La obra maestra de Dios

Padre Guillermo Juan Morado

 

“Cantad al Señor un cántico nuevo, porque ha hecho maravillas” (Salmo 97). La celebración de la Divina Liturgia es la entonación del cántico nuevo; del cántico de alabanza y de acción de gracias a Dios, porque “ha hecho maravillas”. Los hombres nuevos, redimidos por el agua nueva del bautismo, presentan al Padre, a través de la Pascua de Cristo, toda la creación amada por Dios y dan gracias “por todo lo que Dios ha hecho de bueno, de bello y de justo” (cf Catecismo de la Iglesia Católica, 1359).

La creación participa de la bondad y de la belleza de Dios: “Y vio Dios que era bueno [...] muy bueno” todo lo que había creado, anota el libro del Génesis.

La bondad de lo creado quedó empañada por el pecado del hombre, cuando éste - ya en los orígenes – dejó morir en su corazón la confianza hacia su Creador y, desobedeciendo, se prefirió a sí mismo en lugar de Dios, despreciando a Dios. El hombre probó el fruto del árbol del conocimiento del bien y del mal, negándose a reconocer sus propios límites, en un intento vano de ser “como Dios, pero sin Dios, antes que Dios y no según Dios” (cf Catecismo de la Iglesia Católica, 397-398).

Toda la historia de la humanidad es un testimonio elocuente de la verdad del pecado original. El pecado inunda el mundo. Cada día palpamos su realidad, su peso, su fuerza de atracción. La cosecha del pecado es la muerte. Cuando el hombre no quiere reconocerse criatura ante su Creador, termina sembrando muerte, transformando las leyes de la vida en sentencias de muerte.


En María, la Virgen Inmaculada, el proyecto de Dios sobre la creación no se ve desfigurado por el pecado del hombre. No hay en María ni un átomo de desobediencia. Su sumisión al Señor es su libertad: “Aquí está la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra”. La sumisión y la libertad de María son como un reflejo de la obediencia soberana de Cristo en la Hora de su Pasión: “no se haga mi voluntad, sino la tuya” (Lucas 22, 42).

El drama de la historia es, en buena parte, el drama de nuestra libertad y de nuestras sumisiones. Podemos ser esclavos, desobedeciendo a Dios, o podemos ser libres, abrazando su voluntad como el único camino que conduce a la plenitud.

El sí de María, la nueva Eva, está precedido y posibilitado por el sí de Cristo, el nuevo Adán. Dios la ha bendecido en la persona de Cristo “con toda clase de bienes espirituales y celestiales” y la ha elegido antes de crear el mundo para ser santa e inmaculada ante Él por el amor (cf Efesios 1, 3-6.11-12). Son los méritos de Cristo los que resplandecen en la “llena de gracia”, en la “Toda Santa”, en la Virgen Inmaculada. Como proclamó en 1854 el Papa Pío IX: “la bienaventurada Virgen María fue preservada inmune de toda mancha de pecado original en el primer instante de su concepción por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Jesucristo Salvador del género humano”.

Contemplamos en María “la victoria de nuestro Dios”, su potencia sobre el mal, su capacidad de hacer germinar lo nuevo. En la Virgen reluce sin mancha ni arruga la belleza de lo creado. Ella es la obra maestra de Dios, donde se encuentran la creación y la redención, donde el mundo vuelve a ser un jardín, donde la Mujer vence a la serpiente. María se convierte así en imagen y primicia de la Iglesia, del pueblo nuevo de los hombres nuevos, de la asamblea de los bautizados, que entonan el cántico nuevo alabando la belleza de Dios revelada en el rostro glorioso del Crucificado.

Dios preparó para su Hijo una “digna morada”, para que en ella residiese la Gloria del Señor. En la Eucaristía Dios derrama su gracia sobre nuestras almas para que, purificados de los efectos del pecado original, podamos heredar la herencia que Él nos había preparado antes de la creación del mundo, para que seamos, en Cristo, alabanza de su gloria. Verdaderamente, el Señor “ha hecho maravillas”. Amén.