La Encarnación del Hijo de Dios en la Llena de Gracia.

Fray Julián de Cos, O.P.

La Anunciación del ángel Gabriel viene precedida de un saludo muy especial: “Dios te salve María, llena eres de gracia. El Señor está contigo” (Lc 1,28). Y lógicamente María se queda desconcertada antes tales palabras (cf. Lc 1,29).

María es una sencilla mujer de un pueblo perdido de Palestina. Hasta entonces su vida no ha tenido nada de particular. La pureza de su corazón la ha encaminado por una humilde y anónima vida de familia. Pero este saludo del ángel le muestra que, realmente, es alguien muy especial: ella es la “Llena de Gracia”, aquella a quien Dios ha elegido para enviar al mundo a su Hijo único.

Ella es la mujer que ha aceptado la difícil responsabilidad de ser la Madre de nuestro Salvador. Y sólo ella es capaz de hacerlo. Sólo la “Llena de Gracia” puede tomar esta dura carga. Pero sabemos que Dios estará siempre con ella. No dejará jamás a su humilde servidora. Dios compartirá con ella las alegrías y los sufrimientos que conlleva ser la Madre del Redentor.

Podemos ver cómo este pasaje nos sitúa en un momento espiritual muy intenso: el Espíritu Santo vendrá sobre María y el poder del Altísimo la cubrirá con su sombra (cf. Lc 1,35). En la Encarnación, María es una especie de “punto de tangencia”: el mundo divino, infinito y pleno, y el mundo terrenal, limitado e imperfecto, se tocan en su virginal cuerpo. Ella concebirá y dará a luz al Hijo de Dios (cf. Lc 1,31).

Estamos ante un gran misterio. Un maravilloso acontecimiento en el que nosotros también somos muy importantes, pues si Dios ha enviado a su Hijo Único, es para salvarnos. Cuando María acepta la carga de ser la Madre de Dios (cf. Lc 1,38), lo hace pensando en cada uno de nosotros. Su aceptación afecta a toda la humanidad, a toda la creación.

Por eso nosotros comenzamos nuestra oración a María con el especial saludo del ángel Gabriel: “Dios te salve María, llena eres de gracia. El Señor está contigo”.

Fuente: rosarium.op.org