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María es la “Digna morada”
Padre Antonio Díaz Tortajada
Homilia.
1. Tres aspectos de nuestra fe católica han sido subrayados de modo
singular con la proclamación del dogma de la Inmaculada: La estrecha
relación que existe entre la Virgen María y el misterio de Cristo y de
la Iglesia; la plenitud de la obra redentora cumplida en María; y la
absoluta enemistad entre María y el pecado.
Elegida para ser la Madre del Salvador, la Santísima Virgen ha sido
dotada por Dios con dones a la medida de la misión importante que tiene
que realizar. En el momento de la Anunciación, el ángel Gabriel la
saluda como la “llena de gracia” y Ella responde: “He aquí la esclava
del Señor, hágase en mí según tu palabra”.
Para poder dar el asentimiento libre de su fe al anuncio de su vocación
era preciso que María estuviese totalmente conducida por la gracia de
Dios. Preservada inmune de toda mancha de pecado original en el primer
instante de su concepción, María es la “digna morada” escogida por el
Señor para ser la Madre de su Hijo.
2. Abrazando la voluntad salvadora de Dios con toda su vida, María
colaboró de manera totalmente singular a la obra del Salvador por su fe,
esperanza y ardiente amor, para restablecer la vida sobrenatural de los
hombres. Por esta razón es nuestra madre en el orden de la gracia.
Madre de Dios y Madre nuestra, María ha sido asociada para siempre a la
obra de la redención, de modo que continúa (Ella) procurándonos con su
múltiple intercesión los dones de la salvación eterna. En Virgen, la
Iglesia ha llegado ya a la perfección, sin mancha ni arruga; por eso
acudimos a Ella como “modelo perenne”, en quien se realiza ya la
esperanza final y plena.
¿De dónde le viene a María su santidad del todo singular con que ha sido
enriquecida? De Cristo, pues ha sido “redimida de la manera más sublime
en atención a los méritos de su Hijo”. Por eso ha sido bendecida por el
Padre de los cielos más que ninguna otra persona creada y ha sido
elegida «antes de la creación del mundo para ser santa e inmaculada en
su presencia, en el amor».
Confesar que María, nuestra Madre, es la “toda santa” —como la proclama
la tradición oriental— significa acoger con todas sus consecuencias el
compromiso que ha de dirigir toda la vida cristiana: “Todos los
cristianos, de cualquier clase o condición, están llamados a la plenitud
de la vida cristiana y a la perfección del amor”.
3. María Inmaculada está situada en el centro mismo de aquella enemistad
que acompaña la historia de la humanidad en la tierra y la historia
misma de la salvación. “Por su pecado, Adán, en cuanto primer hombre,
perdió la santidad y la justicia originales que había recibido de Dios
no solamente para él, sino para todos los seres humanos”.
Sabemos por la Revelación que el pecado personal de nuestros primeros
padres ha afectado a toda la naturaleza humana: todo ser humano, en
efecto, está afectado en su naturaleza humana por el pecado original.
Pero la Purísima Concepción —tal como llamamos con fe sencilla y certera
a la bienaventurada Virgen María—, al haber sido preservada inmune de
toda mancha de pecado original, permanece ante Dios, y también ante la
humanidad entera, como signo inmutable e inviolable de la elección por
parte de Dios. Por eso esta elección, en la que también entramos
nosotros, es más fuerte que toda la fuerza del mal y del pecado que ha
marcado la historia del hombre.
En María contemplamos la belleza de una vida sin mancha entregada al
Señor. En Ella resplandece la santidad de la Iglesia que Dios quiere
para todos sus hijos. En Ella recuperamos el ánimo cuando la fealdad del
pecado nos introduce en la tristeza de una vida que se proyecta al
margen de Dios. En Ella reconocemos que es Dios quien nos salva,
inspirando, sosteniendo y acompañando nuestras buenas obras.
En Ella encuentra el niño la protección materna que le acompaña y guía
para crecer como su Hijo, «en sabiduría, en estatura y en gracia ante
Dios y ante los hombres».
En Ella encuentra el joven el modelo de una pureza que abre al amor
verdadero. En Ella encuentran los esposos refugio y modelo para hacer de
su unión una comunidad de vida y amor. En Ella encuentran las vírgenes y
los consagrados la señal cierta del ciento por uno prometido ya en esta
vida a todo el que se entrega con corazón indiviso al Señor. En Ella
encuentra todo cristiano y toda persona de buena voluntad el signo
luminoso de la esperanza. En particular, “desde que Dios la mirara con
amor, María se ha vuelto signo de esperanza para la muchedumbre de los
pobres, de los últimos de la tierra que han de ser los primeros en el
Reino de Dios”.
4. Al inicio del año litúrgico, en el tiempo del Adviento, la
celebración de la Inmaculada nos permite entrar con María en la
celebración de los misterios de la vida de Cristo, recordándonos la
poderosa intercesión de Nuestra Madre para obtener del Espíritu Santo la
capacidad de engendrar a Cristo en nuestra propia alma, como pidiera ya
en el siglo VII san Ildefonso de Toledo en una oración de gran hondura
interior: “Te pido, oh Virgen Santa, obtener a Jesús por mediación del
mismo Espíritu, por el que tú has engendrado a Jesús. Reciba mi alma a
Jesús por obra del Espíritu, por el cual tu carne ha concebido al mismo
Jesús (…). Que yo ame a Jesús en el mismo Espíritu, en el cual tú lo
adoras como Señor y lo contemplas como Hijo”.
Fuente: betania.es
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