Y María conservaba todas estas cosas

Padre Pablo Largo Domínguez CMF

 

San Lucas 2, 16-21 

“Y María conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón”: en tan pocas palabras se nos regala una magnífica instantánea sobre la madre de Jesús. Vale por todo un discurso. Como algunas tomas fotográficas que reflejan espléndidamente un acontecimiento, o revelan los rasgos salientes de la personalidad de un hombre o una mujer; como esos dibujos de los humoristas que, de un solo golpe, ilustran cierto costado, en ocasiones patético, en otras simpático, de la actualidad política, o de la realidad social.

En esa frase evangélica aparece María como un arcón que recoge en su interior los relatos y rumores que la presencia de Jesús ha despertado en la gente. No deja que se los lleven el viento y la desmemoria. Quiere ser un archivo viviente en que se guardan los testimonios sobre el niño, un aljibe que retiene cuantas noticias va sorbiendo por el cauce bien abierto de la mirada, de la escucha, del tacto.

Hay otra escena de la vida de María que, probablemente, se nos ha quedado más grabada que la instantánea de hoy: me refiero al episodio de la anunciación. En él se presenta a la esposa de José dialogando con el mensajero de Dios. El relato se cierra con una expresión que se presta a distintas lecturas. Recordemos primero cómo, al final del diálogo, María declara: “he aquí la esclava del Señor. Hágase en mí según tu palabra”. Y, ¡prestemos atención!, a renglón seguido se añade este sencillo apunte: “Y el ángel la dejó”. No queremos forzar el texto: quizá sólo es una forma de concluir el relato; pero, con cierta libertad, podemos aventurar una reflexión que nos ilumina sobre la protagonista, sobre el camino real que siguió la madre de Jesús. La podríamos formular así:

“María no está en continuo hilo directo con el cielo. En su vida no habrá ya más embajadas angélicas; no habrá mensajes que despejen al punto cada interrogación, menuda o grave, que se plantee. Le bastará haber conocido cuál es su vocación. Porque justamente ahí se acaba todo el anuncio de Gabriel: en señalarle una misión materna y en designar el nombre que ha de tener el niño. Lo que haya de suceder después, los pasos que ella deba dar, las perplejidades en que se tenga que debatir, las decisiones que le toque adoptar: todo eso queda confiado a sus búsquedas, a su conocimiento de las circunstancias, a los aprendizajes de una vida marcada por los imprevistos y las sorpresas, como marcadas están también todas las demás vidas. A María le bastará conocer su elección y saber que el Señor está con ella; ése será su primordial y constante punto de referencia.

Por ese motivo, una vez le ha mostrado el horizonte en que ha de moverse, el ángel se retira. Esto no significa que Dios la abandone a su suerte. Él está realmente y siempre con ella. Pero el ángel se retira. ¿Por qué? ¿Y para qué? Se retira para dejar libre espacio y paso franco a la libertad de María en las distintas situaciones en que le toque vivir; se retira para dejar espacio a su mirada, a sus pensares, a los presentimientos del corazón, a las decisiones humanas, enteramente humanas, que haya de tomar; se retira para que María abra sus sentidos y vaya recibiendo del ambiente y contexto datos e impresiones que le permitan discernir cuál es el paso siguiente que le toca dar. Se retira porque para eso se le han regalado unos ojos, y unos oídos, y una mente, y un corazón: para que vea, y oiga, y piense, y sienta, y medite, y camine; para eso hay en ella un mundo interior: para poder hace acopio de informaciones, sugerencias, revelaciones de la vida que le permitan recorrer el tramo que le tiene reservado cada día.

Y para eso se le ha regalado también una ley y una tradición: para que a los ocho días lleve al niño, y lo circunciden; para que a los cuarenta días lo presente en el templo; para que a los doce años suba con él y con José a Jerusalén, donde lo va a perder por tres días. Sí, conocerá la angustia, y habrá de aprender a acallarla hasta donde humanamente pueda; y tendrá que volver sobre sus pasos y desandar el camino, como todos los que han perdido algo, o a alguien, y se han perdido también en parte a sí mismos porque sin esos bienes ya no se encuentran y no pueden tener sosiego; y rastreará por todas partes para averiguar dónde puede estar Jesús, porque no hay ningún ángel que se lo revele; y sentirá que la rondan sombríos presagios que no logra espantar. Y así, en fin, podrá quizá sospechar que ese niño, un día cercano o lejano (en realidad, siempre demasiado cercano), va a dejarla, porque él tiene su propia misión, y quizá ya ahora la conoce y la ensaya.

María ha aprendido de las palabras de Isabel, aprende del relato de los pastores, aprende de los pormenores que observa con una mirada atenta que no quiere perder detalle; María guarda todas estas cosas en la memoria, ese arcón en que se conservan, envueltos en paño de emociones, los sucesos menudos o señalados de la vida diaria; María, en su corazón, medita, da vueltas a todos esos hechos, examina sus pliegues; porque el suyo es un corazón sabio, es decir, ante todo y sobre todo, un corazón que aprende.