A los seis meses, el
ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea llamada
Nazaret, a una virgen desposada con un hombre llamado José, de la
estirpe de David; la virgen se llamaba María.
El ángel, entrando en
su presencia, dijo:
-«Alégrate, llena de gracia, el Señor está
contigo.»
Ella se turbó ante estas palabras y
se preguntaba qué saludo era aquél.
El ángel le dijo:
-«No temas,
María, porque has encontrado gracia ante Dios. Concebirás en tu vientre
y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Será grande, se
llamará Hijo del Altísimo, el Señor Dios le dará el trono de David, su
padre, reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá
fin.»
Y María dijo al ángel:
-«¿Cómo será eso, pues no conozco a
varón?»
El ángel le contestó:
-«El Espíritu Santo vendrá sobre ti,
y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el Santo que
va a nacer se llamará Hijo de Dios.
Ahí tienes a tu pariente Isabel,
que, a pesar de su vejez, ha concebido un hijo, y ya está de seis meses
la que llamaban estéril, porque para Dios nada hay imposible.»
María
contestó:
-«Aquí está la esclava del Señor; hágase en mí según tu
palabra.»
Y la dejó el ángel.
EL CREDO
Nuestra fe afirma el contenido del
Evangelio: “Creo en Jesucristo su único Hijo Nuestro Señor, que fue
concebido por obra y gracia del Espíritu Santo. Nació de Santa María
Virgen”.
Ya el profeta Isaías había hecho este anuncio: “la
virgen está encinta y da a luz un hijo, y le pondrá por nombre
Emmanuel, que significa “Dios-con-nosotros”» (7, 14). Esta promesa
tendría cumplimiento en la Encarnación del Hijo de Dios en las
entrañas virginales de María.
Ante el anuncio de que iba a ser
madre, María preguntó: “¿Cómo será eso, pues no conozco varón?”. Ella,
sin dudar de la posibilidad de su cumplimiento, quiere solamente
conocer la forma de su realización. "Buscó el modo; no dudó de la
omnipotencia de Dios" (San Agustín).
“El Espíritu Santo vendrá
sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra”. María,
siendo virgen, concibió en su seno por obra del Espíritu Santo, es
decir, por obra del mismo Dios. El ser humano, que comienza a vivir
junto a su corazón, toma la carne de María, pero su existencia es obra
de Dios. Es plenamente hombre pero viene del cielo. El hecho de que
María concibiera permaneciendo virgen, atestigua que fue Dios quien
tomó la iniciativa y revela la divinidad de Jesús: “Por eso el Santo
que va a nacer será llamado Hijo de Dios”.
LAS DUDAS DE JOSÉ
Ante las dudas de José (“Antes de vivir juntos resultó que ella
esperaba un hijo, por obra del Espíritu Santo”), el ángel del Señor le
dio la misma respuesta: “la criatura que hay en ella viene del
Espíritu Santo” (Mt 1, 18-20). En tiempos de María y José, en las
ceremonias de boda había dos momentos: en casa de la novia se hacía un
contrato de esponsales, los esposos bebían de la misma copa de vino y
se pronunciaba una bendición; María era ya la “mujer” de José, aunque
ella seguía viviendo en casa de sus padres. Después de un tiempo
(hasta varios meses), la novia con su acompañamiento era conducida a
la casa de la nueva familia y, en medio de una gran fiesta, entraba en
la habitación nupcial. El de José y María fue un verdadero matrimonio,
no una apariencia. Pero fue un matrimonio
virginal:
por especial gracia de Dios, José y María recibieron el don de la
virginidad y la gracia del matrimonio.
MADRE VIRGEN
El
Papa Juan Pablo II en su Catequesis del día 10 de julio de 1996 decía
que “los evangelios contienen la afirmación explícita de una
concepción virginal de orden biológico, por obra del Espíritu Santo”.
El Catecismo de la Iglesia Católica (n. 496) nos recuerda que la
Iglesia hizo suya esta verdad ya desde las primeras formulaciones de
la fe. El mismo Catecismo (n. 510) cita una frase de San Agustín
(354-430): María "fue Virgen al concebir a su Hijo, Virgen durante el
embarazo, Virgen en el parto, Virgen después del parto, Virgen
siempre" (Sermón 186, 1). Los Santos Padres, ya desde el principio,
hablan explícitamente de una generación virginal de Jesús real e
histórica, no solamente moral. En la fórmula de la definición como
dogma de fe de la Asunción de María en cuerpo y alma a los cielos
(Papa Pío XII, 1-11-1950) se afirma explícitamente refiriéndose a
María: “La Inmaculada Madre de Dios, siempre Virgen”. Y concluye el
Papa Juan Pablo II en la catequesis antes citada: “la virginidad de
María está íntimamente vinculada a
su maternidad divina y a su
santidad perfecta”.
LA RESPUESTA DE MARÍA
“Aquí está la
esclava del Señor, hágase en mi según tu palabra”. Fue la respuesta
sencilla y audaz de María. Este sí “implica a la vez la maternidad y
la virginidad” (Benedicto XVI). Y el Papa Juan Pablo II decía: “El
"sí" de María y de José es pleno y compromete toda su persona:
espíritu, alma y cuerpo”.
San Agustín, comentando el evangelio
de la Anunciación, afirma: "El ángel anuncia, la Virgen escucha, cree
y concibe". Y añade: "Cree la Virgen en el Cristo que se le anuncia, y
la fe le trae a su seno; desciende la fe a su corazón virginal antes
que a sus entrañas la fecundidad maternal". Y el Concilio Vaticano II
dice: "Con razón, pues, creen los santos Padres que Dios no utilizó a
María como un
instrumento puramente pasivo, sino que ella
colaboró por su fe y obediencia libres a la salvación de los hombres”.
La respuesta de María manifiesta una actitud muy propia de la
piedad del Antiguo Testamento: libre sumisión a Dios, abandono a su
voluntad y plena disponibilidad en favor de su pueblo. María "se
entregó totalmente a sí misma, como esclava del Señor, a la persona y
a la obra de su Hijo. Con él y en dependencia de él, se puso, por la
gracia de Dios todopoderoso, al servicio del misterio de la redención"
(Concilio Vaticano II). La actitud de la Virgen María encarna el
modelo perfecto de cómo hay que recibir al Señor: con fe, generosidad
y con plena disponibilidad, abriendo nuestra existencia al amor de
Dios.
AL SERVICIO DE LA RESURRECCIÓN
Desde el momento en
que el Verbo se hizo carne en las purísimas entrañas de María, “estaba
todo al servicio de la resurrección” (San Agustín).
En la
oración conclusiva del Angelus le pedimos a Dios que derrame su gracia
en nuestros corazones, para que, habiendo conocido por el anuncio del
ángel la encarnación de Jesucristo, “lleguemos por su pasión y su cruz
a la gloria de la resurrección”.
El mismo mensaje se
pone de manifiesto en las oraciones de la misa de solemnidad de la
Anunciación del Señor (25 de marzo): En la Oración Colecta le pedimos
a Dios que “cuantos confesamos a nuestro Redentor Dios y hombre
merezcamos ser partícipes también de su naturaleza divina”, mediante
la gracia, que “es la gloria en el exilio, la gloria es la gracia en
la casa del Padre (Newman). Y Santo Tomás de Aquino dice que “la
gracia no es otra cosa que un anticipo o incoación de la gloria en
nosotros (STh II-II, 24, 3 ad 2).
Y en la Oración después de la
comunión oramos al Señor para que confirme en nuestros corazones la
verdadera fe en Cristo como Dios y hombre verdadero concebido por la
Virgen María y así “merezcamos llegar a la alegría eterna por la
fuerza de su resurrección salvadora”. La salvación y la plenitud del
ser humano son la participación en la gloria de Cristo, la que posee
en la humanidad que ha asumido en su encarnación” (Santo Tomás de
Aquino).