Santa María, Madre de Dios

San Agustín de Hipona 


Envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer, nacido bajo la ley
Pero cuando se cumplió el tiempo de que la gracia, oculta en el antiguo Testamento, iba a revelarse en el nuevo, envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer. Bajo este nombre comprende la lengua hebrea a cualquier mujer, casada o soltera.
Y para que conozcas a qué hijo envió y quiso que naciese de una mujer, y sepas cuán grande es ese Dios que, por la salvación de los fieles, se dignó asumir nuestra humilde condición, atiende ahora al evangelio: En el principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. La Palabra en el principio estaba junto a Dios. Así pues, este Dios, Palabra de Dios, mediante la cual se hizo todo, es el Hijo de Dios, inmutable, omnipresente, incircunscrito, y, al no ser susceptible de división, está íntegro en todas las partes; está presente incluso en la mente de los impíos, aun cuando ellos no lo vean, de la misma manera que la luz natural no es percibida por los ojos del ciego. Resplandece también entre aquellas tinieblas a que alude el Apóstol, cuando dice: Antes erais tinieblas, pero ahora sois luz en el Señor.
Envió, pues, Dios a su Hijo, nacido de una mujer, nacido bajo la ley. Se sometió a la observancia de la ley, para rescatar a los que estaban bajo la ley, es decir, a los que la ley tenía como esclavos del pecado por la letra que mata, ya que es imposible cumplir plenamente el precepto sin la vivificación del espíritu. Porque el amor de Dios, que es la plenitud de la ley, ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado.
Por lo cual, después de haber dicho: para rescatar a los que estaban bajo la ley, añadió a renglón seguido: Para que recibiéramos el ser hijos por adopción. Así distingue la gracia de este beneficio de aquella naturaleza del Hijo, que fue enviado Hijo, no por adopción, sino por generación eterna; de este modo, hecho partícipe de la naturaleza de los hijos de los hombres, puede adoptar a los hombres haciéndoles partícipes de su propia naturaleza. Por esto mismo, al decir: les dio poder para ser hijos de Dios, aclaró el modo para evitar que se interpretase de un nacimiento carnal. Dio semejante poder a los que creen en su nombre y, por la gracia espiritual, renacen no de sangre, ni de amor carnal, ni de amor humano, sino de Dios, poniendo inmediatamente en evidencia el misterio de esta reciprocidad. Y como si, asombrados por tamaña maravilla, no osáramos aspirar a conseguirla, añade inmediatamente: Y la Palabra se hizo carne, y acampó entre nosotros. Como si dijera: No desesperen, oh hombres, de poder llegar un día a ser hijos de Dios, cuando el mismo Hijo de Dios, es decir, la Palabra de Dios, se hizo carne y acampó entre nosotros. Hagan otro tanto, espiritualícense y vivan en aquel que se hizo carne y acampó entre ustedes. En adelante no debemos desesperar nosotros, hombres, de poder llegar a ser, por la participación de la Palabra, hijos de Dios, ahora que el Hijo de Dios ha llegado a ser, por la participación de la carne, hijo del hombre. 

San Agustín de Hipona, Carta 140 (6. 11: CSEL 44, 158-159. 162-163)

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