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La Madre de Dios
Autor:
Durante miles de años, Dios contempló la Historia de los hombres.
Aquella Historia de deslealtades y guerras, de buenas intenciones y
fracasos, de muerte y sufrimiento, fue observada por el Creador con una
atención especialísima. No es la atención de un simple espectador, que
se limita a aprobar o reprobar desde el patio de butacas la
interpretación de los actores, pero con quien, a fin de cuentas, no va
nada de lo que sucede en el escenario. Tampoco se trataba de la mirada
de un Dios frío, insensible, que se limita a entretener su eternidad
ociosa dirigiendo la vista al gran teatro del mundo. Sé que la necedad
humana, que no se recata ni cuando se trata de juzgar a su Hacedor,
muchas veces lo ha entendido así. Pero basta leer la Sagrada Escritura
para entender que ese juicio, como los demás juicios humanos, conlleva
una enorme injusticia.
La mirada de Dios sobre la Historia durante todos esos años fue una
mirada apasionada. Como espectador, era incapaz de permanecer quieto en
su butaca: se levantaba, lloraba y reía; incapaz de permanecer
impasible, hacía estremecer el escenario: era capaz de abandonar el
palco y esconderse detrás de una zarza para hablar con Moisés. Si su
pueblo querido parecía estar a punto de perecer a manos de los egipcios,
Dios soplaba desde su asiento y abría portentosamente el mar rojo en dos
partes, para que sus elegidos pudiesen cruzar al otro lado. A través de
los profetas, abucheaba a los actores, y otras veces les aplaudía a
rabiar, haciendo temblar los corazones de aquellos hombres. Se ocultaba
y se dejaba sentir... ¡Dios nervioso! Creador del escenario, autor del
guión, incapaz por voluntad propia de controlar la voluntad de los
actores, parece querer llevar la obra a su término por todos los medios
a su alcance. Y, sin embargo, infidelidad tras infidelidad, el hombre se
niega a dejarse dirigir.
No me resisto a situarme ante el misterio de la Encarnación sin pensar
que Dios se ha cansado de ser Espectador, por activo que fuera. Su
divina pasión no le permite permanecer por más tiempo en el patio de
butacas, o dando vueltas al escenario, ni escondiéndose detrás de zarzas
o del playback de los profetas: Dios ha decidido, al fin, irrumpir en la
escena, descargar de una vez todos los sentimientos que aquella
representación está produciendo en su divino Corazón: quiere leer su
papel.
Sb 18, 14 Cuando un sosegado silencio todo lo envolvía y la noche se
encontraba en la mitad de su carrera, tu Palabra omnipotente, cual
implacable guerrero, saltó del cielo, desde el trono real.
Observando lo que fue su comportamiento hasta entonces, el de un
espectador que no es capaz de permanecer quieto, y teniendo en cuenta
que hablamos de Dios, cualquiera hubiera podido pensar que esta
irrupción del Creador en la Historia de los hombres se llevaría a cabo
estrepitosamente: Dios se ha cansado. Se acabó la chapuza. Paralizados
los actores, boquiabierto y estremecido el público angélico. Yahweh
quiere estar a la cabeza en los títulos de crédito, llenar la escena y
desalojar a los chapuceros.
Y, sin embargo, cuando Dios decide entrar en la Historia de los hombres
lo hace pidiendo permiso. Se arrodilla ante una hermosísima joven
nazarena, y le pide su consentimiento. Nadie se entera. No tiembla es
suelo ni se agitan las bambalinas. La joven dice sí, y el Autor está en
su obra, aunque de incógnito. Se ha hecho pequeño como un embrión y se
ha introducido a hurtadillas en el vientre de aquella mujer que ha
pasado a ser el Cielo en la tierra, o, si lo preferimos, el trono real
(‘sede de la Sabiduría’) desde el que saltará al mundo la Palabra de
Dios, según el texto del libro de la Sabiduría citado arriba.
Y, tras un embarazo de nueve meses, como los demás, María de Nazaret
tendrá en sus brazos a un niño como los demás. No sabe hablar, está
indefenso ante el frío, el hambre y la enfermedad; y, como todo recién
nacido, está necesitado especialmente de cariño. Sólo la fe le asegura,
con una certeza indestructible, que es Dios.
Dios tiene la extraña virtud de desconcertar como nadie puede hacerlo, y
si el hombre no se recupera pronto del desconcierto, acabará sumido en
la más profunda confusión. Ante la multitud de nuestros pecados y el
hastío que le provocaba nuestra desobediencia, la respuesta divina es
deponer totalmente las armas, quemar las defensas que su omnipotencia le
proporcionaba, y, haciéndose el más pequeño de los hombres, ponerse
inerme en manos de su criatura. A un joven matrimonio nazareno les
pedirá que le enseñen a hablar, que le vistan, le alimenten, y le cubran
de cariño. Y, lo más grave de todo ello, es que ese comportamiento
responde a un plan que redimirá la Historia. Es cierto que de manos de
María y de José no recibió más que cariño, calor, protección, y todo el
homenaje que una criatura puede rendir a su Creador; pero, con la misma
indefensión, se puso en manos de Herodes y se pone cada día en las
mías... Y, desde luego, la respuesta en este caso no ha sido
precisamente la misma.
Y, de este modo, aquella joven nazarena a quien nadie conocía, se ha
visto convertida en Madre de Dios, y nadie lo sabe más que su esposo.
Tiene en sus brazos al Autor de la vida, y tendrá que defenderle de la
muerte. Tiene en sus brazos al Verbo del Altísimo, y tendrá que
enseñarle a hablar. Tiene en sus brazos a quien viste a los lirios del
campo, y tendrá que cubrirle con pañales...
Al hacerse hombre, el Hijo de Dios asumió en Sí las leyes de la
providencia divina ordinaria como cualquiera de nosotros. Esta
providencia ordinaria se lleva a cabo normalmente a través de causas
segundas: Dios nos sana sirviéndose de las manos del médico, nos
alimenta cuando somos niños sirviéndose del cariño de nuestros padres,
nos muestra su Amor a través del amor de otros hombres... Cualquiera de
nosotros, si somos fieles, somos instrumentos de la Providencia. Pero,
en el caso de María, su situación es muy especial. El flujo del Amor
divino mana del Padre como de su origen y, a través del Hijo, se derrama
sobre los hombres, que hemos de hacerlo correr con nuestra obediencia.
Sin embargo, María de Nazaret, llena por anticipado del Espíritu Santo -
que es el Amor divino - , será, de algún modo, mediadora entre Padre e
Hijo. Cuando tiene al Niño en sus brazos, el Hijo está recibiendo el
Amor del Padre a través de los brazos de una mujer, que ha sido elevada
como no lo fue ni lo será jamás hombre o ángel alguno.
Y nadie lo sabe. Ni tiembla la tierra, ni se desploma el escenario. Los
corazones habrán de irse rindiendo lentamente, lentamente... Y, tras
José, e Isabel y Zacarías, vendrán aquellos pastores que, acostumbrados
a no entender a la primera, conservan su capacidad de asombro. En su
obediencia sin límites, y de una forma no consciente, la Santísima
Virgen está cumpliendo una profecía muy antigua, pronunciada para ella:
"Si no lo sabes, ¡oh la más bella de las mujeres! sigue las huellas de
las ovejas y lleva a pacer tus cabritas junto al jacal de los pastores"
(Ct 1, 8). ¿A quién si no es a ella puede llamarse ‘la más bella de las
mujeres’? Allí, buscando sin buscarla la compañía de los pastores, nos
ha llevado a los hombres a pacer un Pasto que es el Pastor convertido en
alimento. El profeta Jeremías, que también sin saberlo contempló la
escena por anticipado, comparará a aquella mujer que tiene en brazos a
su Hijo con una pradera a la que acuden los pastores para alimentar un
ganado hambriento. La profecía, en este caso, es bellísima:
"¿Acaso a una deliciosa pradera te comparas, Hija de Sión? A ella vienen
pastores con sus rebaños, han montado las tiendas, junto a ella en
derredor, y apacienta cada cual su manada" (Jer 6, 2-3)
Y es que, como todo en esta historia, también sin saberlo, los pastores
de ovejas se han convertido en pastores de hombres, pues nos han
señalado a nosotros el camino que conduce a Pastos de vida eterna.
Cuantos acudimos gozosos y cansados al establo de Belén, acudimos como
ovejas guiados por aquellos hombres que llevaban tras de sí, por
supuesto sin saberlo, a toda una Humanidad. Y sucedió, sin embargo, en
silencio y de noche, porque ese Dios apasionado y nervioso es, sin
embargo, sumamente recatado, y el pudor de aquella Virgen, el esplendor
del varón casto, y la Luz que nace de lo alto, lo hacen "sin que hablen,
sin que pronuncien, sin que resuene su voz" (Sal 18, 4).
Y así, en silencio, aquella jovencita de Nazaret se ha convertido en la
Madre de Dios y en la dispensadora, para la Humanidad entera, del único
alimento que puede saciar su hambre de eternidad. Como una fuente
silenciosa, de sus brazos, como antes de su vientre, manará el agua de
la Vida que un día habrá de derramarse sobre la tierra desde un costado
abierto por una lanza. Y todo ello, en silencio, porque es tiempo de
adorar...
Fuente: Arquidiocesis de
Madrid
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