Solemnidad de Santa María, Madre de Dios

Mons. Dr. Gustavo Enrique Podestá

 

Homilía

Lc. 2, 16-21 
A la manera de la Pascua, Navidad tiene su octava. Ocho días que se entienden litúrgicamente como uno solo: un prolongado 25 de Diciembre de 192 horas en donde en todas las celebraciones se dice “en este día en que la Virgen María dio a luz al Salvador del mundo”. Y esos ocho días, esa octava se cierra con la solemnidad de Santa María Madre de Dios. Porque es bueno que, en comunión con la Iglesia de todos los tiempos, con las palabras del Concilio de Éfeso, “confesemos que el Emmanuel es realmente Dios, y que por esta razón, la Santísima Virgen es Madre de Dios, pues Ella ha dado a luz según la carne, al Verbo de Dios hecho carne.” Con este solemne pronunciamiento el tercer Concilio Ecuménico de la historia de la Iglesia, proclamaba, el 11 de octubre de 431, la maternidad divina de María, contra los errores nestorianos que le negaban tal carácter, aduciendo que Dios no tiene ni puede tener madre. En el fondo negando calidad divina a Nuestro Señor y, por lo tanto, haciendo vana la Navidad, la Encarnación, nuestra vocación de cielo. 

Con este título –Madre de Dios-, en este Buenos Aires descreído, los cristianos proclamamos, pues, que ella no es solo una figura amable, reproducida en cantidad de imágenes frente a las cuales presentar solo el dolor, el vacío o las urgencias o conveniencias de nuestras necesidades temporales, sino la mediadora de la Gracia, lo sobrenatural, lo divino, sobre todo de la gracia que nos libera del límite de nuestras culpas, de nuestros pecados y que tienen fuerza -haciéndonos partícipes de la divinidad de su Hijo- para llevarnos al cielo.

Con este título –Madre de Dios- decimos que su hijo no es simplemente un hombre sabio, el par de Confucio o de Sidartha Gautama o de Mahoma, supuestos voceros de cualquier sabiduría de este mundo, gurúes de lo humano, maestros de autoayuda y, mucho menos, promotor de revoluciones sociales o garante de justicia social ni de la democracia o los derechos humanos, sino el mismísimo Dios, potente para elevarnos, más allá de las miserias o utopías de este mundo y del linde de lo humano, a Su celeste morada.

En estos días de Navidad los cristianos proclamamos, pues, de un modo más explícito nuestra fe en la Encarnación. Creemos firmemente que el Hijo de Dios, Uno con el Padre, Eterno, Invisible, Inmenso, asume nuestra naturaleza humana. “El Verbo se hace carne”. El Inmenso se deja contener en el claustro de una madre que es también virgen, porque, de lo solamente humano, no puede salir sino lo humano, “la carne es carne, el espíritu es espíritu”, decía Jesús a Nicodemo. Y es el Espíritu Santo no la carne el que ‘cubre a María con su sombra’. 

El Hijo de Dios se hace hijo de María y Ella nos lo entrega como hermano y, si aceptamos su fraternidad -en fe, esperanza y caridad- ella media la Gracia que nos hace también sus hijos. 

María, según los primeros teólogos, los llamados santos padres, que gustaban ver a la Virgen en anticipos del Antiguo testamento, es como la zarza ardiente vista por Moisés ardiendo sin nunca consumirse. También María, abrasada por el fuego del amor divino, da a luz al hijo de Dios, luz y fuego, sin consumirse, por siempre Virgen y fecunda (Ex 3, 1-3). 

María es como la vara de Aarón, el sacerdote compañero de Moisés, rama seca y sin vida, que echa brotes y florece de la noche a la mañana en virtud de la palabra de Dios. También Ella, en la pobreza asumida de su virginidad humanamente infecunda, sin vida en su seno cerrado; mas dando el Fruto bendito en virtud de la palabra que le es dirigida y en la que cree (Num 17, 16-24). 

María es la pequeña nube en el horizonte que ve Elías sobre al mar desde la cima del monte Carmelo, anticipando que se acabarán los largos años de sequía que han dejado yerma la tierra de Israel y traerá la lluvia abundante que devolverá fertilidad al pueblo elegido (I Reyes 18, 41-46). 

Y así siguiendo.... 

Un himno mariano de la liturgia bizantina, multiplicando comparaciones de este tipo, al modo de letanías, canta las glorias de María repitiendo incansablemente: “Alégrate” 

El arcángel Gabriel es enviado desde lo alto para decir a la Madre de Dios: ¡Alégrate!. 

Y al verte, Señor, encarnarte, exclama maravillado: ¡Alégrate! 
Alégrate, resplandor de gozo! 
Alégrate; tú que levantas al hombre de su bajeza! 
Alégrate, por ti Eva no llora más. 
Alégrate, montaña inaccesible a los pensamientos de los hombres! 
Alégrate, abismo impenetrable hasta para los ángeles! 
Alégrate, tú, trono y el palacio del Rey 
Alégrate, tú que llevas al que lo lleva todo. 
Alégrate, estrella que anuncia el Sol naciente, 
Alégrate, tabernáculo de la divina encarnación, 
Alégrate, tú que renuevas toda creatura, 
Alégrate, tú por quien el Creador se hace Niño pequeño! 
Alégrate, esposa no desposada! 

Hagamos nuestro este canto jubiloso y esa alegría –sobre todo en medio de nuestras penas y soledades- y unamos nuestra acción de gracias a la de los santos de todos los tiempos. Porque somos, también nosotros, hijos de esta Madre Virgen y estamos bajo su amparo. Alegrémonos en este día porque Dios ha obrado en Ella maravillas, y Ella sí, que es, nueva Eva, “carne de nuestra carne y hueso de nuestros huesos”. Y por eso Madre de Dios y madre nuestra. 

Que María convierta la esterilidad de nuestros actos infecundos en actos de gracia, de cristiana alegría, para que, aún en la estrechez y dificultades de los argentinos, el 2004 nos sirva para hacernos más santos –que es lo único para lo que sirve el tiempo-, más hijos de la Admirable Madre, opulentos herederos de Cielo.