María, la Madre del Verbo Encarnado I

Padre  Dr. Ignace de la de la Potterie, S.J 

 

Introducción 

Vuestra familia religiosa se llama «Instituto del Verbo Encarnado»; y ha elegido como sigla cuatro letras (V, C, F, E) que son directamente una referencia al versículo 14 del prólogo joánico: «Verbum caro factum est». Sin embargo el Instituto se compone de religiosos y de religiosas, de hombres y de mujeres. Por tanto, me ha parecido muy oportuno para esta conferencia inaugural, reflexionar con vosotros no sólo acerca del misterio del Verbo Encarnado sino también sobre aquel de María, su Madre; porque ambos están intrínsecamente ligados. El Verbo Encarnado, Jesús, era un hombre; pero no podía hacerse hombre sino mediante la participación activa de una mujer, la cual se transformaba así en su Madre.

 Nos asombra el hecho de que Juan, el teólogo de la Encarnación, llama siempre a aquella mujer «la madre de Jesús», pero jamás con su nombre propio: María. Jesús mismo en Caná y en la cruz llama misteriosamente a su madre «mujer». Y, por consiguiente, el hecho es innegable: María propiamente como mujer y como madre de Jesús, forma parte intrínsecamente del misterio de la Encarnación, es decir, del misterio de la alianza entre Dios y los hombres.

Quisiera todavía hacer otra reflexión preliminar, acerca del nombre de vuestro Instituto. Muchas familias religiosas llevan el nombre de su fundador (benedictinos, dominicos, franciscanos); otros buscan hacer comprender cuál es su apostolado principal (Misioneras de la Caridad, Hermanos de las Escuelas Cristianas); otros, en vez, intentan una referencia a un evento de la historia de la salvación (carmelitas); o bien se refieren directamente a Cristo o a María; para una referencia a Cristo pensemos en la Compañía de Jesús o en vuestro Instituto del Verbo Encarnado; en relación a María podríamos citar las Hijas de María y las Hermanas de nuestra Señora. 

         En ésta mi primera exposición, quisiera poner a la luz estos dos aspectos del misterio de la encarnación y su relación intrínseca con el misterio más amplio de la alianza. En la primera parte analizaremos los aspectos esenciales del misterio del Verbo Encarnado; en la segunda mostraremos la íntima relación del misterio de María, Virgen y Madre, con el misterio central del cristianismo: la Encarnación del Verbo. En ambas partes comenzaremos con la tradición dogmática de la Iglesia. Veremos luego que sólo de esta manera se manifiesta la profundidad de los textos bíblicos sobre los cuales se apoya el dogma. Mostraremos también el significado teológico y espiritual de estas dos dimensiones del dogma de la encarnación del Verbo. 

Primera parte 

EL MISTERIO DEL VERBO ENCARNADO 

I. El hecho dogmático cada vez más articulado en la tradición 

         Desde el inicio del cristianismo, el misterio del Verbo Encarnado es central en las confesiones de fe de la Iglesia. Es cierto, conoció también muchas desviaciones provocando herejías; sin embargo, los diversos aspectos del misterio y sus implicancias se han manifestado cada vez más claramente.        

a. El Símbolo Apostólico 

         Todavía hoy se recita en la Santa Misa (confrontar Denzinger número 13, en la fórmula de San Ambrosio):

«Credo in Deum Patrem omnipotentem, et in Jesum Christum, Filium eius unicum, Dominum nostrum, qui natus [est] de Spiritu Sancto ex Maria Virgine». 

         Jesucristo es llamado Hijo único de Dios; sin embargo, aquí solamente se habla de su nacimiento histórico de María Virgen. Pero se habla con dos preposiciones diversas: «de Spiritu Sancto»: se refiere al principio activo que fecundó a María para la encarnación; «ex Maria Virgine»: indica que Jesús en verdad ha nacido del seno de María, e inmediatamente se agrega que en este parto María permaneció Virgen. 

         b. El Credo Niceno-constantinopolitano 

         El Concilio de Nicea (del año 325) fue el primer concilio ecuménico de la Iglesia. Había sido convocado para responder al desafío del arrianismo. Según Arrio, el Hijo era una creatura de Dios pero no Dios. He aquí la fórmula de fe de Nicea (Denzinger 125): 

«Creo... en un solo Señor Jesucristo, Hijo de Dios, engendrado de Dios como Hijo único (genumqeänta ... monogenh;) de la sustancia del Padre, Dios de Dios, verdadero Dios de verdadero Dios, engendrado no creado, de la misma sustancia que el Padre».

         Se utiliza aquí el famoso término «consubstantialis» (oJmouÀsion) y se afirma la divinidad del Hijo excluyendo que fuese una creatura. En el año 381, en el primer Concilio de Constantinopla (Denzinger 150) se retomó la fórmula del Símbolo Apostólico pero con un ligero cambio: 

«et incarnatus (sarkoqe,nta) est de Spiritu Sancto et ex Maria Virgine, et homo factus est (ejnanqrwpou,santa)». 

         Se repite el verbo pero para indicar la encarnación: «incarnatus est», se agrega «homo factus est», y se mantiene el «ex Maria Virgine» para el nacimiento. 

         c. Éfeso (431) 

         Éfeso fue el tercer concilio ecuménico. Condenó a Nestorio, patriarca de Constantinopla. Nestorio sostenía la completa separación de las dos naturalezas en Cristo, la divina y la humana. Por lo tanto, se negaba llamar a María «Madre de Dios» (qeoto,koj theotókos). La llamaba «Madre de Cristo» (cristoto,koj jristotókos). Decía a los obispos: «Si vosotros llamáis a María Madre de Dios, hacéis de ella una diosa». Aparentemente tenía razones para decirlo; de hecho en el paganismo, en algunos textos muy raros, se utilizaba el término qeoto,koj para las divinidades femeninas paganas. Así Cibeles, la «Magna Mater», diosa de la fecundidad y la fertilidad, representada con un gran número de senos en su pecho (estatuas de ella se conservan todavía en Éfeso). También en Egipto se le daba a Isis -diosa pagana madre del dios Orus- el nombre de «madre de dios». 

         En el mundo cristiano, fue en Egipto, a partir de Orígenes, que el término qeotovkoj fue aplicado a María por primera vez. Al comienzo, esta audacia provocó escándalo entre los cristianos. Pero progresivamente fue aceptado por los Padres, que con rapidez lo purificaron de sus resonancias paganas. De esta manera, en el Concilio de Éfeso, el uso mariano del término fue proclamado dogma de fe: María, la madre de Cristo, era en verdad la Madre de Dios (qeoto,koj, Dei genitrix) y no «la madre de los dioses» como Cibeles. 

         Cirilo de Alejandría, que presidía el concilio de Éfeso, explicó que el término qeoto,koj dado a María, implicaba de modo indisoluble para ella la idea de la virginidad. He aquí su texto: 

«(El hombre) Jesús, antes de la unión de Dios con él [con el hombre Jesús en la encarnación] no era un simple hombre sino el mismo Verbo. Viniendo a la Virgen santa con la encarnación, tomó su templo de la sustancia de la Virgen. Con el parto de ella, Él se manifestó en cuanto hombre según se lo creía exteriormente; pero interiormente existía como verdadero Dios. Por lo tanto, también después del parto, Él conservó la virginidad de aquella mujer que lo había dado a luz; esto no sucedió para ningún otro santo». 

         d. Calcedonia (451). 

         Calcedonia fue el último de los grandes concilios cristológicos del tiempo patrístico (el segundo Concilio de Nicea, en el año 787, proclamará la legitimidad de las imágenes sagradas, contra la herejía iconoclasta). Pero Calcedonia explicita completamente lo que estaba implícito en los Concilios anteriores. En Nicea había sido definida la divinidad de Cristo, Hijo Unigénito de Dios. En Éfeso se había añadido que María, la Madre de Cristo, era al mismo tiempo Madre de Dios, ya que su Hijo era Dios. Calcedonia formulará de modo más articulado y definitivo lo que estaba contenido en la revelación sobre Jesucristo, verdadero hombre y verdadero Dios. He aquí la definición de Calcedonia (Denzinger 301-302):

«Uno y el mismo Cristo, Hijo, Señor, el único engendrado, reconocido en dos naturalezas, sin confusión, sin cambio, sin división, sin separación, la diferencia de las naturalezas sin ser suprimida como consecuencia de la unión, pero la propiedad de cada naturaleza siendo más bien salvaguardada, concurriendo una y otra en la unidad de una sola persona y de una subsistencia, un Cristo que no (...) se divide en dos personas, sino uno solo y el mismo Hijo unigénito, Dios Verbo, el Señor Jesucristo»;

... un poco más arriba se había añadido para María:

 «Antes de los siglos había sido engendrado por el Padre según la divinidad, el mismo que en los últimos días fue engendrado por la Virgen María, Madre de Dios según la humanidad». 

II. Fundamento bíblico del dogma de la Encarnación 

         Notemos bien que para lo que sigue hacemos nuestra una observación que a su tiempo hacía el profesor protestante Oscar Cullmann a sus alumnos en Berna y Estrasburgo. Él había estudiado mucho la cristología. Cuando en sus estudios históricos acerca de la tradición, arribaba a Calcedonia decía que aquella doctrina del Concilio del 451 era un desarrollo orgánico y continuo de todo lo que ya se encontraba en el Nuevo Testamento. Es esto mismo lo que queremos hacer ver también nosotros. El dogma no hace sino dar el verdadero sentido de los textos bíblicos. Nos limitaremos a los textos de Juan, ya que se podría hacer un análisis similar en San Pablo. 

         a. El prólogo de Juan        

En la doctrina del Verbo Encarnado el prólogo de San Juan es naturalmente el pasaje fundamental, especialmente en 1,14: «Et Verbum caro factum est (...), y el Verbo se hizo carne». 

         Notemos algunos detalles: 

–  v.1: «el Verbo era Dios»: la divinidad del Logos es propiamente lo que fue proclamado como dogma en el Concilio de Nicea. 

–  v. 14: «el Unigénito» (oJ monogenou,j) se encuentra de nuevo en 3,18: este adjetivo no es solamente sinónimo de «único» -como dicen algunos hoy-; significa, además, también desde el punto de vista filológico, el «único» en el sentido de que él es Dios, por el Padre. Así lo interpretaban los Padres y el Concilio de Nicea. 

–  v. 14bis: (para. Patro,j) «venido de junto el Padre». Es propiamente la Encarnación, según quedó indicado en el v.11: «in propria venit».        

b. Otros textos de Juan 

En muchos textos de Juan se dice que el Padre ha enviado a su Hijo al mundo; veamos por ejemplo, el texto de gran densidad de Jn 5,36-38. Durante las discusiones de Jesús con los judíos después de la curación del paralítico en sábado se lee: 

«Las obras que yo hago dan testimonio de Mí de que el Padre me ha enviado (avvpevstalken). Y el Padre que me ha enviado (oJ pe,myaj me; path.r), Él ha dado testimonio de Mí (...); su palabra no habita en vosotros porque no creéis en Aquel que Él ha enviado (ajpevsteilen 

c. Discurso Eucarístico

También en el discurso eucarístico del capítulo 6 de San Juan, después de la multiplicación de los panes y del recuerdo hecho por Jesús del don celestial del maná en el desierto, el texto directamente se coloca en relación con la Encarnación: 

«el pan de Dios es aquel que desciende del cielo y que da la vida al mundo» (6,33); 

y los judíos le recriminaban por haber dicho: 

«Yo soy el pan vivo bajado del cielo» (6,41). 

Los dos hechos reales del maná dado al pueblo en el desierto y de los panes distribuidos un poco antes se transforman en símbolos de Jesús en persona, que ha bajado del cielo para dar la vida al mundo. 

d. Discurso de Jesús en la Dedicación del Templo 

Otro texto decisivo pertenece al discurso de Jesús en la fiesta de la Dedicación del Templo (Jn 10,22-42), donde se retoman distintos temas de la gran fiesta de los Tabernáculos (7,1-21). Jesús, en la parábola del Buen Pastor, se había presentado como «la puerta de las ovejas» (10,7); pero decía que había venido «para que todos tuvieran la vida» (10,7). También había dicho poco después: «Yo les doy la vida eterna (...) Mi Padre, que me las ha dado, es más grande que todo, y ninguno puede arrebatarlas de la mano de mi Padre. El Padre y yo somos una sola cosa (unum sumus) (10, 30)».

 Esta fórmula contiene ya implícitamente todo lo que será definido por Calcedonia: dos personas (el Padre y el Hijo); una misma naturaleza divina con el Padre («unum sumus»). 

e. Sermón de la Cena 

Para concluir esta visión panorámica del fundamento bíblico del dogma cristológico, citamos ahora dos pasajes del discurso de la Cena: 

– El primero es el diálogo entre Felipe y Jesús, después de la gran autorrevelación de Jesús: «Yo soy el camino, la verdad y la vida. Ninguno va al Padre sino es por mí» (14,6). Se lee la reacción de Felipe: «Señor, muéstranos al Padre y esto nos basta». Jesús responde: «El que me ha visto, ha visto al Padre (...) Yo estoy en el Padre y el Padre está en mí» (14,8-11). 

J. Duquesne, un periodista francés muy crítico y escéptico, que ha escrito dos libros, uno sobre «Jesús», otro sobre «el Dios de Jesús», reconoce honestamente en este segundo libro: «Esta declaración (de Jn 14,10) es el fundamento del cristianismo». 

– Otro texto importante se encuentra un poco antes de la plegaria sacerdotal de Jn 17. Jesús había ya hecho las cinco promesas del Paráclito (en Jn 14-16); pero dice al final: «Viene la hora en la cual os hablaré abiertamente del Padre» (16,25); «he salido del Padre y he venido al mundo; ahora dejo el mundo y voy al Padre» (16,28). En estas dos frases está compendiada toda la teología de la Encarnación del Hijo de Dios (Padre-Hijo). Pero para ser plenamente comprendida esta revelación hecha por Jesús, debe ser profundizada e interiorizada en el Espíritu, en aquel Espíritu que vendrá dado por Jesús mismo en la Pascua (20,23: Padre, Hijo, Espíritu). 

III. Sentido teológico y espiritual de la Encarnación del Verbo para nosotros los cristianos. 

En el cuarto Evangelio el nombre más frecuentemente dado a Dios no es «Señor», sino «Padre», (cf. la expresión tan frecuente: «El Padre que me ha enviado»). En su relación con el Padre, Jesús mismo es presentado como «el Hijo»: el unigénito, que Dios ha enviado al mundo para salvarlo (Jn 3,17-18). 

La filiación de Jesús, que es el Hijo unigénito de Dios, es por lo tanto central en la cristología de Juan. 

Lo que este tema significa para nosotros los cristianos es igualmente fundamental en el cuarto Evangelio. Viene ya subrayado en el Prólogo: «A aquellos que lo han recibido, les dio el poder de llegar a ser hijos de Dios, a aquellos que creen en su nombre» (1,12). Con su Encarnación, el Verbo hecho carne nos ha dado el poder de participar en su filiación divina; en la tradición patrística este privilegio viene compendiado en la fórmula: «hijos en el Hijo», la participación en la filiación divina (natural) del Hijo de Dios encarnado. 

La misma enseñanza se encuentra en San Pablo; bastará citar uno de los textos esenciales: «Cuando llegó la plenitud de los tiempos, Dios envió a su Hijo (...), para que pudiésemos recibir la adopción filial» (Gal 4,4-5; cf. Rm 8,14-15; Ef 1, 5). El objetivo fundamental al cual debemos tender en nuestra vida cristiana es, por consiguiente, llegar a ser siempre más y siempre más profundamente hijos de Dios, lo cual requiere un largo camino. 

Es esto lo que Jesús busca hacer comprender a Nicodemo, como está explicado en Jn 3,1-8; en el análisis de este texto, es necesario estar atentos agudamente a la diferencia (ya sea en el nivel físico como en el nivel espiritual) entre la generación y el nacimiento: el niño, apenas engendrado por la unión carnal del padre con la madre, llega a ser totalmente hijo cuando, suficientemente crecido, sale del seno materno en el nacimiento. El mismo proceso vale en el nivel espiritual de la vida cristiana. En 3,5 Jesús dice a Nicodemo: «Si alguno no ha sido engendrado del agua y del Espíritu, no puede entrar en el Reino de los cielos». Pero para ser completamente hijo de Dios, debe «haber nacido del Espíritu» (3,6-8); es decir, haber llegado a ser un hombre completamente espiritual. Aquí se presenta el programa joánico de la profundización de nuestra vida filial. En la primera carta (1 Jn 3,9) Juan escribe: «Todo el que ha nacido de Dios no comete (más) pecado, porque el germen de Él (el germen de la palabra de Dios), permanece en él y no puede pecar más, porque ha nacido de Dios».

 Esta impecabilidad del cristiano maduro queda ahora mejor explicada en el final de la carta: "Todo el que ha nacido de Dios no peca; (sino que) Aquel que ha sido engendrado por Dios (es decir, Cristo mismo) lo protege y el Maligno no llega a tocarlo" (1 Jn 5,18). Un Padre griego, Ecumencio, explica de manera excelente en su comentario: "Cuando aquel que ha nacido de Dios se ha confiado plenamente (eJauto.n ejmdou,j) a Cristo que habita en él por medio de la filiación (dia; thvj uiJoqetivaj), éste queda fuera de los ataques del pecado". Un comentario como éste deja ver que los Padres griegos, más que los latinos, eran sensibles a la dimensión espiritual y mística de los textos de la Escritura.

Fuente: edicionesive.org.ar