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Ave María Purísima
José M. Pemán
Tienes una cinturita que anoche te la medí: con
media vara de guita catorce vueltas le di...¡y me sobró una poquita!
¿Lo comprendéis ahora todo? Aparte de otros mil motivos más hondos, un
pueblo que no se contenta con menos de que su novia tenga los ojos de
oro, y la garganta de plata, y la cintura capaz de envolverse catorce
veces en media vara de guita; un pueblo así, puesto a imaginar a su
Virgen, no podía imaginarla menos que Purísima e Inmaculada. Además:
¿qué mejor pretexto que éste de la Virgen sin mancha para amontonar
todas las cosas, y las palabras, y las metáforas más puras y suntuosas?
El alcanfor, el lirio, la azucena, la leche, todas las deslumbradoras
metáforas andaluzas de la blancura y la pureza estaban temblando de
impaciencia por ofrecerse a María. Ni pudieron esperar a la definición
dogmática de su Concepción.
Pero cuando la otra República –se lo oí contar a un tío mío-, se dictó
una disposición prohibiendo la tradicional invocación que a la
Inmaculada solían hacer los serenos al cantar la hora. Porque era
entonces costumbre que los vigilantes nocturnos cantaran de hora en
hora, anunciando el estado del tiempo, y era costumbre también que
empezaran su canturria, a modo de prologuillo, con una invocación
mariana:
¡Ave María Purísima!... ¡Las tres, y nublado!
Los hombres de los pueblos andaluces –cazadores o labriegos casi todos–
tenían así toda la noche su pequeño parte meteorológico, unido al
poético recuerdo piadoso. Cada hora, el cielo y la tierra llamaban a su
ventana.
Pero, como digo, el Gobierno ordenó suprimir esta costumbre. A Manué, el
sereno del barrio de mi tío, le pareció esto bien. Pues, aunque él era
piadoso y bueno, era federal y partidario de las ideas del progreso.
Creía resueltamente, como muchos andaluces, en Dios, en la Inmaculada,
en Santa Justa y Rufina, en los fantasmas, y en Pi y Margall.
Mi tío había discutido con Manué la orden gubernativa. Pretendía que
Manué no se diese por enterado y continuara cantando la jaculatoria
tradicional. Manué se había negado con razones abstractas y sonoras:
¡El progreso!...¡La libertad!
Pero mi tío era irónico y cazurro. A veces los sobrinos salen a los
tíos, dicho sea de paso. La primera noche en que la orden gubernativa
había de cumplirse, mi tío esperó sin acostarse. La noche pueblerina
empezó a deslizarse, por primera vez, triste, silenciosa, laica. Pero a
eso de las tres, mi tío abrió de repente su balcón, y llamó con fingida
angustia:
¡Manué!... ¡Manué!
Manué acudió solícito, con su gran bigote y su farol. Preguntó alarmado:
¿Qué ocurre?
¡Manué, que acaba de entrar un ladrón y se me ha llevado dos mil
pesetas!
El inmediato comentario de Manué fue espontáneo, inevitable:
¡Ave María Purísima!
Que ella me perdonde estos deshilvanados apuntes del día de sus loores.
Los tiempos son así: frívolos y ligeros. Por eso yo no he sabido hacer
más que esta croniquilla, hoy, que hubiera sido día de escribir, como
antaño, honda y lentamente, con pluma de cigüeña...
Salmo de las campanas
en el Día de la Purísima
Inmaculada siempre, y siempre pura,
diste ser, de tus carnes al Bien mío.
Así en la blanca altura
la limpia nieve se convierte en río
sin perder su limpieza y su blancura.
La carne de Dios llena
que redimió la tierra pecadora
atravesó, Señora,
tu carne de azucena,
como el cristal el rayo de la aurora.
Limpia, Madre, los cuerpos pecadores,
como limpian las aguas del riachuelo
los guijarros del suelo,
cuando van, entre jaras y entre flores,
cantando paz y reflejando cielo.
José María Pemán
Fuente: alfayomega.es
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