Santa María, Madre de Dios


Arquidiócesis de San Luis de Potosí, México

 

Homilía

María, mujer contemplativa

«Cuando se cumplió el tiempo, envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer» (Gálatas 4,4). Dios ha querido nacer de una mujer. El Hijo de Dios ha querido asumir el proceso biológico humano como todos los hombres, nacer llorando, pasar largos ratos durmiendo, someterse a todas las necesidades fisiológicas, depender de su madre, como todos nosotros. Despertó al Niño Jesús el parloteo de los pastores. Unos le cogieron en brazos, otros le acariciaron, y Él correspondía con una sonrisa. Ha querido ser acunado por su madre, recibir bellos y encendidos piropos y ser cubierto de besos mientras es amamantado y mecido.

San José también lo toma en sus brazos con naturalidad y con un cariño inmenso agradeciendo, loco de alegría, la gran vocación y confianza que ha recibido del Padre. Pero no están siempre en adoración del Niño. Hay que hacer cosas, limpiar el establo, encender el fuego, preparar comida, lavar los pañales del Niño, atender con cariño a los pastores y a los vecinos que fueron llegando también poco a poco.

Y después, cuando todos se fueron, y se quedaron solos, María pensaba, María es una mujer contemplativa, como se deduce de las palabras del Evangelio: «María conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón» (Lucas 2, 16). Había escuchado a los pastores y ahora medita en su corazón. María sabe leer los signos de los tiempos y los signos de Dios. No es que María daba vueltas en su mente a las imágenes de los pastores: si jóvenes, si viejos, si rudos, si muchos, si pocos, si altos, si bajos, si de pelo negro, o de ojos grandes, o pequeños, sino que se pierde en Dios.

María cumple la misión del hombre: «Dios ha llamado y llama al hombre a adherirse a Él con la total plenitud de su ser en la perpetua comunión de la incorruptible vida divina» (GS 18). La contemplación acerca intuitivamente a Dios, es afectiva, y estable comunión integradora y unificante.
Cuando María contempla, admira, se asombra, alaba, se enternece, glorifica, da gracias, se ofrece, se entrega. Sale de sí misma. Se extasía, se abisma en la «profundidad de la riqueza, de la sabiduría y ciencia de Dios y comprende cuán insondables son sus pensamientos, y cuán indescifrables sus caminos» (Rom 11, 33). Y se convierte en una mujer madura y grande, inalterable y equilibrada, viviendo en la atmósfera de paz que el mismo Dios le contagia. «Tiene en Dios clavada la mirada y el corazón» (Pablo VI).

Sólo María calla. Dios habló a Abrahan y a Moisés y envió a los Profetas para que hablaran a nuestros padres. «Ahora, en esta etapa final nos ha hablado por su Hijo» (Heb 1,1).
Al nacer el Hijo de Dios, hablan los ángeles, los pastores, los reyes venidos de Oriente. Hablarán Simeón y Ana en el templo. Sólo María calla, absorta en el misterio. Sólo la Madre, guarda silencio.

Al imponerle al Niño el nombre, al ser circuncidado, José ejerció el derecho y el deber del padre. Así se lo había mandado el ángel: «Al cumplirse los ocho días, cuando tocaba circuncidar al Niño, le pusieron por nombre Jesús, como lo había llamado el ángel antes de su concepción» (Lucas 2, 21).

Jesús significa Dios que salva de todo mal. A todos los hombres, de todos los males, que en el fondo, son privación de la plenitud de la vida verdadera, corporal, espiritual, moral. El dolor, el error y la ignorancia. Y nos sigue librando hoy y ahora, en la eucaristía, donde «tiene piedad y nos bendice, e ilumina su rostro sobre nosotros» (Salmo 66).