El “Magnificat” de la Madre se convierte en el “Magnificat” de sus hijos

Padre Luciano Alimandi

“Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador, porque ha mirado la humillación de su esclava. Desde ahora, todas las generaciones me llamarán bienaventurada” (Lc. 1, 46-48). En el Magnificat la Virgen María canta su inmensa gratitud a Dios que ha posado su mirada no sobre una reina del tiempo, sino sobre la pequeñez de una desconocida muchacha de Nazaret. Desde lo profundo de su corazón, enamorado del Amor eterno, María le glorifica exultando en su espíritu por la inmensa bondad que le ha derramado en su seno y, rebosante de alegría, exclama con aquella expresión profética: “¡Desde ahora, todas las generaciones me llamarán bienaventurada!”.
Pertenecemos también nosotros a esas generaciones, llamados a unirnos conscientemente al Magnificat de María, para exaltar, junto a Ella, la infinita bondad de Dios que, precisamente gracias al “Aquí estoy” de nuestra Señora, se revela y resplandece en el Rostro humano de Jesucristo.
El Corazón de María nos educa y nos forma para que nuestro corazón llegue a ser como el suyo: un cántico de alabanza y de gratitud perenne al Señor por la maravillas que continuamente Él opera en el corazón de cada hombre. Jesús afirma en el Evangelio: “Mi Padre actúa siempre y yo también actúo” (Jn. 5, 17); para poder conocer mejor esta Obra de Amor de la Santísima Trinidad somos invitados a unirnos al Magnificat mariano.
En efecto, el espíritu todo puro, inmaculado de la Virgen despierta el nuestro y lo rescata de la oscuridad y torpeza que, con cierta frecuencia, lo vence para hacerlo exultar en Dios Salvador. Unido a Ella, todo se despierta y exulta, las criaturas se estremecen de alegría, así como ha sucedido en el encuentro con su prima Isabel: “Apenas Isabel oyó el saludo de María, el niño salto en su seno” (Lc 1, 41). El Magnificat de María empapa toda la Iglesia e incita a cada alma, que se una a Ella, a abrirse a la misericordia divina.
Qué importante es, entonces, hacer de nuestra vida un Magnificat: acoger la bondad de Dios y, en la gratitud, irradiarla con todo nuestro ser, como siempre ha hecho María al encontrarse con cada criatura. No se puede acoger verdaderamente un don, si no se es agradecido hacia quien nos lo ha dado. El Magnificat es signo de auténtica acogida, de sincera gratitud por cada don donado por Dios.
Cuando falta la gratitud cada acción aparece sin sentido: “¡Si conocieras el don de Dios!” (Jn 4, 16). Es necesario conocer para apreciar y ser agradecidos. La gratitud es fruto de este reconocimiento interior y exterior y es fundamental para toda la vida. Es necesario practicarla desde niños, para que nuestra existencia supere la melancolía litánica de lamentaciones y se convierta en un canto de alabanza. En el Magnificat de María cada uno de nosotros aprende qué es la oración y la gratitud.
Este espléndido cántico, el Magnificat, María no lo ha proclamado y rezado sólo para Ella, sino para todas las generaciones que, llamándola “bienaventurada”, se unirán en comunión de corazón y de mente con su perenne alabanza aprendiendo de Ella, Madre de la Iglesia, a acoger, en el corazón y en la Iglesia, al Salvador para llevarlo al mundo. ¿Quién puede donárnoslo mejor y más que Ella? ¡Quién puede enseñarnos a recibirlo mejor y más que Ella!
Que el Magnificat sea para todos nosotros la oración que no sólo calienta el corazón sino que lo sacude y lo empuja para salir al encuentro de las personas de cada generación.

Fuente:  fides.org