Santa María, Madre de Dios

Mons. Dr. Gustavo Enrique Podestá  

 

Homilía

Ana Catalina Emmerich, una religiosa agustina de Westfalia, muerta en el 1824, ha sido una de las más conocidas estigmatizadas de la historia. Estigmatizados son, como Vds. saben, aquellos a quienes espontáneamente les aparecen en manos, pies y costados, con especial notoriedad durante semana santa, las llagas de Jesús crucificado. De los tantos, son bien conocidos los casos de San Francisco de Asís y recientemente del Padre Pío de Pietralcina. Los teólogos, siempre más racionalistas que los fieles, tienden a desconfiar de estos fenómenos de índole psicosomático y a dudar de su origen estrictamente sobrenatural, pero el común de los católicos -y aún de médicos y psiquiatras- no pueden sino quedar impresionados frente a estas manifestaciones que ciertamente escapan a lo normal.

Ana Catalina Emmerich unía, a esta sintomatología tan dolorosa en sus viernes santos, visiones que, luego de sus éxtasis, relataba a su confesor Clemente Brentano. Sus visiones se referían especialmente a la vida de Jesús. Brentano las recopilaba y, con ellas, escribió una vida de Cristo y de María que parecía llenar muchísimas lagunas de lo que de ellos nos narran los evangelios. Estas visiones de Catalina Emmerich así publicadas gozaron de mucha popularidad en ciertos medios católicos. Todavía, estando en el seminario, tuve más de un compañero que alimentaban con esta obra su piedad.

Más allá de la verosimilitud de muchos detalles vistos y narrados por Catalina difícilmente aceptables por la crítica moderna, es indudable que la obra se refiere a la vida del Señor con enorme fe, respeto y cristiana devoción.

Pero en el siglo pasado hubo gente que le prestó una credulidad absoluta. Tanto es así que cuando Catalina Emmerich habla de los últimos años de la vida de la santísima Virgen, que permaneció -según ella- hasta los 63 años en Éfeso, lugar en que residía con el evangelista Juan, y describe cuidadosamente la casa que habitaban, sacerdotes de Esmirna, cerca de Efeso, decidieron realizar una expedición arqueológica, encabezada por el P. Yung, un lazarista, al lugar así descripto. Después de varias semanas de búsquedas hallaron unas ruinas que concordaban exactamente con la pintura pormenorizada que de ellas hacía Catalina Emmerich que, por supuesto, jamás había dejado su Prusia renana.

Más aún, los investigadores se encontraron con descendientes de los cristianos de Efeso refugiados en las montañas de Serincia desde la ocupación turca, que mantenían la tradición de bajar una vez al año a ese lugar, llamado por ellos, medio en griego, medio en turco, Panaya Kapulu, que se traduce "puerta o casa de la santísima Virgen".

No por nada, en el año 431 de nuestra era, fue en Efeso que se reunió el tercer Concilio Ecuménico de la Iglesia que declaró solemnemente, contra la herejía nestoriana, que María era verdaderamente la Madre de Dios.

Vale la pena recorrer hoy las ruinas de Efeso, no solo para visitar piadosamente el santuario de la casa de María, restaurada en nuestros días, sino para ver los restos grandiosos de lo que fue en época romana la capital de la provincia de Asia Menor, con su magnífico anfiteatro, sus calles pavimentadas en mármol, los restos de la grandiosa basílica constantiniana de San Juan Evangelista, y lo poco que queda de los que fue una de las siete maravillas de la antigüedad, el templo de Artemisa o de Diana, destruido por los godos en el 262 después de Cristo.

Artemisa, cazadora nocturna, personificación de la luna y hermana gemela de Apolo, el sol, era una diosa maligna que provocaba entre otras cosas la muerte de las parturientas, ya que ella, virgen yerma, odiaba la maternidad. Por eso era aplacada por los efesios en su magnífico templo, para que permitiera a las embarazadas dar a luz sin incurrir en su enojo.

De hecho, fue en Efeso, luego del incendio de su templo por los godos e introducido el cristianismo, donde ese culto temeroso que se le daba a Artemisa, fue rápidamente suplantado por el que se brindó a María, como madre de Dios en lo que se creía la casa donde había habitado. Ya no la virgen estéril dispensadora de muertes repentinas, sino la dadora de vida. Así la llamaron crudamente los efesios a María: 'la que pare a Dios': 'Deípara', en latín o 'zeotókos', en griego. Literalmente, pues, 'la paridora de Dios' o, más finamente dicho: la madre de Dios. Es desde la humilde morada de la Virgen en Efeso que este título de la Virgen, 'teotokos', se extendió rápidamente a todo el mundo grecoromano.

No es extraño pues que, cuando Nestorio, un monje medio racionalista elevado al patriarcado de Constantinopla, por entonces capital del imperio romano de Oriente, teólogo sutil que había sido preparado en las prestigiosa facultad de Teología de Antioquía, pretendió, allá por el año 430, corregir este título afirmando que era equívoco hablar de una madre de Dios y que era mejor llamar a María, en vez de zeotocos, cristotocos, es decir, madre de Cristo, el mismo pueblo fue el que protestó tumultuosamente.

En verdad, aunque el pueblo que protestaba no lo sabía, las afirmaciones de Nestorio vulneraban no solo un título mariano sino la doctrina sobre Cristo.

Todavía existían en la Iglesia grandes vacilaciones para expresar el cómo de la encarnación. Algunos hablaban de una especie de disolución de lo humano en lo divino, como Apolinar; otros de una unidad substancial lograda por la mezcla de la naturaleza de Dios con la del hombre. Ambas afirmaciones disparatadas, porque en un caso si lo humano se disolvía en lo divino Jesús dejaba de ser verdaderamente hombre y en el otro, si se mezclaba lo divino con lo humano, amén de lo absurdo que es pensar que ello fuera posible, introduciría en Dios un cambio, una mutación incompatible con su perfección y eternidad. Nestorio por eso hablaba solo de una conjunción, o de una habitación de lo divino en lo humano, u, otras veces, de una superposición, a la manera de un vestido que se ciñera fuertemente al cuerpo. Claro, esto destruía la unidad de Cristo, acababa con la intuición de los autores del nuevo testamento, que estaban convencidos de que señalando a Jesús, también se estaba señalando a Dios. Así se anulaba la realidad de la encarnación y, en consecuencia, se hacía imposible para el hombre alcanzar lo divino.

Pero, si la encarnación no era lo que afirmaba Nestorio, ni tampoco una mezcla, ni una especie de unificación substancial de lo divino y humano a la manera como el alma se une con el cuerpo, ¿como afirmar la unidad de Cristo al mismo tiempo que la distinción de sus naturalezas humana y divina? Siguiendo a San Cirilo de Alejandría, gran adversario de Nestorio, Efeso la llamará unidad realizada 'de modo inefable e incomprensible' y sostendrá -puliendo su vocabulario- que esta unión se hace no en la substancia o en la naturaleza, sino en la hipóstasis, es decir en el fundamento metafísico de la persona, de tal manera que permaneciendo la diferencia substancial de sus naturalezas humana y divina, "ese encuentro -dice Éfeso- nos ofrece un solo Señor, un solo Cristo, un solo Hijo".

"Es así", termina Cirilo en palabras que aprueba el concilio de Efeso, "que no dudaron los santos padres (de la Iglesia) en llamar madre de Dios -zeotokon- a la santa Virgen, no porque la naturaleza del Verbo o su divinidad tomaran de la santa Virgen el principio de su ser, sino porque de ella se formó aquel sagrado cuerpo animado de un alma racional, al que se unió hipostáticamente el Logos que se dice engendrado según la carne."

Es verdad que eran palabras difíciles y la gente mucho no las comprendía -y quizá ni siquiera los obispos que las redactaron- pero, cuando el concilio aprobó finalmente contra Nestorio la legitimidad del título de María como madre de Dios, dicen los cronistas de la época que el pueblo en masa salió a festejar con antorchas y música por las calles de Efeso vitoreando y llevando en andas a los obispos hacia la casa de la Virgen. Sin entender mucho las graves consecuencias teológicas que respecto a la encarnación y la redención conllevaba el ambiguo lenguaje de Nestorio, el pueblo fiel, llevado por su amor a la Virgen, había resultado finalmente más perspicaz que los inteligentes teólogos.

No sería ni la primera ni la última vez que la devoción a María salvaría a la Iglesia del error y de la herejía. Así como en la realidad histórica María juega el papel único de haber sido ella como mujer y como creyente el lugar donde sin confusiones se unen Dios y el hombre, el cielo y la tierra, ella seguirá siendo en la historia de la Iglesia la piedra de toque del equilibrio entre lo sobrenatural y lo humano, entre la gracia y la naturaleza, entre la fé y la razón, continuando su maternidad inefable en todos los cristianos y ayudándolos a vivir siempre en la tierra bien humanos, bien varones y mujeres, pero, mediante la gracia, con la mirada bien puesta en el cielo.

Es esa mirada hacia nuestro último fin, hacia el cielo, la que la Iglesia quiere que en el comienzo del nuevo año, levantemos antes de que el desgaste de los meses y de los días nos la haga inclinar demasiado hacia las cosas de esta tierra. El único sentido del tiempo nuevo que Dios nos concede de vida es que en el nos santifiquemos, crezcamos en gracia, avancemos hacia la santidad.

Es por ello que la liturgia pretende que, en la inauguración del año nuevo, esté especialmente presente la madre de Dios, la madre de Jesús, la que también a nosotros nos fue entregada por madre, para que ella que, siendo madre de lo humano de Jesús, fue bien madre admirable en Él de lo divino, siendo madre nuestra, se haga bien madre de nuestro crecer este año en gracia y en santidad.

Fuente: Madre Admirable