“Proclama
mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios mi
Salvador, porque ha mirado la humillación de su esclava. Desde ahora,
todas las generaciones me llamarán bienaventurada” (Lc. 1, 46-48). En el
Magnificat la Virgen María canta su inmensa gratitud a Dios que ha
posado su mirada no sobre una reina del tiempo, sino sobre la pequeñez
de una desconocida muchacha de Nazaret. Desde lo profundo de su corazón,
enamorado del Amor eterno, María le glorifica exultando en su espíritu
por la inmensa bondad que le ha derramado en su seno y, rebosante de
alegría, exclama con aquella expresión profética: “¡Desde ahora, todas
las generaciones me llamarán bienaventurada!”.
Pertenecemos también nosotros a esas generaciones,
llamados a unirnos conscientemente al Magnificat de María, para exaltar,
junto a Ella, la infinita bondad de Dios que, precisamente gracias al “Aquí
estoy” de nuestra Señora, se revela y resplandece en el Rostro humano de
Jesucristo.
El Corazón de María nos educa y nos forma para que nuestro corazón
llegue a ser como el suyo: un cántico de alabanza y de gratitud perenne
al Señor por la maravillas que continuamente Él opera en el corazón de
cada hombre. Jesús afirma en el Evangelio: “Mi Padre actúa siempre y yo
también actúo” (Jn. 5, 17); para poder conocer mejor esta Obra de Amor
de la Santísima Trinidad somos invitados a unirnos al Magnificat mariano.
En efecto, el espíritu todo puro, inmaculado de la Virgen despierta el
nuestro y lo rescata de la oscuridad y torpeza que, con cierta
frecuencia, lo vence para hacerlo exultar en Dios Salvador. Unido a
Ella, todo se despierta y exulta, las criaturas se estremecen de alegría,
así como ha sucedido en el encuentro con su prima Isabel: “Apenas Isabel
oyó el saludo de María, el niño salto en su seno” (Lc 1, 41). El
Magnificat de María empapa toda la Iglesia e incita a cada alma, que se
una a Ella, a abrirse a la misericordia divina.
Qué importante es, entonces, hacer de nuestra vida un
Magnificat: acoger la bondad de Dios y, en la gratitud, irradiarla con
todo nuestro ser, como siempre ha hecho María al encontrarse con cada
criatura. No se puede acoger verdaderamente un don, si no se es
agradecido hacia quien nos lo ha dado. El Magnificat es signo de
auténtica acogida, de sincera gratitud por cada don donado por Dios.
Cuando falta la gratitud cada acción aparece sin
sentido: “¡Si conocieras el don de Dios!” (Jn 4, 16). Es necesario
conocer para apreciar y ser agradecidos. La gratitud es fruto de este
reconocimiento interior y exterior y es fundamental para toda la vida.
Es necesario practicarla desde niños, para que nuestra
existencia supere la melancolía litánica de lamentaciones y se convierta
en un canto de alabanza. En el Magnificat de María cada uno de nosotros
aprende qué es la oración y la gratitud.
Este espléndido cántico, el Magnificat, María no lo ha proclamado y
rezado sólo para Ella, sino para todas las generaciones que, llamándola
“bienaventurada”, se unirán en comunión de corazón y de mente con su
perenne alabanza aprendiendo de Ella, Madre de la Iglesia, a acoger, en
el corazón y en la Iglesia, al Salvador para llevarlo al mundo. ¿Quién
puede donárnoslo mejor y más que Ella? ¡Quién puede enseñarnos a
recibirlo mejor y más que Ella!
Que el Magnificat sea para todos nosotros la oración
que no sólo calienta el corazón sino que lo sacude y lo empuja para
salir al encuentro de las personas de cada generación.