La Virgen en su función educadora

Abad Paul Delatte, Monasterio de Solesmes

 

Hemos hecho notar a menudo el procedimiento usado por la Iglesia en su liturgia, aplicándole a la Virgen lo que se dice de la Sabiduría eterna de Dios. Del capítulo 24 del Eclesiástico, la Iglesia ha tomado las palabras que ha puesto en los labios de la Santísima Virgen, haciéndole decir: «Yo soy la madre del amor hermoso, del temor, del conocimiento y de la santa esperanza». Parece así hacer derivar de ella las virtudes teologales, la vida sobrenatural, su plenitud y su perfección. No podemos objetar este pensamiento de la Iglesia, como si en este proceder viéramos sino un subterfugio y, en el sentido que ella da a sus palabras, algo como prestado y arreglado. Esto no me parece respetuoso ni con la Santísima Virgen ni con la propia Iglesia. ¿Entonces, es que la grandeza de la Santísima Virgen no podría ser definida más que a través de textos desviados de su sentido? ¿Tiene la Iglesia necesidad de sutilezas literarias y de forzar y adulterar las palabras divinas forzadas e infielmente traducidas para exaltar a la Madre de Nuestro Señor Jesucristo? ¿Tan pobre es la lengua de la Iglesia y tan vaga la gloria de Nuestra Señora que tiene que recurrir a adaptaciones forzadas, extrañas a la realidad, a simples figuras de dicción?
No, y cuando la Iglesia dice de la Virgen, cuando hace decir a la Virgen: «Ego mater pulchræ dilectionis et timoris et agnitionis et sanctæ spei», le atribuye una función de educadora activa para con nosotros. En el fondo, la santidad no es otra cosa que una educación sobrenatural bien hecha, una educación sobrenatural completamente lograda, y, según la Iglesia, la Virgen no podría permanecer al margen de eso. Ella es el verdadero punto de partida de esta educación sobrenatural.
Uno de los errores que me parecen más perjudiciales para esta obra de educación sobrenatural a la que la Virgen se entrega, es el de persuadirse de que Dios es un bien que hay que consquistar, que Dios es un objeto de conquista personal que obtendremos, que compraremos mediante un rescate pagado por nosotros. Es un punto en el que hay que ponerse de acuerdo: los errores de principio no tienen remedio. Me ha sucedido a veces, al iniciar a alguien en el ejercicio de las virtudes sobrenaturales que lleva en sí, la fe, la esperanza, la caridad –de estas virtudes que nos unen a Dios, a todo su pensamiento, a toda su voluntad, a toda su belleza; de estas virtudes cuyas energías ha vertido en nosotros el bautismo–, me ha ocurrido ver a las almas echarse atrás, como asustadas del consejo recibido, y recoger esta asombrosa respuesta: «Padre, esto es para los santos; eso es para las almas selectas. Tengo que prepararme antes. Y cuando sea digno, podré entrar en este camino. Déjeme aplazar mientras tanto unos procedimientos que superan mis fuerzas actuales». Yo me preguntaba de dónde procedía esa timidez. De la enseñanza metódica de la moral, donde a precede a b. Y quizás nosotros estemos persuadidos de que nuestra vida práctica debe pasar por todas las etapas que un pagano tendría que superar, y de que debemos reproducir todas las fases de la metódica enseñanza de la Escuela.
Quizás también este cálculo timorato se apoya en ciertas meditaciones fundamentales, muy verdaderas, muy eficaces incluso, en las que nos complacemos desmedidamente porque participan del orden natural mismo. Mas no habitamos en sótanos, por bellos que sean; no permanecemos durante toda nuestra vida en los cimientos.
«Creatus est homo...».
Nos referimos a los cimientos estáticos de nuestra vida, pero la dinámica de nuestra existencia no está ciertamente del todo comprendida en ellos. Porque, todo se resuelve en la acción; la acción es el fruto de lo que somos y el agente de lo que debemos ser y llegar a ser.
Hay un peligro real en partir siempre de la creación, y nunca de esta nueva creación llamada redención.
Por lo tanto, ¿me he equivocado calificando de timorato a este cálculo que nos hace aplazar el ejercicio de nuestras facultades sobrenaturales? No veo en ello sino una infinita ingenuidad, una presunción intolerable, junto a un desconocimiento de lo que Dios ha hecho en nosotros. ¡Se trata de la ignorancia de siempre!
Hablamos de educación, ¿no? ¡Pues bien! ¿No es ley de toda educación que sólo llegue a desarrollar en el ser lo que está por adelantado contenido en él? Sólo llegamos a hacer explícito lo que está presente, aunque velado. Tratad de hablarle de moral, de metafísica, o de matemáticas a un animal, perderéis el tiempo. ¿Por qué encontráis inteligencia en el niño? Porque esa inteligencia está en él ¿Por qué halláis conciencia? Pues porque la conciencia, toda ella está ya en él, y sólo espera la chispa que la haga encenderse. Y siendo constante esta ley educativa de que no podemos hacer salir del ser sino lo que contiene, ¿pretendéis hacer habitar a Dios en un alma vacía de Dios? ¿Pretendéis crear a Dios en vuestra alma? No, Dios no es un objeto de conquista.
Él no es algo que se conquiste.
Lo poseemos cuando Él se da, y sabemos que Él se ha dado: «Mirad qué amor nos ha tenido Dios... (1Jn 3,1). Y nosotros hemos conocido y hemos creído en la Caridad (Ibid. 4,16). Dios amó tanto al mundo que le entregó a su Unigénito» (Jn 3,16). Y, dentro de unos días, diremos: «Nos ha nacido un niño y se nos ha dado un Hijo».
¿No es cierto que existe una especie de pelagianismo y de secreto naturalismo en el hecho de retroceder ante el ejercicio de nuestras verdaderas facultades sobrenaturales? La primera condición de nuestra educación consiste en reconocer exactamente su punto de partida: «No digas en tu corazón: ¿Quién subirá al cielo? Es decir, para hacer bajar a Cristo; o: ¿Quién bajará al abismo? Es decir, para hacer subir a Cristo de entre los muertos. Entonces, ¿qué dice la Escritura? Cerca de ti está la palabra, en tu boca y en tu corazón» (Rm 10,78).
Permitidme formular una paradoja:
¡unos momentos de visión intuitiva!
¡Pero si nosotros poseemos, en nuestra fe, una equivalencia real de ella! Mejor aún, ella es la raíz de la visión. Nuestra fe tiene el valor de nuestra visión. Sólo nuestro cuerpo la intercepta. Pero bastaría con la caída de este muro para que nuestra fe se abriera por sí misma en visión.
¡Ah!, entiendo perfectamente la respuesta: «¡Para mí eso no tiene el mismo efecto!». Eso es culpa vuestra. En sí, la fe tiene el valor de la visión. Dios cuando se oculta tiene el mismo valor que cuando se muestra, y si vuestra fe fuera en vosotros lo que fue en nuestros Padres, haría en vosotros lo mismo que hizo en ellos. Ellos caminaban ante Dios, con Dios.
Y su perfección les venía de esta asiduidad; su valentía les venía de ahí: «[Moisés] se mantuvo firme, como si viera al invisible» (Hb 11,27). En esto consiste la ley de la vida cristiana: «Que nosotros miremos, no a lo visible, sino a lo invisible» (2Co 4,18). La fe es así la sustancia misma de las cosas que esperamos. Después de haber reconocido que Dios se ha donado, lo que constituye el punto de partida de toda nuestra educación sobrenatural, no creamos que no tenemos ya nada que hacer respecto a este primer dato de nuestra educación. Antes de convertirse en visión, por obra misma de la Virgen, nuestra fe debe convertirse en la agnitio. «Yo soy la Madre del conocimiento» (Si 24,17).
La Agnitio (epignosis) es un término medio entre la visión y la fe, tomando prestado de la una y de la otra. Y mediante esta fe, hacer que Dios se sienta a gusto en nosotros, darle lugar, dejarle el campo libre.
Expliquémonos. Conocemos el punto de partida de nuestra educación, he aquí la obra que debemos realizar: «Que Cristo habite por la fe en vuestros corazones» (Ef 3,17). Esto no quiere decir que no tengamos nada que hacer. No es Dios, sino nuestra alma entera lo que es necesario conquistar para Dios. Conviene que se produzca esa unidad en nosotros. En esto consiste la verdadera educación. Es preciso derribar la barrera entre nuestra actividad cotidiana y Dios. Yo la llamo egoísmo: un conjunto de disposiciones opacas y duras, egoístas y personales, que limitan a Dios, que reducen su acción y rebajan la nuestra; ni nosotros somos lo que somos, ni Dios se encuentra libre en nosotros...
Los hombres se consideran a sí mismos como la parte de su alma de donde sacan la iniciativa y la dirección de su actividad. Hay hombres–niños, hay hombres–animales, hay hombres que son hombres, hay superhombres, o cristianos; hay un Hombre–Dios, tan unido a Dios que el impulso, la iniciativa, la dirección, el carácter, la medida de sus actos le venían y le vienen de Dios. 
Será preciso hacer espacio a Dios.
Nuestras tendencias, nuestros hábitos, nuestros impulsos instintivos, nuestras preferencias; ¡será necesario que reproduzcamos en nosotros algo de la unión hipostática! Nuestros actos, en lugar de brotar de nosotros, vendrían de Él.
¡Un ideal! ¡Un sueño! «Que Cristo sea todo en todos (Col 3,11) –a fin de que Dios sea todo en todos (1Co 15,28). –Alegraos siempre en el Señor (Flp 4,4). –[Que la paz de Dios] custodie vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús» (Flp 4,7).
En la práctica y en el detalle: la mirada, es decir, el ejercicio de nuestra fe. Todo pensamiento está en contacto con su objeto, todo pensamiento es experiencia, todo pensamiento es imantación: el pensamiento es un comienzo de la acción que realiza e integra en nosotros lo que miramos.
El esfuerzo dulce y amoroso.
Colocarnos bajo una influencia persuasiva, bajo un agente todopoderoso. –Las palabras del Padre Faber... –La Encarnación, Un resumen tan amable de toda la realidad divina hace a Dios más cercano a nosotros ...
Ella personaliza:
– el Amor del Padre,
– la Gracia del Hijo,
– la Pureza viviente del espíritu de Dios.
En ella misma se encuentra todo cuanto enseñará a los que la escuchen y la amen.
El ejemplo,
la caridad,
la influencia persuasiva...
Ella llevó a cabo la educación de su Hijo. También realizará la nuestra. No nos resistimos a una Madre: es la Omnipotencia. Seguimos siendo unos niños para ella. Para Dios, para la Iglesia, para la Virgen, somos siempre niños pequeños: «Hijos míos, por quienes sufro de nuevo los dolores de parto hasta ver a Cristo formado en vosotros» (Ga 4,19).

Fuente: Ediciones Monte Casino, Benedictinas, Zamora, por gentileza de Sor Sara Fernández