Reconocer para agradecer 

Padre Luis de Moya

      

Evangelio: Lc 2, 16-21 Y vinieron presurosos, y encontraron a María y a José y al niño reclinado en el pesebre. Al verlo, reconocieron las cosas que les habían sido anunciadas acerca de este niño. Y todos los que escucharon se maravillaron de cuanto los pastores les habían dicho. María guardaba todas estas cosas ponderándolas en su corazón.
Y los pastores regresaron, glorificando y alabando a Dios por todo lo que habían oído y visto, según les fue dicho.
Cuando se cumplieron los ocho días para circuncidarle, le pusieron por nombre Jesús, como lo había llamado el ángel antes de que fuera concebido en el seno materno. 

Al considerar que María, la Madre de Dios, es también Madre nuestra y llena de Gracia, reconocemos en su profundo misterio la inmensa bondad de Dios con el hombre, que ha querido que Santa María, siendo a pesar de su perfección única una criatura, fuera, sin embargo, verdaderamente la Madre en del Verbo encarnado. Nos alegramos, pues, lo indecible y no tenemos palabras para agradecer que esa misma mujer, María, sea también Madre nuestra. Misterio aún más grandioso y admirable, por ser una criatura Madre del Creador y de todos los hombres. 

Agradezcamos a Dios Nuestro Señor que haya querido hacernos conocedores de su omnipotencia y de verdades que están tan por encima de nuestra inteligencia. No sólo inalcanzables para nuestra personal capacidad, que fácilmente reconocemos limitada, sino absolutamente inabarcables para cualquier inteligencia humana. La fe, que supone confianza en Dios que revela y es efecto de la Gracia santificante, es un don divino que nos hace partícipes de ciertas verdades de la vida que Dios ha querido para los hombres. Se trata de una vida en El que, siendo divina, únicamente podemos conocer por revelación del mismo Dios.

El Verbo, la segunda persona de la Trinidad, se hizo carne, como proclamamos en el rezo del Angelus; y naciendo de María, siempre Virgen, vivió como hombre entre los hombres –Jesús de Nazaret–, para que pudiéramos vivir su misma vida divina, que nos entregaba muriendo en la Cruz. Y junto a su Cruz estaban María, su Madre, y Juan, el discípulo amado. Jesús, a punto de consumar ya la obra de nuestra Redención, como verdadero hijo de María, encomienda a su Madre que tome como hijo al discípulo, y a Juan que tome como Madre a María. También ante la inminencia de su muerte Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre, manifiesta que es hijo de una mujer, María.

Así lo vieron los pastores, como hemos meditado los días pasados, que fueron a Belén siguiendo la sugerencia angélica: vinieron presurosos, y encontraron a María y a José y al niño reclinado en el pesebre. Los pastores contemplaron sencillamente a un Niño recién nacido, junto a sus padres que lo cuidaban en circunstancias de extrema pobreza. San Lucas explica poco antes que, en aquellos días, siguiendo la orden de la autoridad civil, todos iban a inscribirse, cada uno a su ciudad. José, como era de la casa y familia de David, subió desde Nazaret, ciudad de Galilea, a la ciudad de David llamada Belén, en Judea, para empadronarse con María, su esposa, que estaba encinta. Y, como no había lugar para ellos en el aposento, acabarían refugiándose en lugar para animales, pues comenta el evangelista que, en esas circunstancias, le llegó a María el momento de dar a luz a su Hijo y lo envolvió en pañales y lo recostó en un pesebre.

La Maternidad divina de María se nos presenta como un acontecimiento admirable en su profundo misterio. Deberíamos cerrar los ojos y trasladarnos a ese ambiente, a ese lugar de la Tierra en el que Dios quiso nacer de una mujer, después de que fuera concebido en el seno materno y de haberse desarrollado corporalmente durante nueve meses en el vientre de María. No dejaremos contemplar con agradecida sorpresa, la máxima intimidad de Dios en María con su criatura humana.

Agradezcamos al Señor que nos haya amado asumiendo nuestra humanidad y haciéndose, menos en el pecado, en todo semejante a los hombres, para que podamos los hombres, por su Gracia, hacernos semejantes a El. Contemplar a María en su Maternidad divina; honrarla, sobre toda la Creación, por haber sido elegida por Dios y haberle correspondido con su entrega generosa; considerar el inmenso don que nos hizo Jesús desde la Cruz, haciéndola también Madre de los hombres; nos sitúa frente a otro misterio: el de la inapreciable grandeza y dignidad humanas; inmerecido don de Dios, que nos hace sus hijos por adopción, y que llega al hombre por María, Madre de Dios y Madre nuestra.

Regalo de Dios, que no podremos ponderar justamente ni agradeceremos bastante. Nos basta pensar, como consideraba el beato Josemaría, que es Madre nuestra la mejor de todas las mujeres:

Dios Omnipotente, Todopoderoso, Sapientísimo, tenía que escoger a su Madre.
¿Tú, qué habrías hecho, si hubieras tenido que escogerla? Pienso que tú y yo habríamos escogido la que tenemos, llenándola de todas las gracias. Eso hizo Dios. Por tanto, después de la Santísima Trinidad, está María.
––Los teólogos establecen un razonamiento lógico de ese cúmulo de gracias, de ese no poder estar sujeta a satanás: convenía, Dios lo podía hacer, luego lo hizo. Es la gran prueba. La prueba más clara de que Dios rodeó a su Madre de todos los privilegios, desde el primer instante. Y así es: ¡hermosa, y pura, y limpia en alma y cuerpo!

Y nos invita a quererla.

Fuente: Fluvium.org