser función, lo es como ejercicio. Esta identidad activa suya es el motivo teológico central de María: ella, por sobre cualquier otro aspecto, "es" su maternidad divina.

¡Cómo se oculta Dios para hacer su obra en lo que desde aquí afuera y abajo se pondera como demasiado delicado y frágil, y quizás —en cuanto femenino— se juzgaría aún excesivamente bello y dulce para ser medio instrumental adecuado del Artífice Todopoderoso, del Dios de los Ejércitos! Son así los planes de Dios; de ese modo elaboró el cofre magnífico, ornado de perlas y piedras preciosas que fue María. En apariencia una sencilla doncella, pura y hermosa, pero interiormente dotada por el Creador de una arquitectura, una fuerza espiritual, una resistencia al dolor, una capacidad de entrega, una sumisión a Él y una potencia de fertilidad a sus dones, como antes jamás se había visto. El Señor de los cielos y la tierra la hizo su madre. La humanidad santificada viene representada en grado eminente en esa breve e inmensa mujer pura encinta de su Hijo divino.

Ninguno de los grandes prohombres de la historia de Israel pudo contentarse con las cualidades de su naturaleza, ni tampoco con los dones venidos de la mano de Dios en la instancia inaugural de su vocación; el principio es sólo eso: inicio. Todos ellos tuvieron que colaborar luego espontáneamente ejercitando esas cualidades, acrecentando y potenciando los dones que Dios les entregaba, cumpliendo con la intención de Dios por medio de sus propias virtudes y trabajos. Algunos bien dotados desde el principio, lo hemos dicho, acabaron perdiéndose; sin el uso de la libre voluntad y del sacrificio individual, el profeta, o el sacerdote, o el rey, se malogran.

María debió sumar su colaboración personal a la condición Inmaculada y agraciada con que el Altísimo la dotó. En ella hubo mérito: no fue el suyo un camino irremediable, fue un recorrido espontáneamente deseado. Es más esplendorosa la Gracia Purísima de María acrecentada por la labor fiel de toda su vida en rumbo al pedestal del cadalso de Jesús, que en su condición inicial, cuando ella fue concebida. Sí, tuvo la Gracia desde el principio, pero esa Gracia desbordó a lo largo de sus días hasta llegar allí, adonde hemos dicho, al Gólgota, al pie de la cruz, a su muerte al lado de la muerte pascual de su Hijo. En ese primer instante de la concepción ya está comprometida María totalmente con el don divino; ya Dios se comprometió con ella por el plan que tenía a desarrollar. Pero a ese don ofrecido por Dios —la vocación que ella recibió— supo primero cobijarlo, y desarrollarlo luego hasta el extremo, con la última cláusula que Dios le presentó. 

Por esa razón la fiesta de la Inmaculada Concepción no es, sencillamente, la memoria de un nacimiento puro; no es tan solo la contemplación de un panorama bellísimo que Dios elabora porque quiere, sin que nadie lo obligue, por gusto, porque le place amar así. No es sólo esto. La Inmaculada Concepción, además de ser la obra magnífica de Dios, es el comienzo de una gran función, de un trabajo que se despliega porque María acepta, y colabora, y contribuye, y acrecienta lo que Dios le dio. La condición inmaculada de la Virgen Santísima es el albor de un ejercicio salvífico, de una entrega de Dios a través de lo humano, que aún no ha terminado: continuará cumpliéndose en la historia.

María Inmaculada, la Pura y la Santa, la llena de Gracia de Dios desde su primer instante de vida, prosigue incansable su función y su obra maternal en nosotros. Mientras haya mundo, su protagonismo voluntario y meritorio en el teatro de la Salvación le reclamará hacer de la humanidad los Hijos de Dios y sus propios hijos, los del vientre de María, los cobijados en esa caja de perlas, en ese estuche magnífico que el genio divino ha regalado.

Ave, Santísima. Ave, Purísima. Gracias por tus virtudes, por tu humildad, por tu sumisión. Gracias por tu fiel función, la más alta desempeñada jamás por alguien, fuera de Dios. Salve, Madre de Dios y Madre Nuestra.