Virgen María, Madre de Cristo y Madre de la Iglesia

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"La Iglesia va peregrinando entre las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios", anunciando la cruz y la muerte del Señor hasta que él venga" (LG,8)... "La congregación de todos los creyentes que miran a Jesús como autor de la salvación y principio de la unidad y de la paz, es la Iglesia convocada y constituida por Dios para que sea sacramento visible de esta unidad salutífera para todos y cada uno" (LG,9).

El Concilio Vaticano II habla de la Iglesia en camino, estableciendo una analogía con el Israel de la Antigua Alianza en camino a través del desierto. El camino posee un carácter exterior incluso visible en el tiempo y en el espacio... pero el carácter esencial de su camino es interior. Precisamente en este camino María está presente como la que es "feliz porque ha creído". Entre todos los creyentes es como un "espejo" donde se reflejan de modo más profundo y claro "las maravillas de Dios" (Act 2,11).

La Iglesia, edificada por Cristo, el día de Pentecostés inicia aquel camino de fe, la peregrinación de la Iglesia a través de la historia de los hombres y de los pueblos...

María no ha recibido directamente la misión apostólica; no se encontraba entre los que Jesús envió "por todo el mundo para enseñar a todas las gentes" cuando les confirió esta misión. Estaba, en cambio, en el Cenáculo donde los apóstoles se preparaban a asumir esta misión con la venida del Espíritu de la verdad... Desde el momento de la Anunciación y de la Concepción, desde el momento del nacimiento en la cueva de Belén, María siguió paso tras paso a Jesús en su maternal peregrinación de fe. Lo siguió a través de los años de su vida oculta en Nazaret; lo siguió también en el período de la separación externa cuando Él comenzó a hacer y a enseñar (cf Act 1,1) en Israel. Lo siguió sobre todo en la experiencia trágica del Gólgota. Mientras María se encontraba con los apóstoles en el Cenáculo de Jerusalén en los albores de la Iglesia, se confirmaba su fe, nacida de las palabras de la Anunciación. Ni siquiera bajo la cruz había disminuido la fe de María. Ella también, como Abraham, había sido la que "esperando contra toda esperanza, creyó" (Rom 4,18). Y después de la Resurrección, la esperanza había descubierto su verdadero rostro y la promesa había comenzado a transformarse en realidad...

Ya en los albores de la Iglesia, al comienzo del largo camino por medio de la fe que comenzaba con Pentecostés en Jerusalén, María estaba con todos los que constituían el germen del "nuevo Israel". Y la Iglesia perseveraba constante en la oración junto a ella. Así será siempre. Precisamente esta fe de María, esta heroica fe suya "precede" el testimonio apostólico de la Iglesia y permanece en el corazón de la Iglesia. Los que a través de los siglos, de entre los diversos pueblos y naciones de la tierra, acogen con fe el misterio de Cristo, Verbo encarnado y Redentor del mundo, no sólo se dirigen con veneración y recurren con confianza a María como a su Madre, sino que buscan en su fe el sostén para la propia fe.

Los apóstoles y los discípulos del Señor, en todas las naciones de la tierra, perseveran "en la oración en compañía de María, la madre de Jesús" (Act 1,14), constituyendo a través de las generaciones "el signo del Reino" que no es de este mundo. Esta presencia de María encuentra múltiples medios de expresión en nuestros días, al igual que a lo largo de la historia de la Iglesia, por medio de la fe y la piedad de los fieles, por medio de las tradiciones de las familias cristianas, por medio de la fuerza atractiva e irradiadora de los grandes santuarios como Guadalupe, Lourdes, Fátima y de los otros diseminados en las distintas naciones... entre los que no quiero dejar de citar el de mi tierra natal Jasna Gora. Tal vez se podría hablar de una específica geografía de la fe y de la piedad mariana que abarca todos estos lugares de especial peregrinación del Pueblo de Dios, el cual busca el encuentro con la Madre de Dios para hallar la consolidación de la propia fe.





El camino de la Iglesia, de modo especial en nuestra época, está marcado por el signo del ecumenismo. Los cristianos buscan las vías para reconstruir la unidad por la que Cristo invocaba al Padre por sus discípulos el día antes de su Pasión: "para que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros para que el mundo crea que tú me has enviado" (Jn 17,21). Por consiguiente, la unidad de los discípulos de Cristo es un gran signo para suscitar la fe del mundo, mientras su división constituye un escándalo (cf UR, 1). Los cristianos saben que su unidad se conseguirá verdaderamente sólo si se funda en la unidad de su fe. Ellos deben resolver discrepancias de doctrina no leves sobre el misterio y ministerio de la Iglesia, y a veces también sobre la función de María en la obra de la salvación. Los cristianos deseosos de hacer -como les recomienda su Madre- lo que Jesús les diga, podrán caminar juntos en aquella peregrinación de la fe, de la que María es todavía ejemplo y que debe guiarlos hacia la unidad querida por su único Señor y tan deseada por quienes están atentos a la escucha de lo que hoy "el Espíritu dice a las Iglesias" (Apoc 2,7.11.17).

Deseo subrayar cuán profundamente unidas se sienten la Iglesia católica, la Iglesia ortodoxa y las antiguas Iglesias orientales por el amor y por la alabanza a la Teotókos (la Madre de Dios). En su culto litúrgico "los Orientales ensalzan con himnos espléndidos a María siempre Virgen... y Madre Santísima de Dios" (UR,15). Las Iglesias que profesan la doctrina de Éfeso proclaman a la Virgen "verdadera Madre de Dios". Los Padres griegos y la tradición bizantina, contemplando la Virgen a la luz del Verbo hecho hombre, han tratado de penetrar en la profundidad de aquel vínculo que une a María, como Madre de Dios, con Cristo y la Iglesia. Las tradiciones coptas y etiópicas la han celebrado con abundante producción poética. El genio poético de san Efrén el Sirio, llamado "la cítara del Espíritu Santo", ha cantado incansablemente a María, dejando una impronta todavía presente en toda la tradición de la Iglesia siríaca. San Gregorio de Narek, una de las glorias más brillantes de Armenia, con fuerte inspiración poética, canta y exalta la dignidad y la magnífica belleza de la Virgen María, Madre del Verbo encarnado.

Las imágenes de la Virgen tienen un lugar de honor en las Iglesias y en las casas. María está representada o como trono de Dios que lleva al Señor y lo entrega a los hombres, o como camino que lleva a Cristo y lo muestra, o como orante en actitud de intercesión, o como protectora que extiende su manto sobre los pueblos, o como misericordiosa Virgen de la ternura. La Virgen es representada habitualmente con su Hijo, el niño Jesús, que lleva en brazos. A veces lo abraza con ternura, otras veces, hierática, parece absorta en la contemplación de aquel que es Señor de la historia. Conviene recordar también el Icono de la Virgen de Vladimir que ha acompañado constantemente la peregrinación en la fe de los pueblos de la antigua Rus... Los Iconos son venerados en Ucrania, en Bielorrusia y en Rusia con diversos títulos. En estos Iconos la Virgen resplandece como la imagen de la divina belleza, morada de la Sabiduría eterna, figura de la orante, prototipo de la contemplación, icono de la gloria. Recuerdo también el Icono de la Virgen del Cenáculo, en oración con los apóstoles a la espera del Espíritu... Tanta riqueza de alabanzas, acumulada por las diversas manifestaciones de la gran tradición de la Iglesia, podría ayudarnos a que ésta vuelva a respirar plenamente con sus dos pulmones, Oriente y Occidente...

La Iglesia, pues, en la presente fase de su camino, trata de buscar la unión de quienes profesan su fe en Cristo para manifestar la obediencia a su Señor. La Virgen Madre está constantemente presente en este camino de fe del Pueblo de Dios hacia la luz. Lo demuestra de modo especial en el cántico del Magníficat que, salido de la fe profunda de María, no deja de vibrar en el corazón de la Iglesia a través de los siglos. Las palabras usadas por María en el umbral de la casa de Isabel constituyen una inspirada profesión de su fe, en la que la respuesta a la palabra de la revelación se expresa con la elevación espiritual y poética de todo su ser hacia Dios.

En estas sublimes palabras, sencillas y totalmente inspiradas por los textos sagrados del pueblo de Israel, se vislumbra la experiencia personal de María, el éxtasis de su corazón... En su arrobamiento, María confiesa que se ha encontrado en el centro mismo de esta plenitud de Cristo. Es consciente de que en ella se realiza la promesa hecha a los padres , ante todo, "en favor de Abraham y su descendencia por siempre"; que en ella, como madre de Cristo, converge toda la economía salvífica, en la que "de generación en generación" se manifiesta aquel que, como Dios de la Alianza, se acuerda "de la misericordia".En el Magníficat, la Iglesia encuentra vencido de raíz el pecado del origen de la historia terrena del hombre y de la mujer, el pecado de la incredulidad o de la poca fe en Dios. Contra la sospecha que "el padre de la mentira" ha hecho surgir en el corazón de Eva, la primera mujer, María, a la que la tradición suele llamar "nueva Eva" y verdadera "madre de los vivientes", proclama con fuerza la verdad no ofuscada sobre Dios.

La Iglesia no cesa de repetir con María las palabras del Magníficat y con esta verdad sobre Dios desea iluminar las difíciles y a veces intrincadas vías de la existencia terrena de los hombres. El camino de la Iglesia, pues, ya al final del segundo milenio cristiano, implica un renovado empeño en su misión.

Fuente: almudi.org