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Carta Apóstolica
Mulieris Dignitatem
Sobre la dignidad de la mujer
II Mujer, Madre de Dios (Theotókos)
SS Juan Pablo II
Unión
con Dios
3. «Al
llegar la plenitud de los tiempos envió Dios a su Hijo, nacido de
mujer». Con estas palabras de la Carta a los Gálatas (4, 4)
el apóstol Pablo relaciona entre sí los momentos principales que
determinan de modo esencial el cumplimiento del misterio «preestablecido
en Dios» (cf. Ef 1,9). El Hijo,Verbo consubstancial al Padre,
nace como hombre de una mujer cuando llega «la plenitud de los tiempos».
Este acontecimiento nos lleva al punto clave en la historia del
hombre en la tierra, entendida como historia de la salvación. Es
significativo que el Apóstol no llama a la Madre de Cristo con el
nombre propio de «María», sino que la llama «mujer», lo cual
establece una concordancia con las palabras del Protoevangelio en el Libro
del Génesis (cf. 3, 15). Precisamente aquella «mujer» está
presente en el acontecimiento salvífico central, que decide la «plenitud
de los tiempos» y que se realiza en ella y por medio de ella.
De esta
manera inicia el acontecimiento central, acontecimiento clave en la
historia de la salvación: la Pascua del Señor. Sin embargo, quizás
vale la pena considerarlo a partir de la historia espiritual del hombre
entendida de un modo más amplio, como se manifiesta a través de las
diversas religiones del mundo. Citamos aquí las palabras del Concilio
Vaticano II: «Los hombres esperan de las diversas religiones la
respuesta a los enigmas recónditos de la condición humana que,
ayer como hoy, conmueven íntimamente su corazón: ¿Qué es el hombre?
¿Cuál es el sentido y el fin de nuestra vida? ¿Qué es el bien y qué
es el pecado? ¿Cuál es el origen y el fin del dolor? ¿Cuál es el
camino para conseguir la verdadera felicidad? ¿Qué es la muerte, el
juicio y cuál la retribución después de la muerte? ¿Cuál es,
finalmente, aquel último e inefable misterio que envuelve nuestra
existencia, del cual procedemos y hacia el cual nos dirigimos?».(13)
«Ya desde la antigüedad y hasta nuestros días se encuentra en los
distintos pueblos una cierta percepción de aquella fuerza misteriosa
que se halla presente en la marcha de las cosas y en los acontecimientos
de la vida humana, y a veces también el conocimiento de la suma
Divinidad e incluso del Padre».(14)
Desde la
perspectiva de este vasto panorama, que pone en evidencia las
aspiraciones del espíritu humano a la búsqueda de Dios —a veces casi
como «caminando a tientas» (cf. Act 17, 27)—, la «plenitud
de los tiempos», de la que habla Pablo en su Carta, pone de relieve la
respuesta de Dios mismo «en el cual vivimos, nos movemos y
existimos» (cf. Act 17, 28). Este es el Dios que «muchas veces
y de muchos modos habló en el pasado a nuestros padres por medio de los
Profetas; en estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo»
(cf. Heb 1, 1-2). El envío de este Hijo, consubstancial al
Padre, como hombre «nacido de mujer», constituye el punto
culminante y definitivo de la autorrevelación de Dios a la humanidad. Esta
autorrevelación posee un carácter salvífico, como enseña en
otro lugar el Concilio Vaticano II: «Quiso Dios con su bondad y sabiduría
revelarse a Sí mismo y manifestar el misterio de su voluntad (cf. Ef
1, 9): por Cristo, la Palabra hecha carne, y con el Espíritu Santo,
pueden los hombres llegar hasta el Padre y participar de la naturaleza
divina (cf. Ef 2, 18;2 Pe 1, 4)».(15)
La mujer se
encuentra en el corazón mismo de este acontecimiento salvífico. La
autorrevelación de Dios, que es la inescrutable unidad de la Trinidad,
está contenida, en sus líneas fundamentales, en la anunciación de
Nazaret. «Vas a concebir en el seno y vas a dar a luz un hijo a
quien pondrás por nombre Jesús. Él será grande y será llamado Hijo
del Altísimo». «¿Cómo será esto puesto que no conozco varón?» «El
Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá
con su sombra; por eso el que ha de nacer será santo y será llamado
Hijo de Dios (...) ninguna cosa es imposible para Dios» (Lc 1,
31. 37).(16)
Es fácil
recordar este acontecimiento en la perspectiva de la historia de
Israel —el pueblo elegido del cual es hija María—, aunque también
es fácil recordarlo en la perspectiva de todos aquellos caminos en los
que la humanidad desde siempre busca una respuesta a las preguntas
fundamentales y, a la vez, definitivas que más le angustian. ¿No se
encuentra quizás en la Anunciación de Nazaret el comienzo de aquella
respuesta definitiva, mediante la cual Dios mismo sale al encuentro
de las inquietudes del corazón del hombre?(17) Aquí no se trata
solamente de palabras reveladas por Dios a través de los Profetas, sino
que con la respuesta de María realmente «el Verbo se hace carne» (cf.
Jn 1, 14).De esta manera, María alcanza tal unión con
Dios que supera todas las expectativas del espíritu humano. Supera
incluso las expectativas de todo Israel y, en particular, de las hijas
del pueblo elegido, las cuales, basándose en la promesa, podían
esperar que una de ellas llegaría a ser un día madre del Mesías. Sin
embargo, ¿quién podía suponer que el Mesías prometido sería el «Hijo
del Altísimo»? Esto era algo difícilmente imaginable según la fe
monoteísta veterotestamentaria. Solamente en virtud del Espíritu
Santo, que «extendió su sombra» sobre ella, María pudo aceptar lo
que era «imposible para los hombres, pero posible para Dios» (cf. Mc
10, 27).
Theotókos
4. De esta
manera «la plenitud de los tiempos» manifiesta la dignidad
extraordinaria de la «mujer». Esta dignidad consiste, por una parte,
en la elevación sobrenatural a la unión con Dios en Jesucristo,
que determina la finalidad tan profunda de la existencia de cada hombre
tanto sobre la tierra como en la eternidad. Desde este punto de vista,
la «mujer» es la representante y arquetipo de todo el género humano,
es decir, representa aquella humanidad que es propia de todos los
seres humanos, ya sean hombres o mujeres. Por otra parte, el
acontecimiento de Nazaret pone en evidencia un modo de unión con el
Dios vivo, que es propio sólo de la «mujer», de María, esto
es, la unión entre madre e hijo. En efecto, la Virgen de Nazaret
se convierte en la Madre de Dios.
Esta verdad,
asumida desde el principio por la fe cristiana, tuvo una formulación
solemne en el Concilio de Efeso (a. 431).(18) En contraposición a
Nestorio, que consideraba a María exclusivamente como madre de Jesús-hombre,
este Concilio puso de relieve el significado esencial de la maternidad
de la Virgen María. En el momento de la Anunciación, pronunciando su
«fiat», María concibió un hombre que era Hijo de Dios,
consubstancial al Padre. Por consiguiente, es verdaderamente la Madre
de Dios, puesto que la maternidad abarca toda la persona y no sólo
el cuerpo, así como tampoco la «naturaleza» humana. De este modo, el
nombre «Theotókos» —Madre de Dios— viene a ser el nombre
propio de la unión con Dios, concedido a la Virgen María.
La unión
particular de la «Theotókos» con Dios, —que realiza del modo más
eminente la predestinación sobrenatural a la unión con el Padre
concedida a todos los hombres («filii in Filio»)— es pura gracia y,
como tal, un don del Espíritu. Sin embargo, y mediante una
respuesta desde la fe, María expresa al mismo tiempo su libre voluntad
y, por consiguiente, la participación plena del «yo» personal y
femenino en el hecho de la encarnación. Con su «fiat» María se
convirtió en el sujeto auténtico de aquella unión con Dios que se
realizó en el Misterio de la encarnación del Verbo consubstancial al
Padre. Toda la acción de Dios en la historia de los hombres respeta
siempre la voluntad libre del «yo» humano. Lo mismo acontece en la
anunciación de Nazaret.
«Servir
quiere decir reinar»
5. Este
acontecimiento posee un claro carácter interpersonal: es un diálogo.
No lo comprendemos plenamente si no situamos toda la conversación entre
el ángel y María en el saludo: «llena de gracia».(19) Todo el diálogo
de la anunciación revela la dimensión esencial del acontecimiento: la
dimensión sobrenatural (***). Pero la gracia no prescinde nunca
de la naturaleza ni la anula, antes bien la perfecciona y la ennoblece.
Por lo tanto, aquella «plenitud de gracia» concedida a la Virgen de
Nazaret, en previsión de que llegaría a ser «Theotókos», significa
al mismo tiempo la plenitud de la perfección de lo «que
es característico de la mujer», de «lo que es femenino».
Nos encontramos aquí, en cierto sentido, en el punto culminante, el
arquetipo de la dignidad personal de la mujer.
Cuando María,
la «llena de gracia», responde a las palabras del mensajero celestial
con su «fiat», siente la necesidad de expresar su relación personal
ante el don que le ha sido revelado diciendo: «He aquí la esclava
del Señor» (Lc 1, 38). A esta frase no se la puede privar
ni disminuir de su sentido profundo, sacándola artificialmente del
contexto del acontecimiento y de todo el contenido de la verdad revelada
sobre Dios y sobre el hombre. En la expresión «esclava del Señor» se
deja traslucir toda la conciencia que María tiene de ser criatura en
relación con Dios. Sin embargo, la palabra «esclava», que encontramos
hacia el final del diálogo de la Anunciación, se encuadra en la
perspectiva de la historia de la Madre y del Hijo. De hecho, este Hijo,
que es el verdadero y consubstancial «Hijo del Altísimo», dirá
muchas veces de sí mismo, especialmente en el momento culminante de su
misión: «El Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir»
(Mc 10, 45).
Cristo es
siempre consciente de ser el «Siervo del Señor», según la profecía
de Isaías (cf. 42, 1; 49, 3. 6; 52, 13), en la cual se encierra
el contenido esencial de su misión mesiánica: la conciencia de ser el
Redentor del mundo. María, desde el primer momento de su
maternidad divina, de su unión con el Hijo que «el Padre ha enviado al
mundo, para que el mundo se salve por él» (cf. Jn 3, 17), se
inserta en el servicio mesiánico de Cristo.(20) Precisamente este
servicio constituye el fundamento mismo de aquel Reino, en el cual «servir»
(...) quiere decir «reinar».(21) Cristo, «Siervo del Señor»,
manifestará a todos los hombres la dignidad real del servicio, con la
cual se relaciona directamente la vocación de cada hombre.
De esta
manera, considerando la realidad mujer-Madre de Dios, entramos del modo
más oportuno en la presente meditación del Año Mariano. Esta realidad
determina también el horizonte esencial de la reflexión
sobre la dignidad y sobre la vocación de la mujer. Al pensar, decir
o hacer algo en orden a la dignidad y vocación de la mujer, no se deben
separar de esta perspectiva el pensamiento, el corazón y las obras. La
dignidad de cada hombre y su vocación correspondiente encuentran su
realización definitiva en la unión con Dios. María —la mujer
de la Biblia— es la expresión más completa de esta dignidad y de
esta vocación. En efecto, cada hombre —varón o mujer— creado a
imagen y semejanza de Dios, no puede llegar a realizarse fuera de la
dimensión de esta imagen y semejanza.
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