Los Caminos del Señor

Abad Paul Delatte, Monasterio de Solesmes

 

«Muéstrame tus caminos y enséñame tus sendas» (Sal 14,4). –«Voz del que clama en el desierto: Preparad el camino del Señor, enderezad sus sendas» (Lc 3,4). –«Señor, mueve nuestros corazones a preparar el camino de tu Hijo Único, a fin de que por su venida merezcamos servirte con un alma pura». Tal es la invitación que no hemos dejado de escuchar durante el Adviento.
Esta invitación sería herética o pueril si no la interpretáramos bien. Herética, si con ella entendiéramos que el Señor no ha venido y que lo seguimos esperando. Esto sería puro judaísmo. Infantil, si no pretendiéramos con ella más que situarnos, por una especie de ficción poética, en el lugar de los que esperaban la venida del Mesías. Sería como un pequeño drama de la imaginación, un esfuerzo de la mente con el que no podríamos hacernos ilusiones.
Sería incompleta si no tuviera más propósito que honrar las esperanzas de los justos de la Antigua Ley que se ven colmadas hoy. Pero puesto que al fin vino el Señor y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, no nos dejará abandonados en el Adviento.
Recojamos la nota dominante de este tiempo litúrgico, que no cesa de hablarnos de la venida del Señor como si estuviera aún por venir, y nos invita a preparar dentro de nosotros sus caminos.
Es preciso, pues, que le demos un sentido a la palabra y a la enseñanza de la Iglesia.

La Sagrada Escritura nos dice que el Señor es: «El que va a venir» (Ap 1,4). Su condición es la del que siempre sigue siendo esperado y la del que siempre sigue viniendo.
A Él se le esperó en la Antigua Ley y vino en la plenitud de los tiempos; y todavía hoy es esperado: «Y vosotros, sed como servidores que esperan a su señor a la vuelta de la boda» (Lc 12, 36).
Él vendrá a clausurar el ciclo de los tiempos.
El libro santo acaba con una plegaria solicitando su venida: «Sí, vengo pronto. ¡Amén! ¡Ven, Señor Jesús!» (Ap 22,20). Pero, sin disminuir en nada la condescendencia de la primera, sin quitar nada a la solemnidad de la segunda, hay otra venida sin la cual la primera sería inútil, y la segunda sólo sería temible:
«¡Ojalá podamos contemplarlo con confianza cuando Él venga a juzgarnos!».
Y es la tercera, la venida a nuestras almas, continua y progresiva. 
Importancia soberana y única de esta venida, pues de ella depende el fruto de la primera y la acogida que recibiremos en la segunda.
No basta con que el Señor venga: hace falta, además, que lo acojamos.
«Él vino a los suyos y los suyos no Le recibieron» (Jn 1,11).

¿De qué les sirvió a ellos una venida que ignoraron, un Mesías que no acogieron en sus corazones?
Todo se relaciona con esta venida interior y todo se subordina a ella. La Encarnación y la Eucaristía, que es como un despliegue de la Encarnación, son un fracaso para Dios y para nosotros si el Señor no entra en nuestra vida, si no reina interiormente en nuestra alma, si no es el señor de nuestras obras.
Tan pronto como consintamos colocarnos bajo este punto de vista esencial, conclusión última de los designios de Dios sobre nosotros, comprenderemos la insistencia de la Iglesia y todo el alcance de su invitación –No hay para nosotros, ni en el tiempo ni en la eternidad, más interés que éste. Todo me es indiferente, salvo esto.
Tener un nombre, triunfar, jugar un papel importante, vivir, morir, todo es despreciable, excepto ese único interés.
El Señor quiere entrar en mi vida para que la Encarnación no sea vana, para que el juicio de Dios me sea misericordioso.
Conviene que sean allanados los caminos por los que Él viene a nosotros, conviene que sepamos por qué caminos vendrá: «Todo valle será rellenado, toda montaña y toda colina serán abajadas, los senderos tortuosos se enderezarán y los caminos escabrosos se nivelarán. Y todos verán la salvación de Dios» (Lc 3, 55).
Preguntaremos a Dios mismo por qué senderos viene a nosotros. Él nos los reveló, de una manera definitiva, el mismo día de la Encarnación; Dios viene a nosotros por las mismas vías y los mismos procedimientos por los que vino la primera vez.
La Santísima Virgen es nuestro modelo, el Señor no hace sino repetirse; Nuestra Señora, que es nuestra Madre, es también nuestro ejemplo y nuestra educadora, y el Señor viene a nosotros por los mismos caminos por los que vino a Ella.
Por tanto, conviene sin duda estudiar el misterio de la Encarnación en su belleza: esta belleza atrae y, además, transforma. Las cosas de Dios poseen un encanto. Actúan un poco como los sacramentos. Transforman a quienes las miran. No podemos mirarlas sin recoger y fijar en nosotros algo de su belleza. «Todos nosotros, con el rostro descubierto, contemplando como en un espejo la gloria del Señor, vamos siendo transformados en esta misma imagen» (2Cor 3,18). Sin embargo, tenemos que unir a esta mirada una parte de contemplación activa; ésta asegura la extensión y la eficacia de nuestra propia mirada.
Por otra parte, me parece que los caminos por los que Dios viene a nosotros están apuntados en la respuesta de la Santísima Virgen al mensaje evangélico: «He aquí la esclava del Señor: hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38).
Creo reconocer en la humildad y la obediencia de la Santísima Virgen la senda de Dios en nosotros, la condición de su venida interior en Aquélla y en nosotros. Ella se llama a sí misma: esclava. Es Madre y como tal la proclama Dios. Se refugia enteramente en la expresión de su obediencia y de su humildad.
Es digno de observarse que la gracia de Dios, en lugar de la euforia y de la exaltación, o incluso de la simple sorpresa, sólo hace germinar en ella la humildad más profunda. Y por este indicio reconocemos la corrección sobrenatural de nuestra actitud cuando la gracia de Dios, cuando la luz de Dios, cuando la alegría que nos viene de Él, cuando el amor y la confianza de Dios no hacen sino acentuar y provocar en nosotros un más profundo sentimiento de humildad: «¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él?» (Sal 8,4). La gracia de Dios sigue viniendo. Nada importa tanto como el procedimiento que nos permite acogerla.
Esta es la primera senda por la que viene el Señor a nosotros: la humildad; es la piedra de toque de nuestra virtud, es la demostración de que hemos acogido la gracia como debíamos.
¿Podemos reconocer alguna otra senda del mismo orden?
La docilidad. La Virgen dice: «Ecce», heme aquí. Y esta docilidad, esta ductilidad del alma llega hasta el abandono en las manos de Dios:
«Hágase en mí según tu palabra. 
¡Heme aquí!» (Lc 1,38).
Hay aquí algo que enriquece la misma obediencia: la obediencia proviene de la voluntad, pero la docilidad es una actitud, un rasgo del alma misma. Y ésta es una de las vías por las que viene el Señor a nosotros. Es la humildad descendiendo de la voluntad al pensamiento, y del pensamiento al alma y a la vida: «Los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios» (Rm 8,14).
No os resistáis, no seáis inflexibles, no os defendáis, no busquéis ni en vuestro corazón ni en los libros las maneras de escapar de esta disposición de docilidad. El Señor viene a vosotros a través de ella:
«Si hoy escucháis su voz,
no endurezcáis vuestro corazón» (Sal 94,7).

Comprended bien vuestra vida, que es esencialmente monástica y monárquica, y que es vida de familia, en la que, consecuentemente, debe haber unidad de pensamiento: «Estad perfectamente unidos en un mismo espíritu y en un mismo sentir» (1Co 1,10).
No es un ejército, sino una familia.
No se rige por la disciplina, sino por el amor.
Exige una delicadeza más profunda, más solícita,
un carácter más filial.
Y no creáis que cuando el Abad habla así reclama algo para él; reclama para vosotros; apela a vuestros intereses sobrenaturales: «Somos embajadores de Cristo» (2Co 5,20); desea enderezar la senda por la que el Señor viene a vuestra alma.
Pero aún hay más en la respuesta de Nuestra Señora: una muestra de valor y de entereza sobrenatural. Esta muestra no tiene una expresión formal, pero nadie podría dudar de que se encuentra presente. No era sólo al honor a lo que llamaba el Ángel a la Madre de Dios, sino también al dolor, ¡y a qué dolor! De ello diremos sólo una palabra para no ensombrecer las alegrías de la Navidad, y es que la Virgen no ignoraba a qué sufrimientos, a qué humillaciones, a qué programa de terrible dolor se consagraban la Madre de Dios y su Hijo. ¡El Calvario antes de tiempo!
No me atrevería a decir que esta experiencia no enseñó nada a la Virgen, ni que ciertas realidades no la sorprendieran hasta estremecerla. El dolor, incluso previsto, incluso conocido por adelantado, se presenta a menudo con detalles y particularidades inesperados que acentúan su crueldad: «Una espada atravesará tu alma» (Lc 2,35).
Con todo, creo que el anciano Simeón no le enseñó nada nuevo. Si recordamos, la Virgen había vivido mucho tiempo en el Templo; había penetrado el sentido divino de toda esta liturgia mosaica que estaba llena de Cristo y de su sacrificio; conocía la Sagrada Escritura –mejor que san Juan Bautista, comprendía lo que significaba el apelativo “el Cordero de Dios”; y como los antiguos profetas atentos a la luz de Dios: «Procuraban descubrir a qué tiempo y a qué circunstancias se refería el Espíritu de Dios que estaba en ellos, cuando les predecía los sufrimientos destinados a Cristo y las glorias que les seguirían» (1P 1,11)–; conocía el Evangelio contenido en la profecía de Isaías: «Creció como un retoño delante de él, como raíz en tierra árida; no tenía apariencia ni presencia...» (Is 53,2).
Por lo demás, siempre me ha parecido que Dios se debía a sí mismo y debía a la que Él había asociado a la obra redentora de su Hijo, no permitir que su Madre ignorara la realidad de su vocación. Si recordamos que, en el mismo instante en que la Virgen expresaba esta adoración suprema, el Hijo de Dios, su Hijo, nacía en su seno y que, al mismo tiempo que se pronunciaba He aquí la esclava del Señor, se elevaba hacia Dios un acto de adoración, eco del suyo: «He aquí, Dios mío, que he venido para hacer tu voluntad» (Sal 39,9), comprenderemos que el misterio del dolor se le había revelado a la Virgen al mismo tiempo que el misterio de su Maternidad; admiraremos también la invencible firmeza y la valentía de su alma, que va, por sí misma, y llena de la fuerza de Dios, hacia este martirio. ¡Qué endebles nos parecen nuestros dolores y nuestras mortificaciones, nuestras pruebas, nuestros sufrimientos y hasta los tormentos de los mismos mártires!
Veamos otro de los caminos por los que Dios viene también a nosotros:
• la fortaleza sobrenatural,
• la fortaleza contra nosotros mismos.
Pues nosotros somos especialmente resolutivos cuando se trata del sufrimiento de otro; quizás soportamos, incluso, una enfermedad física con firmeza, pero luego somos muy débiles cuando se trata de ser dueños de nosotros mismos: «Más vale el paciente que el héroe, más el dueño de sí mismo que el conquistador de ciudades» (Pr 16,32).
En fin, la perseverancia.
Todo esto está implícito en la definición que la Virgen da de sí misma. Una definición porque es la expresión de lo esencial y, al mismo tiempo, la expresión de lo inmutable, la fórmula que jamás será desmentida. Lo que se es por definición se es en todo momento y para siempre. Es la vida entera de la Virgen la que encontramos condensada en la Esclava del Señor. 
Que en este punto, como en cualquier otro, en este camino del Señor y en cualquier otro, Ella sea nuestro modelo, ejemplo acabado, ayuda, educadora; en una palabra: Madre.

«MISSUS EST» 1913.

Fuente: Ediciones Monte Casino, Benedictinas, Zamora, por gentileza de Sor Sara Fernández