Solemnidad de María, Madre de Dios

Mons. Dr. Gustavo Enrique Podestá

      

Lc. 2, 16-21
No hay quien, en nuestros días, no marque el transcurrir de sus jornadas y de su vida mediante el calendario y el reloj. Mirar nuestras muñecas y observar la posición de la agujas o la cifra digital, consultar nuestras ‘palms’ o nuestras ‘laptops’ ‑o, los más atrasados, sus agendas‑, para ubicarnos en el tiempo, es el gesto natural de miembros de una sociedad marcada a fuego por la tecnología. Aún observando fotos que nos llegan de lejanos lugares de África o de desoladas tierras de Afganistán podemos reparar que hasta el más desnudo, el más pobre, lleva atado a su muñeca un reloj. No será un Rolex un Pathé Philippe pero, al menos, alguno trucho ‘made in China’.

Pero con una Palm, con un Omega, no se hubiera arreglado un antiguo habitante de nuestro Buenos Aires colonial. Los ritmos de los días y de los años se normaban de otra manera, mucho más primitiva, pero, sobre todo, más cristiana.

No eran los ‘pi pi’ de las radios, ni la señorita del teléfono, ni los relojes de los municipios ‑como después de la Revolución Francesa en Europa‑, los que determinaban los tiempos, sino las campanas de las Iglesias, único sonido artificial en aquella época que, integrándose con el de la naturaleza, llegaba hasta lejano el campo de los alrededores de los pueblos con su voz amiga, con su cálida sugerencia de la presencia de Dios.

Al toque del alba, repicando los campanarios de la muy noble ciudad de Santa María de los Buenos Aires, no solo eran los frailes de San Francisco, la Merced o Santo Domingo, quienes acudían al coro a rezar, sino que todo el vecindario comenzaba a ponerse en movimiento acudiendo a sus tareas, a la Plaza Mayor, a los mercados. O a las iglesias para oír las primeras misas y dar gracias por el nuevo día. Todos madrugaban en Buenos Aires con la luz del sol. La actividad religiosa, en la alta sociedad, ocupaba el primer lugar entre sus ocupaciones diarias, ya que caballeros y damas y personas de distinción acudían a la Misa Mayor de la Catedral. O alternaban, según el santo del día, o por algún funeral –que los había muchos‑ o toma de hábito de alguna religiosa, por las distintas iglesias, capillas o conventos porteños.

Al toque de las campanas que marcaban el comienzo de la Misa Mayor, entre toda la gente que llenaba la Plaza Mayor –luego de Mayo‑ o estaba en los negocios o en el mercado o en la vieja recova, existía la piadosa costumbre de rezar el Credo. No eran, pues, las ocho de la mañana, era ‘la hora del Credo’. Las once, más prosaicamente, también anunciada por las campanas, era ‘la hora del almuerzo’. Y, luego de dar las campanadas del Ángelus a las doce –que no eran las doce, sino la ‘hora del Ángelus del mediodía’‑ ¡guay de campanas y campaneros! Porque, salvo arrebato de malones o de presencia de enemigos, era la sagradísima hora de la siesta.

A las dos y media se comenzaba a llamar a las Vísperas, que en aquel entonces se recitaban a las tres de la tarde, y la población reiniciaba su actividad. Los religiosos, canónigos y capellanes acudían al rezo. El gobernador –o, luego, el virrey‑ se dirigía a su despacho y comenzaba las entrevistas. Procuradores, abogados y notarios ‑cuando los hubo, que, gracias a Dios, hasta casi el virreinato no existían‑ se dirigían a la Real Audiencia o los Tribunales. Y el resto de la población a sus oficios o actividades domésticas. Al atardecer, daban el toque del Ángelus vespertino, que no eran las seis o siete de la tarde sino eso: ‘la hora del Ángelus’, y todos, descubriéndose, deteniéndose en la calle, rezaban la oración mariana, para dirigirse luego a cenar.

Volvían a redoblar las campanas a la ‘hora de las Animas’, lo cual se hacía a las ocho; pero que ‘hora de las Ánimas’ se llamaba, porque todos allí recordaban y rezaban por sus muertos, generalmente el Rosario, la familia reunida con su servidumbre. Y, a partir de entonces, el silencio era casi completo y prácticamente nadie transitaba por las desiertas calles. El último toque, a las nueve de la noche, era para pedir por los agonizantes y por los que se hallaban en pecado mortal. Así, ‘pa los agonizantes’ ‑como diciendo que había llegado tardísimo‑ cuenta Concolorcorvo que arribó extenuado a Córdoba.

Las fechas no eran números ni arábigos ni romanos contando sus treinta días o sus doce meses, sino fiestas religiosas que iban jalonando el año. Además de los domingos, ¡cuarenta fiestas de precepto!. La mayoría abolidas por la Asamblea del año XIII, ‑como luego Sarmiento prohibiría el toque de campanas‑ en clima de sana alegría, sin trabajos serviles, sin ventas y compras de mercado: solo asistencia a Misa, a sermones, a procesiones. Las celebraciones importantes como San Martín de Tours, Corpus Christi, Navidad, Pascua, acompañadas de jolgorios populares, corridas de toros, juegos, chocolate y golosinas para los niños.

Así no había, para la mayoría, días y meses contabilizados, sino fechas festivas que marcaban zonas del año: ‘para Pascua Florida’, ‘pa Santiago Apóstol’, ‘para Todos los Santos’...

Curiosamente no se registra en nuestras crónicas –y, hay que decirlo, ni del resto de América Española ni, me parece, de Europa‑ el que el año nuevo tuviera un festejo especial. Ni reuniones, ni cohetería, ni champán, ni nada que se le parezca... Era un día más, importante quizá para los notarios porque debían cambiar registros, o por la fiesta de la Circuncisión del Señor que se celebraba el uno, pero que no suscitaba ningún calor popular, ni despedida, ni recepción del año. Es evidente que la gente de entonces era menos boba que ahora. Vivía sus renovaciones espirituales periódicas en la purificación de la Cuaresma, del Adviento, en los nuevos bríos de la Navidad, ciertamente en la nueva alegría de la Pascua. La Pascua era el pivote del año, no el tonto uno de Enero. En todo caso cada cual festejaba ‘su santo’, es decir su cumpleaños, ya que generalmente recibía el nombre del santo del día en que nacía. Y de allí en adelante contaba sus años de vida, sabiendo que ellos eran el marco finito del lapso de tiempo que Dios le daba en esta tierra para servir al Señor y a su prójimo y ganarse el cielo.

Estos años nuevos que nuestra decadente civilización festeja y aquí en la Argentina, al menos, nacen viejos de entrada, no engañaban a nadie. La vida seguía igual, ni año nuevo, ni siglo nuevo, ni milenio nuevo que se computara en cifras. Solo la reparación de la vetustez del pecado, memorada en Pascua, en Navidad, podía significar algo de verdaderamente nuevo para el cristiano, preanunciando la aparición de los nuevos tiempos, los nuevos cielos y la nueva tierra definitivos del Reino.

Pero no es malo que, ya que estaba, la Iglesia haya querido cristianizar este festejo profano poniéndolo, a partir de la reforma del calendario de Pablo VI, bajo la advocación de la Santísima Virgen, Madre de Dios. Lo cual adquiere particular significado en nuestras tierras americanas. Al fin y al cabo Ella no solo es la inauguración del misterio Pascual en su Inmaculado Seno, primicia de la nueva humanidad y de los tiempos nuevos, sino quien, en su figura tierna, amable, significó una verdadera revolución en las poblaciones de estas tierras.

Por supuesto que ya los españoles –y que hubo mejores y peores ya lo sabemos‑ vinieron a estas comarcas marcados por una profunda devoción a la Virgen. Pero lo que en ellos era señal de honda fe y de caballeros que aman y respetan a su madre y a su dama, en los indios significó la transición abismal desde la superstición cruel a la que los sometían sus repugnantes dioses y diosas sedientos de sangre, de ritos aberrantes, de malévolas intenciones, de demoníacas trampas, de nocturnos terrores... a la paz, la sonrisa, la belleza, la bondad de una Virgen María que tanto más brillaba cuanto que, aún socialmente, la mujer, en amerindia, era esclava de los varones.

Y, hay que decirlo, Jesús crucificado, aunque unido a los sufrimientos de los indios, a sus penas, a sus desdichas tribales, los consolaba es verdad teóricamente en su asumir todos sus dolores. Pero, el cruel ajusticiamiento de la cruz, ‘aplacando’ aparentemente al Padre, mucho les recordaba la insana ferocidad de sus malvados dioses. No era fácil a los misioneros explicarles que no se trataba de aplacar, o de pagar, o de satisfacer a ningún Dios ofendido y que otro era el sentido de la cruz: cuestión de amor. Más fácil predicarles la bondad maternal de Dios reflejada en el rostro bondadoso y femenino de María. El pueblo americano, pues, y todos los pueblos europeos que de alguna manera hicieron alguna simbiosis con su cultura, vivió por ello muy fuertemente su piedad mariana.

Por supuesto, que esta piedad espontánea debió ser dirigida e iluminada por los misioneros. Los antiguos catecismos redactados para los indios en Méjico, en Perú, en la mismísima Argentina todavía en pañales, reflejan esta inquietud. No deificar a María, explicar el sentido de su maternidad, poner siempre a la Virgen en relación de creatura con Dios, en dependencia de la misión redentora de Jesús...

El primer catecismo para indios –después los hubo centenares en todas las lenguas y dialectos indígenas, y de diversos autores‑ fue el del dominico Fray Pedro de Córdoba, redactado en la Española, hoy Santo Domingo, cuna del catolicismo indiano, lugar donde ‑al decir de Juan Pablo II cuando visitó esas tierras‑, “se plantó la primera cruz, se celebró la primera Misa y se recitó la primera Avemaría.”

Fray Pedro murió en 1521 en Santo Domingo cuando ya su catecismo se había difundido por la isla, las Antillas y Cuba, pero la primera edición impresa que conservamos es del 1544, adaptada a los aztecas, y en cuya portada podía leerse: “Doctrina cristiana para instrucción y información de los indios: por manera de historia. Compuesta por el muy Reverendo Padre Fray Pedro de Córdoba de buena memoria; primero fundador de la Orden de los Predicadores en las islas del Mar Océano... La cual doctrina fue vista y examinada y aprobada por el muy R. S. el Licenciado Tello de Sandobal, Inquisidor y Visitador en esta Nueva España por Su Majestad.- La cual fue impresa en México por mandato del muy R. S. Don Fray Juan de Zumárraga, primer obispo de esta ciudad” ¡Santos varones aquellos! Juan de Zumárraga, franciscano, devotísimo de la Virgen y el primero que vio y veneró, con los ojos llenos de lágrimas, pintada en la tilma de Juan Diego, la imagen dulcísima de la Virgen del cerro de Tepeyac, Nuestra Señora de Guadalupe.

Zumárraga, luego, escribió él mismo, diversos catecismos, uno en lengua náhuatl. Pero ese primero de Fray Pedro de Córdoba marcó el camino. Explicado como para niños, como decía su prólogo.

Y así escribe, entre otras bellas cosas, sobre María “Dios le envió a la Virgen un ángel muy hermoso que se llamaba Gabriel” para que le dijese “cómo el Hijo de Dios quería encarnarse en su vientre y tomar carne humana de ella y hacerse hombre”. La encontró “en su cámara orando”. Ella respondió “que fuese hecha la voluntad de su Señor Dios en su sierva. Y luego en aquel punto el Hijo de Dios se encarnó en su vientre, y formó un cuerpo muy chiquitito de la sangre purísima de Nuestra Señora Santa María, y en él criando infundió su ánima llena de gracia”. De este modo, el “Hijo de Dios unió así el ánima y cuerpo en unidad de persona. Y la divinidad del hijo de Dios, ánima y cuerpo es una sola persona de Jesucristo”. Así explica el catecismo, sencillamente, la unión de las dos naturalezas, la divina y la humana, en la única persona del Verbo.

Pero, es claro, había que insistir a los indios que María no crea a Dios, sino que solo le engendra, es su Madre. Por eso prosigue el catecismo: La santísima Virgen ”concibió y engendró” al Verbo en cuanto que de ella tomó el cuerpo; “porque el ánima no la engendra ni la madre ni el padre, mas críala Dios de nuevo”. Por lo que “decimos que el Hijo de Dios por razón del cuerpo fue engendrado en el vientre de Santa María Virgen... Y así el Hijo de Dios, que se llama Jesucristo, siempre es y fue Dios, y, en cuanto Dios, hizo El a Nuestra Señora, su Madre, Santa María; mas su cuerpo humano tomolo de ella; mas no antes fue hombre e hijo de nuestra Señora, sino dende que ella le concibió por razón del cuerpo que de ella tomó.”

Y así pues también queremos hoy nosotros, a la sencilla manera católica, española, americana y argentina, confesar nuestra fe en la Santísima Virgen Madre de Dios. Que en estas horas oscuras que estamos viviendo y que lamentablemente no acompañan ya las campanas de nuestros templos ‑con un pueblo que ha olvidado o no le han enseñado su catecismo y por eso estamos así‑; que esta fecha sin significado ‑y casi sin futuro‑ de mero cambio de agenda, que algún triste descorche o cañita voladora o sirena han querido marcar, sea significativa para nuestra vida cristiana, en compromiso de fe, en propósito de santidad, en conciencia de cristianos, de hijos de Dios, de hijitos menores de María, Madre de Dios.

Fuente: Madre Admirable