MARÍA, MADRE DE LA IGLESIA

             ENSEÑANZAS DE LOS PAPAS

 

TEXTOS RECOPILADOS POR P. MARIANO ESTEBAN CARO

 

 

BENEDICTO XIV (1740-1758)

 

BULA GLORIOSAE DOMINAE: 27 de septiembre de 1748 (Bullarium Romanum, continuatio, t. II, 1846, p. 428).

 

Es el primer Papa que se refiere a María como Madre de la Iglesia. Al comentar la presencia de María al pie de la Cruz, dice:

 

“La Iglesia católica, instruida por el Magisterio del Espíritu Santo, siempre ha profesado la máxima devoción filial hacia María, como amantísima Madre, que fue dejada como herencia por la misma voz de Jesús, su esposo moribundo”

 

PÍO VIII (1829-1830)

BULA “PRAESENTISSIMUS”: 30 de marzo de 1830  (Bullarium Romanum, 9, 106).

En su corto Pontificado quiso afianzar la confianza de los fieles en la protección de la Virgen María, “porque Ella es nuestra Madre, Madre de piedad y de gracia, Madre de misericordia, a quien Cristo, cuando iba a morir en la cruz, nos entregó, para que Ella rogase por nosotros ante su Hijo”.

 

LEÓN XIII  (1878-1903)

 

ENCÍCLICA ADIUTRICEM POPULI (4)


“El misterio de la excelsa caridad que Cristo tuvo para con nosotros se revela luminosamente por el hecho de haber querido, al morir, entregar su Madre a Juan para que fuese su madre, por virtud de aquel memorable testamento: He ahí tu hijo (Jn 19,26). Según la interpretación constante de la Iglesia, Jesucristo quiso designar en la persona de Juan a todo el género humano; y más especialmente a los que se adhiriesen a Él por la fe. Y en este sentido pudo decir San Anselmo de Cantorbey: “¿Qué puede concebirse más digno sino que Vos, oh Virgen santísima, sois Madre de aquellos que tienen a Jesucristo  por hermano?” (San Anselmo, Or. 47, antes 46).

Ella aceptó, pues, el ministerio de este singular y laborioso oficio y lo desempeñó con magnanimidad, auspiciándose su iniciación en el Cenáculo. Ella ayudó admirablemente a los primeros cristianos por la santidad de su ejemplo, la autoridad de su consejo, la dulzura de su consuelo y la eficacia de sus santas plegarias. Y en efecto, mostrase, pues, madre de la Iglesia y maestra y Reina de los apóstoles a quienes comunico parte de las divinas sentencias que conservaba en su corazón”.

 

 

SAN PÍO X   (1903-1914)

 

EPIST. EX OMNIBUS LOCIS (AAS 6  1914, 376)

 

“María no dejó nunca y de ningún modo aquel cariño materno, por la que es Esposa de su Hijo (la Iglesia), que Dios la buscó últimamente por medio del derramamiento de su sangre, y la formó con cuidado hasta el último aliento”.

 

AD DIEM ILLUM LAETISSIMUM: 2 DE FEBRERO DE 1904 (AAS 36 (1903-1904)

 

¡Cuántos dones excelsos y por cuántos motivos desea esta santísima Madre proporcionárnoslos, con tal que tengamos una pequeña esperanza, y cuán grandes logros seguirán a nuestra esperanza!

¿No es María Madre de Cristo? Por tanto, también es madre nuestra. Pues cada uno debe estar convencido de que Jesús, el Verbo que se hizo carne, es también el salvador del género humano y en cuanto Dios-Hombre, fue dotado, como todos los hombres, de un cuerpo concreto; en cuanto restaurador de nuestro linaje, tiene un cuerpo espiritual, al que se llama místico, que es la sociedad de quienes creen en Cristo. Siendo muchos, somos un solo cuerpo en Cristo. Por consiguiente, la Virgen no concibió tan sólo al Hijo de Dios para que se hiciera hombre tomando de ella la naturaleza humana, sino también para que, a través de la naturaleza tomada de ella, se convirtiera en salvador de los mortales. Por eso el Ángel dijo a los pastores: Os ha nacido hoy el Salvador, que es el Señor Cristo. Por tanto en ese uno y mismo seno de su castísima Madre Cristo tomó carne y al mismo tiempo unió a esa carne su cuerpo espiritual compuesto efectivamente por todos aquellos que habían de creer en El. De manera que cuando María tenía en su vientre al Salvador puede decirse que gestaba también a todos aquellos cuya vida estaba contenida en la vida del Salvador. Así pues, todos cuantos estamos unidos con Cristo y los que, como dice el Apóstol, somos miembros de su cuerpo, partícipes de su carne y de sus huesos, hemos salido del vientre de María como partes del cuerpo que permanece unido a la cabeza. De donde, de un modo ciertamente espiritual y místico, también nosotros nos llamamos hijos de María y ella es la madre de todos nosotros. Madre en espíritu... pero evidentemente madre de los miembros de Cristo que somos nosotros. En efecto, si la bienaventurada Virgen es al mismo tiempo Madre de Dios y de los hombres ¿quién es capaz de dudar de que ella procurará con todas sus fuerzas que Cristo, cabeza del cuerpo de la Iglesia, infunda en nosotros, sus miembros, todos sus dones, y en primer lugar que le conozcamos y que vivamos por él?

 

 

BENEDICTO XV (1854-1922)

 

ENCÍCLICA FAUSTO APPETENTE DIE: 29 de junio de1921  (AAS XIII 329)

 

En esta Encíclica, con ocasión del VII centenario de la muerte de Santo Domingo de Guzmán, decía el Papa Benedicto XV:

“Así, pues, la Iglesia, por medio principalmente del Rosario, siempre ha encontrado en María a la madre de gracia y de misericordia precisamente tal cual ha tenido costumbre de saludarla”  

 

 

PÍO XI (1922-1939)

 

CARTA APOSTÓLICA “EXPLORATA RES EST DE 2 DE FEBRERO DE 1923 (AAS 15, 1923, 104

 “La Virgen dolorosa participó con Jesucristo en la obra de la redención, y constituida Madre de los hombres, los acogió como hijos, y los defiende con todo su amor, como encomendados a ella por el testamento de su caridad divina”.

 

DISCURSO, 21 DE ABRIL DE 1926

Comentando el pasaje del Calvario (Evangelio de San Juan 19, 25-27), decía:

“Toda la Iglesia estaba allá, junto a Él, presente como en un germen fecundo en la humanidad y en la sangre de Jesucristo, toda la Iglesia estaba allá en la maternidad virginal de María Santísima, Madre de Jesús y de todos los fieles, que al pie de la Cruz había heredado por la sangre de su primer Hijo Jesús”.

CARTA “SEPTIMO ABEUNTE” DE 16 DE JULIO DE 1933 (AAS 25 , 1933, 435.

En una Carta a la Institución de los Siervos de María el Papa hizo una clara afirmación de la maternidad espiritual de María: “Dentro de poco tendrá lugar el recuerdo del séptimo centenario de la fundación de la Orden, dentro del año jubilar, en el que se celebra la redención del género humano y la constitución de la Virgen María, al pie de la cruz de su Hijo, como Madre de todos los hombres”.

 

PÍO XII (1939-1958)

 

ENCÍCLICA FULGENS CORONA (II):  8 DE SEPTIEMBRE DE 1953

En varias ocasiones el Papa se refiere a “nuestra dulcísima Madre María”, que, junto a la Cruz, “nos recibió como hijos en lugar del suyo”.

 

ENCÍCLICA AD CAELI REGINAM (III): 11 DE OCTUBRE DE 1954

III-María “por voluntad divina, tuvo parte excelentísima en la obra de nuestra eterna salvación”.

Destaca Pío XII el “singular concurso prestado a nuestra redención”.

“María fue asociada por voluntad de Dios a Cristo Jesús, principio de la salud, en la obra de la salvación espiritual, y lo fue en modo semejante a aquel con que Eva fue asociada a Adán, principio de muerte”.

IV- repite varias veces el papa la expresión “Reina y Madre”. María es “Reina y Madre del pueblo cristiano”.

“Ninguno pues se tenga por hijo de María, digno de ser recibido bajo su potentísima tutela, si a ejemplo suyo no se muestra dulce, justo y casto, contribuyendo con amor a la verdadera fraternidad”.

 

ENCÍCLICA MYSTICI CORPORIS (51): 29 DE JUNIO DE 1943

 “Y además, su Unigénito, accediendo en Caná de Galilea a sus maternales ruegos, obró un admirable milagro, por el que creyeron en Él sus discípulos. Ella, la que, libre de toda mancha personal y original, unida siempre estrechísimamente con su Hijo, lo ofreció como nueva Eva al Eterno Padre en el Gólgota, juntamente con el holocausto de sus derechos maternos y de su materno amor, por todos los hijos de Adán manchados con su deplorable pecado; de tal suerte que la que era Madre corporal de nuestra Cabeza, fuera, por un nuevo título de dolor y de gloria, Madre espiritual de todos sus miembros. Ella, la que por medio de sus eficacísimas súplicas consiguió que el Espíritu del Divino Redentor, otorgado ya en la Cruz, se comunicara en prodigiosos dones a la Iglesia recién nacida, el día de Pentecostés. Ella, en fin, soportando con ánimo esforzado y confiado sus inmensos dolores, como verdadera Reina de los mártires, más que todos los fieles, cumplió lo que resta que padecer a Cristo en sus miembros... en pro de su Cuerpo[de él]..., que es la Iglesia, y prodigó al Cuerpo místico de Cristo nacido del Corazón abierto de Nuestro Salvador el mismo materno cuidado y la misma intensa caridad con que calentó y amamantó en la cuna al tierno Niño Jesús.

Ella, pues, Madre santísima de todos los miembros de Cristo.

 

 

PAPA SAN JUAN XXIII  (1881-1963)

 

RADIOMENSAJE AL XVI CONGRESO EUCARÍSTICO DE ITALIA (13 DE SEPTIEMBRE DE 1959): AAS 51 (1959), 713:

“Nos confiamos que... todos los italianos con renovado fervor veneren en Ella a la Madre del Cuerpo Místico, del cual la Eucaristía es símbolo y centro vital”. 

 

RADIOMENSAJE AL ECUADOR (13 DE DICIEMBRE DE 1960): AAS 52 (1960), 52-53:

“María es Madre de Dios y Madre nuestra... Es la Madre de la Iglesia y contribuye con su oración omnipotente y con las gracias que derraman sus manos sobre mundo a la siembra y expansión de la semilla evangélica”.

 

RADIOMENSAJE AL I CONGRESO MARIANO INTERAMERICANO CELEBRADO EN BUENOS AIRES (13 DE NOVIEMBRE DE 1960): AAS 52 (1960) 280-982:

“Con deslumbres de claridad celeste, irradiada del Sol de justicia Cristo Nuestro Señor, se os presenta María a vosotros, que en estos días habéis estudiado los privilegios y prerrogativas de la que es Madre de la Iglesia”.

“La caridad patrimonio del cristianismo se fundamenta en la sublime realidad de estar todos los hombres vinculados en un mismo Padre Creador, en un mismo Redentor y en una misma Madre que El nos dio en el momento cumbre de la cruz”.

 

AHOMILÍA EN LA BASÍLICA LIBEFRIANA (8 DE DICIEMBRE DE 1960): AAS 53 (1961), 35.

 “Las gracias pedidas a la venerable Madre de Jesús y Madre nuestra en aquella circunstancia nos fueron concedidas o están en camino de concedérsenos amablemente”.

“Nos alegramos, por tanto, queridos hijos de Roma, de acogeros este año aquí y saludaros en esta áurea morada de la Madre de Jesús, que es nuestra Madre buena y bendita para todos y cada uno”.

“La sucesión de las circunstancias de conveniencias humanas, unas veces propicias, otras adversas o silenciosas a nuestras empresas, no podrá ni exaltarnos más de lo debido ni abatir nuestras energías, que confían, sobre todo, en la intercesión de la Inmaculada Madre de Jesús: Mater Ecclesiae et Mater nostra dulcissima (2).

“¡Oh, María, Madre, Reina de la Santa Iglesia…”!  

 

RADIOMENSAJE AL VII CONGRESO MARIANO NACIONAL DE FRANCIA:

9 DE JULIO DE 1961: AAS 53 (1961) 504-506

Os dirigimos algunas labras paternales, al final de ese nuevo Congreso Mariano Nacional que os ha reunido junto a la "Teresita de Lisieux" para contemplar el misterio de la "maternidad espiritual de la Santísima Virgen María".

“Buenos hijos, vosotros habéis sentido el noble anhelo de conocer mejor a vuestra Madre del cielo para amarla mejor”.

“Sin duda vosotros habéis meditado con fruto este "último testamento del Señor" que, en el momento supremo de su muerte entrega a su Madre al mundo como Madre universal de todos aquellos que creerán en Él y formarán su Iglesia Santa, Católica y Apostólica".

“Madre del Salvador, la Virgen María ha participado íntimamente en la obra redentora por la que Cristo hacía de nosotros sus miembros y nos llamaba a "convertirnos en hijos de Dios" (Jn 1,12). Y, como una madre que desea siempre lo mejor para sus hijos, ella nos conduce, mediante su ejemplo admirable y su poderosa intercesión, hacia la perfección de la caridad”.

“Corporalmente es la Madre de Cristo y espiritualmente la madre de su Cuerpo Místico, que es la Iglesia; realmente la madre de Dios es también nuestra Madre: Mater Dei est Mater nostra (San Anselmo, Oratio 52, PL. 158, 957 A)”.

“Cualquiera que sea nuestro estado de vida y nuestras responsabilidades, estamos todos envueltos en la dulce maternidad de la Virgen María que realiza con nosotros los mismos actos que toda madre prodiga a sus hijos; Ella ama, vela, protege, intercede. A cambio mostraos siempre católicos en vuestro amor a la Virgen María, omnium membrorum Christi sactissima Genitrix (Encíclica Mystici Corporis). Todos los católicos son, por tanto, hijos de Nuestra Señora y su piedad por María debe reflejar esa común pertenencia a la familia de los hijos de Dios, expresándose siempre por las manifestaciones habituales del culto secular dedicado por la Iglesia de Jesucristo a la Madre del Salvador”.

“La Madre de Cristo abraza a todos sus hijos con un mismo amor. Por tanto, es necesario que la roguemos con unánime corazón y la honremos con un culto católico. Haciendo esto seréis a la vez hijos de Nuestra Señora y servidores fieles de la Iglesia, una, santa, católica y apostólica”.

 

 

PABLO VI (1897-1978)

 

El día 21 de noviembre de 1964, en la clausura de la tercera sesión del Concilio Vaticano II, declaró a la bienaventurada Virgen María «Madre de la Iglesia, es decir, Madre de todo el pueblo de Dios, tanto de los fieles como de los pastores que la llaman Madre  Dios sea honrada por todo el pueblo cristiano con este gratísimo título».

DECLARACIÓN DE MARÍA MADRE DE LA IGLESIA

 

El Papa Pablo VI habría deseado que el concilio Vaticano II proclamase a «María, Madre de la Iglesia, es decir, Madre de todo el pueblo de Dios, tanto de los fieles como de los pastores ». Pero lo hizo él mismo en el discurso de clausura de la tercera sesión conciliar (21 de noviembre de 1964). Así enunciaba de forma explícita la doctrina ya contenida en el capítulo VIII de la Constitución Dogmática Lumen Gentium. Expresaba además su deseo de que el título de María, Madre de la Iglesia, tuviera un puesto cada vez más importante en la liturgia y en la piedad del pueblo cristiano.

El Papa Juan Pablo II, en la audiencia del 17 de septiembre de 1997, decía: “El título «Madre de la Iglesia» refleja, por tanto, la profunda convicción de los fieles cristianos, que ven en María no sólo a la madre de la persona de Cristo, sino también de los fieles”.

Pablo VI proclamó solemnemente y con la fuerza del magisterio ordinario, una verdad conocida y aceptada en la Iglesia universal. Esta promulgación tiene todo el valor doctrinal de un acto solemne del Magisterio ordinario de la Iglesia. En ese acto reconoció y aceptó una verdad transmitida por la tradición de la Iglesia, interpretando y completando la enseñanza del Concilio Vaticano II y reafirmando con su autoridad un acto conciliar, que, aunque no era una definición dogmática, tenía valor universal. Pero se trata de una “proposición de fe divina y católica”, con fundamento en la Sagrada Escritura y por el Magisterio unánime de la Iglesia.

 

DECLARACIÓN SOLEMNE

“Así, pues, para gloria de la Virgen y consuelo nuestro, Nos proclamamos a María Santísima Madre de la Iglesia, es decir, Madre de todo el pueblo de Dios, así de los fieles como de los pastores que la llaman Madre amorosa, y queremos que de ahora en adelante sea honrada e invocada por todo el pueblo cristiano con este gratísimo título”.

Y añadía el Papa: “Se trata de un título, venerables hermanos, que no es nuevo para la piedad de los cristianos; antes bien, con este nombre de Madre, y con preferencia a cualquier otro, los fieles y la Iglesia entera acostumbran a dirigirse a María. Ciertamente que ese título pertenece a la esencia genuina de la devoción a María, encontrando su justificación en la dignidad misma de la Madre del Verbo Encarnado”.

EXHORTACIÓN APOSTÓLIC “SIGNUM MAGNUM” (1ª Parte, 1): 13 de mayo de 1967

 “La primera verdad es esta: María es Madre de la Iglesia no sólo porque es Madre de Jesucristo, y su más íntima compañera en la nueva economía, cuando el Hijo de Dios asumió de Ella la naturaleza humana, para liberar con los misterios de su carne al hombre del pecado, sino también porque refulge como modelo de virtud ante toda la comunidad de los elegidos…. La bienaventurada Virgen María. después de haber participado en el sacrificio redentor del Hijo, y de modo tan íntimo que mereció ser por El proclamada Madre no sólo del discípulo Juan, sino permítasenos afirmarlo- del género humano por Ella de algún modo representado”.

CREDO DEL PUEBLO DE DIOS (15)

“Creemos que la Santísima Madre de Dios, nueva Eva, Madre de la Iglesia, continúa en el cielo ejercitando su oficio materno con respecto a los miembros de Cristo, por el que contribuye para engendrar y aumentar la vida divina en cada una de las almas de los hombres redimidos”.

 

JUAN PABLO I (1912-1978)

MENSAJE CON OCASIÓN DEL III CONGRESO MARIANO NACIONAL DE ECUADOR (24 DE SEPTIEMBE DE 1978)

María, la Madre de Cristo, Madre de la Iglesia y Madre dulcísima de cada uno de nosotros, sea siempre vuestro modelo, vuestra guía, vuestro camino hacia el Hermano Mayor y Salvador de todos, Jesús”.

 

JUAN PABLO II (1920-2005)

ENCÍCLICA REDEMPTOR HOMINIS (4 DE MARZO DE 1979)

22. La Madre de nuestra confianza

Si somos conscientes de esta incumbencia, entonces nos parece comprender mejor lo que significa decir que la Iglesia es madre y más aún lo que significa que la Iglesia, siempre y en especial en nuestros tiempos, tiene necesidad de una Madre. Debemos una gratitud particular a los Padres del Concilio Vaticano II, que han expresado esta verdad en la Constitución Lumen gentium con la rica doctrina mariológica contenida en ella.

Dado que Pablo VI, inspirado por esta doctrina, proclamó a la Madre de Cristo «Madre de la Iglesia» y dado que tal denominación ha encontrado una gran resonancia, sea permitido también a su indigno Sucesor dirigirse a María, como Madre de la Iglesia, al final de las presentes consideraciones, que era oportuno exponer al comienzo de su ministerio pontifical. María es Madre de la Iglesia, porque en virtud de la inefable elección del mismo Padre Eterno y bajo la acción particular del Espíritu de Amor, ella ha dado la vida humana al Hijo de Dios, «por el cual y en el cual son todas las cosas» y del cual todo el Pueblo de Dios recibe la gracia y la dignidad de la elección. Su propio Hijo quiso explícitamente extender la maternidad de su Madre —y extenderla de manera fácilmente accesible a todas las almas y corazones— confiando a ella desde lo alto de la Cruz a su discípulo predilecto como hijo. El Espíritu Santo le sugirió que se quedase también ella, después de la Ascensión de Nuestro Señor, en el Cenáculo, recogida en oración y en espera junto con los Apóstoles hasta el día de Pentecostés, en que debía casi visiblemente nacer la Iglesia, saliendo de la oscuridad. Posteriormente todas las generaciones de discípulos y de cuantos confiesan y aman a Cristo —al igual que el apóstol Juan— acogieron espiritualmente en su casa a esta Madre, que así, desde los mismos comienzos, es decir, desde el momento de la Anunciación, quedó inserida en la historia de la salvación y en la misión de la Iglesia. Así pues todos nosotros que formamos la generación contemporánea de los discípulos de Cristo, deseamos unirnos a ella de manera particular. Lo hacemos con toda adhesión a la tradición antigua y, al mismo tiempo, con pleno respeto y amor para con todos los miembros de todas las Comunidades cristianas.

Lo hacemos impulsados por la profunda necesidad de la fe, de la esperanza y de la caridad. En efecto, si en esta difícil y responsable fase de la historia de la Iglesia y de la humanidad advertimos una especial necesidad de dirigirnos a Cristo, que es Señor de su Iglesia y Señor de la historia del hombre en virtud del misterio de la Redención, creemos que ningún otro sabrá introducirnos como María en la dimensión divina y humana de este misterio. Nadie como María ha sido introducido en él por Dios mismo. En esto consiste el carácter excepcional de la gracia de la Maternidad divina. No sólo es única e irrepetible la dignidad de esta Maternidad en la historia del género humano, sino también única por su profundidad y por su radio de acción es la participación de María, imagen de la misma Maternidad, en el designio divino de la salvación del hombre, a través del misterio de la Redención.

Este misterio se ha formado, podemos decirlo, bajo el corazón de la Virgen de Nazaret, cuando pronunció su «fiat». Desde aquel momento este corazón virginal y materno al mismo tiempo, bajo la acción particular del Espíritu Santo, sigue siempre la obra de su Hijo y va hacia todos aquellos que Cristo ha abrazado y abraza continuamente en su amor inextinguible. Y por ello, este corazón debe ser también maternalmente inagotable. La característica de este amor materno que la Madre de Dios infunde en el misterio de la Redención y en la vida de la Iglesia, encuentra su expresión en su singular proximidad al hombre y a todas sus vicisitudes. En esto consiste el misterio de la Madre. La Iglesia, que la mira con amor y esperanza particularísima, desea apropiarse de este misterio de manera cada vez más profunda. En efecto, también en esto la Iglesia reconoce la vía de su vida cotidiana, que es todo hombre.

El eterno amor del Padre, manifestado en la historia de la humanidad mediante el Hijo que el Padre dio «para que quien cree en él no muera, sino que tenga la vida eterna», este amor se acerca a cada uno de nosotros por medio de esta Madre y adquiere de tal modo signos más comprensibles y accesibles a cada hombre. Consiguientemente, María debe encontrarse en todas las vías de la vida cotidiana de la Iglesia. Mediante su presencia materna la Iglesia se cerciora de que vive verdaderamente la vida de su Maestro y Señor, que vive el misterio de la Redención en toda su profundidad y plenitud vivificante. De igual manera la misma Iglesia, que tiene sus raíces en numerosos y variados campos de la vida de toda la humanidad contemporánea, adquiere también la certeza y, se puede decir, la experiencia de estar cercana al hombre, a todo hombre, de ser «su» Iglesia: Iglesia del Pueblo de Dios.

Frente a tales cometidos, que surgen a lo largo de las vías de la Iglesia, a lo largo de la vías que el Papa Pablo VI nos ha indicado claramente en la primera Encíclica de su pontificado, nosotros, conscientes de la absoluta necesidad de todas estas vías, y al mismo tiempo de las dificultades que se acumulan sobre ellas, sentimos tanto más la necesidad de una profunda vinculación con Cristo. Resuenan como un eco sonoro las palabras dichas por Él: «sin mí nada podéis hacer». No sólo sentimos la necesidad, sino también un imperativo categórico por una grande, intensa, creciente oración de toda la Iglesia. Solamente la oración puede lograr que todos estos grandes cometidos y dificultades que se suceden no se conviertan en fuente de crisis, sino en ocasión y como fundamento de conquistas cada vez más maduras en el camino del Pueblo de Dios hacia la Tierra Prometida, en esta etapa de la historia que se está acercando al final del segundo Milenio. Por tanto, al terminar esta meditación con una calurosa y humilde invitación a la oración, deseo que se persevere en ella unidos con María, Madre de Jesús, al igual que perseveraban los Apóstoles y los discípulos del Señor, después de la Ascensión, en el Cenáculo de Jerusalén. Suplico sobre todo a María, la celestial Madre de la Iglesia, que se digne, en esta oración del nuevo Adviento de la humanidad, perseverar con nosotros que formamos la Iglesia, es decir, el Cuerpo Místico de su Hijo unigénito. Espero que, gracias a esta oración, podamos recibir el Espíritu Santo que desciende sobre nosotros y convertirnos de este modo en testigos de Cristo «hasta los últimos confines de la tierra», como aquellos que salieron del Cenáculo de Jerusalén el día de Pentecostés.

 

CARTA  ENCÍCLICA REDEMPTORIS MATER  (25 marzo 1987)

 44. Ante esta ejemplaridad, la Iglesia se encuentra con María e intenta asemejarse a ella: « Imitando a la Madre de su Señor, por la virtud del Espíritu Santo conserva virginalmente la fe íntegra, la sólida esperanza, la sincera caridad ». Por consiguiente, María está presente en el misterio de la Iglesia como modelo. Pero el misterio de la Iglesia consiste también en el hecho de engendrar a los hombres a una vida nueva e inmortal: es su maternidad en el Espíritu Santo. Y aquí María no sólo es modelo y figura de la Iglesia, sino mucho más. Pues, « con materno amor coopera a la generación y educación » de los hijos e hijas de la madre Iglesia. La maternidad de la Iglesia se lleva a cabo no sólo según el modelo y la figura de la Madre de Dios, sino también con su « cooperación ». La Iglesia recibe copiosamente de esta cooperación, es decir de la mediación materna, que es característica de María, ya que en la tierra ella cooperó a la generación y educación de los hijos e hijas de la Iglesia, como Madre de aquel Hijo « a quien Dios constituyó como hermanos ».128

En ello cooperó —como enseña el Concilio Vaticano II— con materno amor. Se descubre aquí el valor real de las palabras dichas por Jesús a su madre cuando estaba en la Cruz: « Mujer, ahí tienes a tu hijo » y al discípulo: « Ahí tienes a tu madre » (Jn 19, 26-27). Son palabras que determinan el lugar de María en la vida de los discípulos de Cristo y expresan —como he dicho ya— su nueva maternidad como Madre del Redentor: la maternidad espiritual, nacida de lo profundo del misterio pascual del Redentor del mundo. Es una maternidad en el orden de la gracia, porque implora el don del Espíritu Santo que suscita los nuevos hijos de Dios, redimidos mediante el sacrificio de Cristo: aquel Espíritu que, junto con la Iglesia, María ha recibido también el día de Pentecostés.

Esta maternidad suya ha sido comprendida y vivida particularmente por el pueblo cristiano en el sagrado Banquete —celebración litúrgica del misterio de la Redención—, en el cual Cristo, su verdadero cuerpo nacido de María Virgen, se hace presente.

Con razón la piedad del pueblo cristiano ha visto siempre un profundo vínculo entre la devoción a la Santísima Virgen y el culto a la Eucaristía; es un hecho de relieve en la liturgia tanto occidental como oriental, en la tradición de las Familias religiosas, en la espiritualidad de los movimientos contemporáneos incluso los juveniles, en la pastoral de los Santuarios marianos María guía a los fieles a la Eucaristía.

45. Es esencial a la maternidad la referencia a la persona. La maternidad determina siempre una relación única e irrepetible entre dos personas: la de la madre con el hijo y la del hijo con la Madre. Aun cuando una misma mujer sea madre de muchos hijos, su relación personal con cada uno de ellos caracteriza la maternidad en su misma esencia. En efecto, cada hijo es engendrado de un modo único e irrepetible, y esto vale tanto para la madre como para el hijo. Cada hijo es rodeado del mismo modo por aquel amor materno, sobre el que se basa su formación y maduración en la humanidad.

Se puede afirmar que la maternidad « en el orden de la gracia » mantiene la analogía con cuanto a en el orden de la naturaleza » caracteriza la unión de la madre con el hijo. En esta luz se hace más comprensible el hecho de que, en el testamento de Cristo en el Gólgota, la nueva maternidad de su madre haya sido expresada en singular, refiriéndose a un hombre: « Ahí tienes a tu hijo ».

Se puede decir además que en estas mismas palabras está indicado plenamente el motivo de la dimensión mariana de la vida de los discípulos de Cristo; no sólo de Juan, que en aquel instante se encontraba a los pies de la Cruz en compañía de la Madre de su Maestro, sino de todo discípulo de Cristo, de todo cristiano. El Redentor confía su madre al discípulo y, al mismo tiempo, se la da como madre. La maternidad de María, que se convierte en herencia del hombre, es un don: un don que Cristo mismo hace personalmente a cada hombre. El Redentor confía María a Juan, en la medida en que confía Juan a María. A los pies de la Cruz comienza aquella especial entrega del hombre a la Madre de Cristo, que en la historia de la Iglesia se ha ejercido y expresado posteriormente de modos diversos. Cuando el mismo apóstol y evangelista, después de haber recogido las palabras dichas por Jesús en la Cruz a su Madre y a él mismo, añade: « Y desde aquella hora el discípulo la acogió en su casa » (Jn 19,27). Esta afirmación quiere decir con certeza que al discípulo se atribuye el papel de hijo y que él cuidó de la Madre del Maestro amado. Y ya que María fue dada como madre personalmente a él, la afirmación indica, aunque sea indirectamente, lo que expresa la relación íntima de un hijo con la madre. Y todo esto se encierra en la palabra « entrega ». La entrega es la respuesta al amor de una persona y, en concreto, al amor de la madre.

La dimensión mariana de la vida de un discípulo de Cristo se manifiesta de modo especial precisamente mediante esta entrega filial respecto a la Madre de Dios, iniciada con el testamento del Redentor en el Gólgota. Entregándose filialmente a María, el cristiano, como el apóstol Juan, « acoge entre sus cosas propias »  a la Madre de Cristo y la introduce en todo el espacio de su vida interior, es decir, en su « yo » humano y cristiano: « La acogió en su casa » Así el cristiano, trata de entrar en el radio de acción de aquella « caridad materna », con la que la Madre del Redentor « cuida de los hermanos de su Hijo »,131 « a cuya generación y educación coopera »  según la medida del don, propia de cada uno por la virtud del Espíritu de Cristo. Así se manifiesta también aquella maternidad según el espíritu, que ha llegado a ser la función de María a los pies de la Cruz y en el cenáculo.

46. Esta relación filial, esta entrega de un hijo a la Madre no sólo tiene su comienzo en Cristo, sino que se puede decir que definitivamente se orienta hacia él. Se puede afirmar que María sigue repitiendo a todos las mismas palabras que dijo en Caná de Galilea: « Haced lo que él os diga ». En efecto es él, Cristo, el único mediador entre Dios y los hombres; es él « el Camino, la Verdad y la Vida » (Jn 4, 6); es él a quien el Padre ha dado al mundo, para que el hombre « no perezca, sino que tenga vida eterna » (Jn 3, 16). La Virgen de Nazaret se ha convertido en la primera « testigo » de este amor salvífico del Padre y desea permanecer también su humilde esclava siempre y por todas partes. Para todo cristiano y todo hombre, María es la primera que « ha creído », y precisamente con esta fe suya de esposa y de madre quiere actuar sobre todos los que se entregan a ella como hijos. Y es sabido que cuanto más estos hijos perseveran en esta actitud y avanzan en la misma, tanto más María les acerca a la « inescrutable riqueza de Cristo » (Ef 3, 8). E igualmente ellos reconocen cada vez mejor la dignidad del hombre en toda su plenitud, y el sentido definitivo de su vocación, porque « Cristo... manifiesta plenamente el hombre al propio hombre ».

Esta dimensión mariana en la vida cristiana adquiere un acento peculiar respecto a la mujer y a su condición. En efecto, la feminidad tiene una relación singular con la Madre del Redentor, tema que podrá profundizarse en otro lugar. Aquí sólo deseo poner de relieve que la figura de María de Nazaret proyecta luz sobre la mujer en cuanto tal por el mismo hecho de que Dios, en el sublime acontecimiento de la encarnación del Hijo, se ha entregado al ministerio libre y activo de una mujer. Por lo tanto, se puede afirmar que la mujer, al mirar a María, encuentra en ella el secreto para vivir dignamente su feminidad y para llevar a cabo su verdadera promoción. A la luz de María, la Iglesia lee en el rostro de la mujer los reflejos de una belleza, que es espejo de los más altos sentimientos, de que es capaz el corazón humano: la oblación total del amor, la fuerza que sabe resistir a los más grandes dolores, la fidelidad sin límites, la laboriosidad infatigable y la capacidad de conjugar la intuición penetrante con la palabra de apoyo y de estímulo.

47. Durante el Concilio Pablo VI proclamó solemnemente que María es Madre de la Iglesia, es decir, Madre de todo el pueblo de Dios, tanto de los fieles como de los pastores ». Más tarde, el año 1968 en la Profesión de fe, conocida bajo el nombre de « Credo del pueblo de Dios », ratificó esta afirmación de forma aún más comprometida con las palabras « Creemos que la Santísima Madre de Dios, nueva Eva, Madre de la Iglesia continúa en el cielo su misión maternal para con los miembros de Cristo, cooperando al nacimiento y al desarrollo de la vida divina en las almas de los redimidos ».135

El magisterio del Concilio ha subrayado que la verdad sobre la Santísima Virgen, Madre de Cristo, constituye un medio eficaz para la profundización de la verdad sobre la Iglesia. El mismo Pablo VI, tomando la palabra en relación con la Constitución Lumen gentium, recién aprobada por el Concilio, dijo: « El conocimiento de la verdadera doctrina católica sobre María será siempre la clave para la exacta comprensión del misterio de Cristo y de la Iglesia ». María está presente en la Iglesia como Madre de Cristo y, a la vez, como aquella Madre que Cristo, en el misterio de la redención, ha dado al hombre en la persona del apóstol Juan. Por consiguiente, María acoge, con su nueva maternidad en el Espíritu, a todos y a cada uno en la Iglesia, acoge también a todos y a cada uno por medio de la Iglesia. En este sentido María, Madre de la Iglesia, es también su modelo. En efecto, la Iglesia —como desea y pide Pablo VI— « encuentra en ella (María) la más auténtica forma de la perfecta imitación de Cristo ».

Merced a este vínculo especial, que une a la Madre de Cristo con la Iglesia, se aclara mejor el misterio de aquella « mujer » que, desde los primeros capítulos del Libro del Génesis hasta el Apocalipsis, acompaña la revelación del designio salvífico de Dios respecto a la humanidad. Pues María, presente en la Iglesia como Madre del Redentor, participa maternalmente en aquella « dura batalla contra el poder de las tinieblas »  que se desarrolla a lo largo de toda la historia humana. Y por esta identificación suya eclesial con la « mujer vestida de sol » (Ap 12, 1), se puede afirmar que « la Iglesia en la Beatísima Virgen ya llegó a la perfección, por la que se presenta sin mancha ni arruga »; por esto, los cristianos, alzando con fe los ojos hacia María a lo largo de su peregrinación terrena, « aún se esfuerzan en crecer en la santidad ». María, la excelsa hija de Sión, ayuda a todos los hijos —donde y como quiera que vivan— a encontrar en Cristo el camino hacia la casa del Padre.

Por consiguiente, la Iglesia, a lo largo de toda su vida, mantiene con la Madre de Dios un vínculo que comprende, en el misterio salvífico, el pasado, el presente y el futuro, y la venera como madre espiritual de la humanidad y abogada de gracia.

AUDIENCIA (6 DE SEPTIEMBRE DE 1995) 

Presencia de María en el origen de la Iglesia

5. Los Hechos de los Apóstoles ponen de relieve que María se encontraba en el cenáculo "con los hermanos de Jesús" (Hch 1, 14), es decir, con sus parientes, como ha interpretado siempre la tradición eclesial. No se trata de una reunión de familia, sino del hecho de que, bajo la guía de María, la familia natural de Jesús pasó a formar parte de la familia espiritual de Cristo: "Quien cumpla la voluntad de Dios ―había dicho Jesús―, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre" (Mc 3, 34).

En esa misma circunstancia, Lucas define explícitamente a María "la madre de Jesús" (Hch 1, 14), como queriendo sugerir que algo de la presencia de su Hijo elevado al cielo permanece en la presencia de la madre. Ella recuerda a los discípulos el rostro de Jesús y es, con su presencia en medio de la comunidad, el signo de la fidelidad de la Iglesia a Cristo Señor.

El título de Madre, en este contexto, anuncia la actitud de diligente cercanía con la que la Virgen seguirá la vida de la Iglesia. María le abrirá su corazón para manifestarle las maravillas que Dios omnipotente y misericordioso obró en ella.

Ya desde el principio María desempeña su papel de Madre de la Iglesia: su acción favorece la comprensión entre los Apóstoles, a quienes Lucas presenta con un mismo espíritu y muy lejanos de las disputas que a veces habían surgido entre ellos.

Por último, María ejerce su maternidad con respecto a la comunidad de creyentes no sólo orando para obtener a la Iglesia los dones del Espíritu Santo, necesarios para su formación y su futuro, sino también educando a los discípulos del Señor en la comunión constante con Dios.

Así, se convierte en educadora del pueblo cristiano en la oración y en el encuentro con Dios, elemento central e indispensable para que la obra de los pastores y los fieles tenga siempre en el Señor su comienzo y su motivación profunda.

6. Estas breves consideraciones muestran claramente que la relación entre María y la Iglesia constituye una relación fascinante entre dos madres. Ese hecho nos revela nítidamente la misión materna de María y compromete a la Iglesia a buscar siempre su verdadera identidad en la contemplación del rostro de la Theotókos.

 

 

 

AUDIENCIA (23 DE ABRIL DE 1997)

 «Mujer, he ahí a tu hijo»

1. Después de recordar la presencia de María y de las demás mujeres al pie de la cruz del Señor, san Juan refiere: «Jesús, viendo a su madre y junto a ella al discípulo a quien amaba, dice a su madre: "Mujer, he ahí a tu hijo". Luego dice al discípulo: "He ahí a tu madre"» (Jn 19, 26-27).

Estas palabras, particularmente conmovedoras, constituyen una «escena de revelación»: revelan los profundos sentimientos de Cristo en su agonía y entrañan una gran riqueza de significados para la fe y la espiritualidad cristiana. En efecto, el Mesías crucificado, al final de su vida terrena, dirigiéndose a su madre y al discípulo a quien amaba, establece relaciones nuevas de amor entre María y los cristianos.

Esas palabras, interpretadas a veces únicamente como manifestación de la piedad filial de Jesús hacia su madre, encomendada para el futuro al discípulo predilecto, van mucho más allá de la necesidad contingente de resolver un problema familiar. En efecto, la consideración atenta del texto, confirmada por la interpretación de muchos Padres y por el común sentir eclesial, con esa doble entrega de Jesús, nos sitúa ante uno de los hechos más importantes para comprender el papel de la Virgen en la economía de la salvación.

Las palabras de Jesús agonizante, en realidad, revelan que su principal intención no es confiar su madre a Juan, sino entregar el discípulo a María, asignándole una nueva misión materna. Además, el apelativo «mujer», que Jesús usa también en las bodas de Caná para llevar a María a una nueva dimensión de su misión de Madre, muestra que las palabras del Salvador no son fruto de un simple sentimiento de afecto filial, sino que quieren situarse en un plano más elevado.

2. La muerte de Jesús, a pesar de causar el máximo sufrimiento en María, no cambia de por sí sus condiciones habituales de vida. En efecto, al salir de Nazaret para comenzar su vida pública, Jesús ya había dejado sola a su madre. Además, la presencia al pie de la cruz de su pariente María de Cleofás permite suponer que la Virgen mantenía buenas relaciones con su familia y sus parientes, entre los cuales podía haber encontrado acogida después de la muerte de su Hijo.

Las palabras de Jesús, por el contrario, asumen su significado más auténtico en el marco de la misión salvífica. Pronunciadas en el momento del sacrificio redentor, esa circunstancia les confiere su valor más alto. En efecto, el evangelista, después de las expresiones de Jesús a su madre, añade un inciso significativo: «sabiendo Jesús que ya todo estaba cumplido» (Jn 19, 28), como si quisiera subrayar que había culminado su sacrificio al encomendar su madre a Juan y, en él, a todos los hombres, de los que ella se convierte en Madre en la obra de la salvación.

3. La realidad que producen las palabras de Jesús, es decir, la maternidad de María con respecto al discípulo, constituye un nuevo signo del gran amor que impulsó a Jesús a dar su vida por todos los hombres. En el Calvario ese amor se manifiesta al entregar una madre, la suya, que así se convierte también en madre nuestra.

Es preciso recordar que, según la tradición, de hecho, la Virgen reconoció a Juan como hijo suyo; pero ese privilegio fue interpretado por el pueblo cristiano, ya desde el inicio, como signo de una generación espiritual referida a la humanidad entera.

La maternidad universal de María, la «Mujer» de las bodas de Caná y del Calvario, recuerda a Eva, «madre de todos los vivientes» (Gn 3, 20). Sin embargo, mientras ésta había contribuido al ingreso del pecado en el mundo, la nueva Eva, María, coopera en el acontecimiento salvífico de la Redención. Así en la Virgen, la figura de la «mujer» queda rehabilitada y la maternidad asume la tarea de difundir entre los hombres la vida nueva en Cristo.

Con miras a esa misión, a la Madre se le pide el sacrificio, para ella muy doloroso, de aceptar la muerte de su Unigénito. Las palabras de Jesús: «Mujer, he ahí a tu hijo», permiten a María intuir la nueva relación materna que prolongaría y ampliaría la anterior. Su «sí» a ese proyecto constituye, por consiguiente, una aceptación del sacrificio de Cristo, que ella generosamente acoge, adhiriéndose a la voluntad divina. Aunque en el designio de Dios la maternidad de María estaba destinada desde el inicio a extenderse a toda la humanidad, sólo en el Calvario, en virtud del sacrificio de Cristo, se manifiesta en su dimensión universal.

Las palabras de Jesús: «He ahí a tu hijo», realizan lo que expresan, constituyendo a María madre de Juan y de todos los discípulos destinados a recibir el don de la gracia divina.

4. Jesús en la cruz no proclamó formalmente la maternidad universal de María, pero instauró una relación materna concreta entre ella y el discípulo predilecto. En esta opción del Señor se puede descubrir la preocupación de que esa maternidad no sea interpretada en sentido vago, sino que indique la intensa y personal relación de María con cada uno de los cristianos.

Ojalá que cada uno de nosotros, precisamente por esta maternidad universal concreta de María, reconozca plenamente en ella a su madre, encomendándose con confianza a su amor materno.

AUDIENCIA (7 DE MAYO DE 1997)

«He ahí a tu madre»

1. Jesús, después de haber confiado el discípulo Juan a María con las palabras: «Mujer, he ahí a tu hijo», desde lo alto de la cruz se dirige al discípulo amado, diciéndole: «He ahí a tu madre» (Jn 19, 26-27). Con esta expresión, revela a María la cumbre de su maternidad: en cuanto madre del Salvador, también es la madre de los redimidos, de todos los miembros del Cuerpo místico de su Hijo.

La Virgen acoge en silencio la elevación a este grado máximo de su maternidad de gracia, habiendo dado ya una respuesta de fe con su «sí» en la Anunciación.

Jesús no sólo recomienda a Juan que cuide con particular amor de María; también se la confía, para que la reconozca como su propia madre.

Durante la última cena, «el discípulo a quien Jesús amaba» escuchó el mandamiento del Maestro: «Que os améis los unos a los otros como yo os he amado » (Jn 15, 12) y, recostando su cabeza en el pecho del Señor, recibió de él un signo singular de amor. Esas experiencias lo prepararon para percibir mejor en las palabras de Jesús la invitación a acoger a la mujer que le fue dada como madre y a amarla como él con afecto filial.

Ojalá que todos descubran en las palabras de Jesús: «He ahí a tu madre», la invitación a aceptar a María como madre, respondiendo como verdaderos hijos a su amor materno.

2. A la luz de esta consigna al discípulo amado, se puede comprender el sentido auténtico del culto mariano en la comunidad eclesial, pues ese culto sitúa a los cristianos en la relación filial de Jesús con su Madre, permitiéndoles crecer en la intimidad con ambos.

El culto que la Iglesia rinde a la Virgen no es sólo fruto de una iniciativa espontánea de los creyentes ante el valor excepcional de su persona y la importancia de su papel en la obra de la salvación; se funda en la voluntad de Cristo.

Las palabras: «He ahí a tu madre» expresan la intención de Jesús de suscitar en sus discípulos una actitud de amor y confianza en María, impulsándolos a reconocer en ella a su madre, la madre de todo creyente.

En la escuela de la Virgen, los discípulos aprenden, como Juan, a conocer profundamente al Señor y a entablar una íntima y perseverante relación de amor con él. Descubren, además, la alegría de confiar en el amor materno de María, viviendo como hijos afectuosos y dóciles.

La historia de la piedad cristiana enseña que María es el camino que lleva a Cristo y que la devoción filial dirigida a ella no quita nada a la intimidad con Jesús; por el contrario, la acrecienta y la lleva a altísimos niveles de perfección.

Los innumerables santuarios marianos esparcidos por el mundo testimonian las maravillas que realiza la gracia por intercesión de María, Madre del Señor y Madre nuestra.

Al recurrir a ella, atraídos por su ternura, también los hombres y las mujeres de nuestro tiempo encuentran a Jesús, Salvador y Señor de su vida.

Sobre todo los pobres, probados en lo más íntimo, en los afectos y en los bienes, encontrando refugio y paz en la Madre de Dios, descubren que la verdadera riqueza consiste para todos en la gracia de la conversión y del seguimiento de Cristo.

3. El texto evangélico, siguiendo el original griego, prosigue: «Y desde aquella hora el discípulo la acogió entre sus bienes» (Jn 19, 27), subrayando así la adhesión pronta y generosa de Juan a las palabras de Jesús, e informándonos sobre la actitud que mantuvo durante toda su vida como fiel custodio e hijo dócil de la Virgen.

La hora de la acogida es la del cumplimiento de la obra de salvación. Precisamente en ese contexto, comienza la maternidad espiritual de María y la primera manifestación del nuevo vínculo entre ella y los discípulos del Señor.

Juan acogió a María «entre sus bienes ». Esta expresión, más bien genérica, pone de manifiesto su iniciativa, llena de respeto y amor, no sólo de acoger a María en su casa, sino sobre todo de vivir la vida espiritual en comunión con ella.

En efecto, la expresión griega, traducida al pie de la letra «entre sus bienes», no se refiere a los bienes materiales, dado que Juan —como observa san Agustín (In Ioan. Evang. tract., 119, 3)— «no poseía nada propio», sino a los bienes espirituales o dones recibidos de Cristo: la gracia (Jn 1, 16), la Palabra (Jn 12, 48; 17, 8), el Espíritu (Jn 7, 39; 14, 17), la Eucaristía (Jn 6, 32-58)... Entre estos dones, que recibió por el hecho de ser amado por Jesús, el discípulo acoge a María como madre, entablando con ella una profunda comunión de vida (cf. Redemptoris Mater, 45, nota 130).

Ojalá que todo cristiano, a ejemplo del discípulo amado, «acoja a María en su casa» y le deje espacio en su vida diaria, reconociendo su misión providencial en el camino de la salvación.

 

AUDIENCIA (17 DE SEPTIEMBRE DE 1997) 

María, Madre de la Iglesia

1. El concilio Vaticano II, después de haber proclamado a María «miembro muy eminente», «prototipo» y «modelo» de la Iglesia, afirma: «La Iglesia católica, instruida por el Espíritu Santo, la honra como a madre amantísima con sentimientos de piedad filial» (Lumen gentium, 53).

A decir verdad, el texto conciliar no atribuye explícitamente a la Virgen el título de «Madre de la Iglesia», pero enuncia de modo irrefutable su contenido, retomando una declaración que hizo, hace más de dos siglos, en el año 1748, el Papa Benedicto XIV (Bullarium romanum, serie 2, t. 2, n. 61, p. 428).

En dicho documento, mi venerado predecesor, describiendo los sentimientos filiales de la Iglesia que reconoce en María a su madre amantísima, la proclama, de modo indirecto, Madre de la Iglesia.

2. El uso de dicho apelativo en el pasado ha sido más bien raro, pero recientemente se ha hecho más común en las enseñanzas del Magisterio de la Iglesia y en la piedad del pueblo cristiano. Los fieles han invocado a María ante todo con los títulos de «Madre de Dios», «Madre de los fieles» o «Madre nuestra», para subrayar su relación personal con cada uno de sus hijos.

Posteriormente, gracias a la mayor atención dedicada al misterio de la Iglesia y a las relaciones de María con ella, se ha comenzado a invocar más frecuentemente a la Virgen como «Madre de la Iglesia».

La expresión está presente, antes del concilio Vaticano II, en el magisterio del Papa León XIII, donde se afirma que María ha sido «con toda verdad madre de la Iglesia» (Acta Leonis XIII, 15, 302). Sucesivamente, el apelativo ha sido utilizado varias veces en las enseñanzas de Juan XXIII y de Pablo VI.

3. El título de «Madre de la Iglesia», aunque se ha atribuido tarde a María, expresa la relación materna de la Virgen con la Iglesia, tal como la ilustran ya algunos textos del Nuevo Testamento.

María, ya desde la Anunciación, está llamada a dar su consentimiento a la venida del reino mesiánico, que se cumplirá con la formación de la Iglesia.

María en Caná, al solicitar a su Hijo el ejercicio del poder mesiánico, da una contribución fundamental al arraigo de la fe en la primera comunidad de los discípulos y coopera a la instauración del reino de Dios, que tiene su «germen » e «inicio» en la Iglesia (cf. Lumen gentium, 5).

En el Calvario María, uniéndose al sacrificio de su Hijo, ofrece a la obra de la salvación su contribución materna, que asume la forma de un parto doloroso, el parto de la nueva humanidad.

Al dirigirse a María con las palabras «Mujer, ahí tienes a tu hijo», el Crucificado proclama su maternidad no sólo con respecto al apóstol Juan, sino también con respecto a todo discípulo. El mismo Evangelista, afirmando que Jesús debía morir «para reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos» (Jn 11, 52), indica en el nacimiento de la Iglesia el fruto del sacrificio redentor, al que María está maternalmente asociada.

El evangelista san Lucas habla de la presencia de la Madre de Jesús en el seno de la primera comunidad de Jerusalén (cf. Hch 1, 14). Subraya, así, la función materna de María con respecto a la Iglesia naciente, en analogía con la que tuvo en el nacimiento del Redentor. Así, la dimensión materna se convierte en elemento fundamental de la relación de María con respecto al nuevo pueblo de los redimidos.

4. Siguiendo la sagrada Escritura, la doctrina patrística reconoce la maternidad de María respecto a la obra de Cristo y, por tanto, de la Iglesia, si bien en términos no siempre explícitos.

Según san Ireneo, María «se ha convertido en causa de salvación para todo el género humano» (Adv. haer., III, 22, 4: PG 7, 959) y el seno puro de la Virgen «vuelve a engendrar a los hombres en Dios» (Adv. haer., IV, 33, 11: PG 7, 1.080). Le hacen eco san Ambrosio, que afirma: «Una Virgen ha engendrado la salvación del mundo, una Virgen ha dado la vida a todas las cosas» (Ep. 63, 33: PL 16, 1.198); y otros Padres, que llaman a María «Madre de la salvación» (Severiano de Gabala, Or. 6 de mundi creatione, 10: PG 54, 4; Fausto de Riez, Max Bibl. Patrum VI, 620-621).

En el medievo, san Anselmo se dirige a María con estas palabras: «Tú eres la madre de la justificación y de los justificados, la madre de la reconciliación y de los reconciliados, la madre de la salvación y de los salvados» (Or. 52, 8: PL 158, 957), mientras que otros autores le atribuyen los títulos de «Madre de la gracia» y «Madre de la vida».

5. El título «Madre de la Iglesia» refleja, por tanto, la profunda convicción de los fieles cristianos, que ven en María no sólo a la madre de la persona de Cristo, sino también de los fieles. Aquella que es reconocida como madre de la salvación, de la vida y de la gracia, madre de los salvados y madre de los vivientes, con todo derecho es proclamada Madre de la Iglesia.

El Papa Pablo VI habría deseado que el mismo concilio Vaticano II proclamase a «María, Madre de la Iglesia, es decir, Madre de todo el pueblo de Dios, tanto de los fieles como de los pastores ». Lo hizo él mismo en el discurso de clausura de la tercera sesión conciliar (21 de noviembre de 1964), pidiendo, además, que «de ahora en adelante, la Virgen sea honrada e invocada por todo el pueblo cristiano con este gratísimo título» (AAS 56 [1964], 37).

De este modo, mi venerado predecesor enunciaba explícitamente la doctrina ya contenida en el capítulo VIII de la Lumen gentium, deseando que el título de María, Madre de la Iglesia, adquiriese un puesto cada vez más importante en la liturgia y en la piedad del pueblo cristiano.

 

AUDIENCIA (9 DE SEPTIEMBRE DE 1998)

María, Madre animada por el Espíritu Santo

3. La presencia de María al pie de la cruz es el signo de que la madre de Jesús siguió hasta el fondo el itinerario doloroso trazado por el Espíritu Santo a través de Simeón.

En las palabras que Jesús dirige a su Madre y al discípulo predilecto en el Calvario se descubre otra característica de la acción del Espíritu Santo: asegura fecundidad al sacrificio. Las palabras de Jesús manifiestan precisamente un aspecto «mariano» de esta fecundidad: «Mujer, he ahí a tu hijo» (Jn 19, 26). En estas palabras el Espíritu Santo no aparece expresamente. Pero, dado que el acontecimiento de la cruz, como toda la vida de Cristo, se desarrolla en el Espíritu Santo (cf. Dominum et vivificantem, 40-41), precisamente en el Espíritu Santo el Salvador pide a la Madre que se asocie al sacrificio del Hijo, para convertirse en la madre de una multitud de hijos. A este supremo ofrecimiento de su Madre Jesús asegura un fruto inmenso: una nueva maternidad destinada a extenderse a todos los hombres.

Desde la cruz el Salvador quería derramar sobre la humanidad ríos de agua viva (cf. Jn 7, 38), es decir, la abundancia del Espíritu Santo. Pero deseaba que esta efusión de gracia estuviera vinculada al rostro de una madre, su Madre. María aparece ya como la nueva Eva, madre de los vivos, o la Hija de Sión, madre de los pueblos. El don de la madre universal estaba incluido en la misión redentora del Mesías: «Después de esto, sabiendo Jesús que todo estaba ya consumado...», escribe el evangelista, inmediatamente después de la doble declaración: «Mujer, he ahí a tu hijo», y «He ahí a tu madre» (Jn 19, 26-28).

Esta escena permite intuir la armonía del plan divino con respecto al papel de María en la acción salvífica del Espíritu Santo. En el misterio de la Encarnación su cooperación con el Espíritu había desempeñado una función esencial; también en el misterio del nacimiento y la formación de los hijos de Dios, el concurso materno de María acompaña la actividad del Espíritu Santo.

4. A la luz de la declaración de Cristo en el Calvario, la presencia de María en la comunidad que espera la venida del Espíritu en Pentecostés asume todo su valor. San Lucas, que había atraído la atención sobre el papel de María en el origen de Jesús, quiso subrayar su presencia significativa en el origen de la Iglesia. La comunidad no sólo está compuesta de Apóstoles y discípulos, sino también de mujeres, entre las que san Lucas nombra únicamente a «María, la madre de Jesús» (Hch 1, 14).

La Biblia no nos brinda más información sobre María después del drama del Calvario. Pero es muy importante saber que ella participaba en la vida de la primera comunidad y en su oración asidua y unánime. Sin duda estuvo presente en la efusión del Espíritu el día de Pentecostés. El Espíritu que ya habitaba en María, al haber obrado en ella maravillas de gracia, ahora vuelve a descender a su corazón, comunicándole dones y carismas necesarios para el ejercicio de su maternidad espiritual.

5. María sigue cumpliendo en la Iglesia la maternidad que le confió Cristo. En esta misión materna la humilde esclava del Señor no se presenta en competición con el papel del Espíritu Santo; al contrario, ella está llamada por el mismo Espíritu a cooperar de modo materno con él. El Espíritu despierta continuamente en la memoria de la Iglesia las palabras de Jesús al discípulo predilecto: «He ahí a tu madre», e invita a los creyentes a amar a María como Cristo la amó. Toda profundización del vínculo con María permite al Espíritu una acción más fecunda para la vida de la Iglesia.

 

BENEDICTO XVI (1927…)

 

AÑO 2005

*En el cielo tenemos una madre. Y la Madre de Dios, la Madre del Hijo de Dios, es nuestra madre (Homilía, 15 de agosto). 

*Al estar en Dios y con Dios, María está cerca de cada uno de nosotros, conoce nuestro corazón, puede escuchar nuestras oraciones, puede ayudarnos con su bondad materna (Homilía, 15 de agosto). 

*María, presente en el Calvario junto a la cruz está también presente, con la Iglesia y como Madre de la Iglesia, en cada una de nuestras celebraciones eucarísticas (Ángelus, 11 de septiembre). 

*El hecho de que María está totalmente en Dios  es la razón por la que está también tan cerca de los hombres. Por eso puede ser la Madre de todo consuelo y de toda ayuda, una Madre a la que todos, en cualquier necesidad, pueden osar dirigirse en su debilidad y en su pecado, porque ella lo comprende todo y es para todos la fuerza abierta de la bondad creativa (Homilía, 8 de diciembre). 

*Dar gracias al Señor por el gran signo de su bondad que nos dio en María, su Madre y Madre de la Iglesia (Homilía, 8 de diciembre). 

*En la Madre de Cristo y madre nuestra se realizó perfectamente la vocación de todo ser humano (Ángelus, 8 de diciembre). 

*Al mirar a la Virgen, se aviva en nosotros, sus hijos, la aspiración a la belleza, a la bondad y a la pureza de corazón (Ángelus, 8 de diciembre). 

 

AÑO 2006

*El dolor de María  forma un todo con el de su Hijo. Es un dolor lleno de fe y de amor. La Virgen en el Calvario participa en la fuerza salvífica del dolor de Cristo, uniendo su “fiat”, su “sí” al de su Hijo (Ángelus, 17 de septiembre). 

*Viendo desde lo alto de la cruz a su Madre y a su lado al discípulo amado, Cristo agonizante reconoció la primicia de la nueva familia que había venido a formar en el mundo, el germen de la Iglesia y de la nueva humanidad (Homilía, 29 de noviembre). 

 

AÑO 2007

*La Virgen María, que con su fe y su obra maternal colaboró de manera única en nuestra Redención (Audiencia, 14 de febrero). 

*Necesitamos sentirla madre y hermana en las situaciones concretas de nuestra existencia (Ángelus, 15 de agosto). 

*Jesús, antes de consumar su sacrificio, nos  dio a María como madre y a ella nos encomendó como hijos suyos. Misterio de misericordia y de amor, don que enriquece a la Iglesia con una fecunda maternidad espiritual (Discurso, 8 de diciembre). 

*María constituye para la Iglesia su propia imagen más auténtica (Homilía, 31 de diciembre). 

 

AÑO 2008

*Precisamente por ser Madre de la Iglesia, la Virgen es también Madre de cada uno de nosotros, que somos miembros del Cuerpo místico de Cristo (Audiencia, 2 de enero). 

*“Y desde  aquella hora el discípulo la acogió en su casa”; la acogió en su propia realidad, en su propio ser. Así forma parte de su vida y las dos vidas se compenetran (Audiencia, 2 de enero). 

 

AÑO 2009

*Acoger a María significa introducirla en el dinamismo  de toda la propia existencia –no es algo exterior- y en todo lo que constituye el horizonte del propio apostolado (Audiencia, 12 de agosto). 

 

AÑO 2010

*Desde el abismo de su dolor, participación en el del Hijo, María fue capaz de acoger la nueva misión: ser la Madre de Cristo en sus miembros. En la hora de la cruz, Jesús le presenta a cada uno de sus discípulos diciéndole: «He ahí a tu Hijo» (cf. Jn 19, 26-27). La compasión maternal hacia el Hijo se convierte en compasión maternal hacia cada uno de nosotros en nuestros sufrimientos diarios (Mensaje, 21 de noviembre).

 

2011

*María no recibió el don de Dios sólo para ella, sino para llevarlo al mundo: en su virginidad fecunda, Dios dio a los hombres los bienes de la salvación eterna (Homilía, 1 de enero).

*María, que dio la vida terrena al Hijo de Dios, sigue dando a los hombres la vida divina, que es Jesús mismo y su Santo Espíritu (Homilía, 1 de enero).

*María es la imagen perfecta de la Iglesia que da al mundo la luz de Cristo: es la Estrella de la evangelización (Ángelus, 6 de enero). 

*Desde la Cruz, desde el trono de la gracia y la redención, Jesús ha entregado a los hombres como Madre a María, su propia Madre. En el momento de su sacrificio por la humanidad, Él constituye en cierto modo a María, mediadora del flujo de gracia que brota de la Cruz (Vísperas, 23 de septiembre).

*Bajo la Cruz, María se hace compañera y protectora de los hombres en el camino de su vida (Vísperas, 23 de septiembre).

*En la vida pasamos por vicisitudes alternas, pero María intercede por nosotros ante su Hijo y nos ayuda a encontrar la fuerza del amor divino del Hijo y de abrirnos a él (Vísperas, 23 de septiembre).

*Nuestra confianza en la intercesión eficaz de la Madre de Dios y nuestra gratitud por la ayuda que experimentamos continuamente llevan consigo de algún modo el impulso a dirigir la reflexión más allá de las necesidades del momento (Vísperas, 23 de septiembre).

 

AÑO 2012

*María, que es la madre de Cristo, es también madre nuestra, nos abre la puerta de su casa, nos guía para entrar en la voluntad de su Hijo (Homilía, 4 de octubre).

 

 

 

 

PAPA FRANCISCO (1936…)

 

EN LA BASÍLICA DE SANTA MARÍA LA MAYOR (4 DE MAYO DE 2013).

“María es madre y una madre se preocupa sobre todo por la salud de sus hijos… ¿Qué quiere decir esto? Pienso sobre todo en tres aspectos: nos ayuda a crecer, a afrontar la vida, a ser libres.

1. Una mamá ayuda a los hijos a crecer y quiere que crezcan bien, por ello los educa a no ceder ante la pereza - que también se deriva de un cierto bienestar –, a no conformarse con una vida cómoda que se contenta sólo con tener algunas cosas. La mamá cuida a los hijos para que crezcan más y más, crezcan fuertes, capaces de asumir responsabilidades, de asumir compromisos en la vida, de tender hacia grandes ideales…

2. Una mamá, además piensa en la salud de sus hijos, educándolos también a afrontar las dificultades de la vida. No se educa, no se cuida la salud evitando los problemas, como si la vida fuera una autopista sin obstáculos. La mamá ayuda a los hijos a mirar con realismo los problemas de la vida y a no perderse en ellos, sino a afrontarlos con valentía, a no ser débiles, y saberlos superar, en un sano equilibrio que una madre “siente” entre las áreas de seguridad y las zonas de riesgo. Y esto una madre sabe hacerlo. Lleva al hijo no siempre sobre el camino seguro, porque de esta manera no puede crecer. Pero tampoco solamente sobre el riesgo, porque es peligroso…

3. Un último aspecto: una buena mamá no sólo acompaña a los niños en el crecimiento, sin evitar los problemas, los desafíos de la vida; una buena mamá ayuda también a tomar las decisiones definitivas con libertad…

Pero, ¿qué significa libertad? Por cierto, no es hacer todo lo que uno quiere, dejarse dominar por las pasiones, pasar de una experiencia a otra sin discernimiento, seguir las modas del momento. Libertad no significa, por así decirlo, tirar por la ventana todo lo que no nos gusta. La libertad se nos dona ¡para que sepamos optar por las cosas buenas en la vida!”

 

EXHORT. APOSTÓLICA “EVANGELII GAUDIUM” (24 DE MAYO DE 2013)

284. Con el Espíritu Santo, en medio del pueblo siempre está María. Ella reunía a los discípulos para invocarlo (Hch 1,14), y así hizo posible la explosión misionera que se produjo en Pentecostés. Ella es la Madre de la Iglesia evangelizadora y sin ella no terminamos de comprender el espíritu de la nueva evangelización.

285. En la cruz, cuando Cristo sufría en su carne el dramático encuentro entre el pecado del mundo y la misericordia divina, pudo ver a sus pies la consoladora presencia de la Madre y del amigo. En ese crucial instante, antes de dar por consumada la obra que el Padre le había encargado, Jesús le dijo a María: «Mujer, ahí tienes a tu hijo». Luego le dijo al amigo amado: «Ahí tienes a tu madre» (Jn 19,26-27). Estas palabras de Jesús al borde de la muerte no expresan primeramente una preocupación piadosa hacia su madre, sino que son más bien una fórmula de revelación que manifiesta el misterio de una especial misión salvífica. Jesús nos dejaba a su madre como madre nuestra. Sólo después de hacer esto Jesús pudo sentir que «todo está cumplido» (Jn 19,28). Al pie de la cruz, en la hora suprema de la nueva creación, Cristo nos lleva a María. Él nos lleva a ella, porque no quiere que caminemos sin una madre, y el pueblo lee en esa imagen materna todos los misterios del Evangelio. Al Señor no le agrada que falte a su Iglesia el icono femenino. Ella, que lo engendró con tanta fe, también acompaña «al resto de sus hijos, los que guardan los mandamientos de Dios y mantienen el testimonio de Jesús» (Ap 12,17). La íntima conexión entre María, la Iglesia y cada fiel, en cuanto que, de diversas maneras, engendran a Cristo, ha sido bellamente expresada por el beato Isaac de Stella: «En las Escrituras divinamente inspiradas, lo que se entiende en general de la Iglesia, virgen y madre, se entiende en particular de la Virgen María […] También se puede decir que cada alma fiel es esposa del Verbo de Dios, madre de Cristo, hija y hermana, virgen y madre fecunda […] Cristo permaneció nueve meses en el seno de María; permanecerá en el tabernáculo de la fe de la Iglesia hasta la consumación de los siglos; y en el conocimiento y en el amor del alma fiel por los siglos de los siglos».

HOMILÍA (15 DE AGOSTO DE 2013)

“María no nos deja solos; la Madre de Cristo y de la Iglesia está siempre con nosotros. Siempre camina con nosotros, está con nosotros (…) María nos acompaña, lucha con nosotros, sostiene a los cristianos en el combate contra las fuerzas del mal. La oración con María, en especial el Rosario – pero escúchenme con atención: el Rosario. ¿Ustedes rezan el Rosario todos los días? (…) Pues bien, la oración con María, en particular el Rosario, tiene también esta dimensión ´agonística´, es decir, de lucha; una oración que sostiene en la batalla contra el maligno y sus cómplices. También el Rosario nos sostiene en la batalla”.

 

AUDIENCIA, 11 DE SEPTIEMBRE DE 2013

“Una madre, ante todo, genera la vida, lleva en su seno durante nueve meses al propio hijo y luego lo abre a la vida, generándolo. Así es la Iglesia: nos genera en la fe, por obra del Espíritu Santo que la hace fecunda, como a la Virgen María. La Iglesia y la Virgen María son madres, ambas; lo que se dice de la Iglesia se puede decir también de la Virgen”.

 

HOMILÍA (1 DE ENERO DE 2014)

Nuestro camino de fe está unido de manera indisoluble a María desde el momento en que Jesús, muriendo en la cruz, nos la ha dado como Madre diciendo: “He ahí a tu madre” (Jn 19, 27). Estas palabras tienen un valor de testamento y dan al mundo una Madre. Desde ese momento, la Madre de Dios se ha convertido también en nuestra Madre”.

 

MENSAJE PARA LA JORNADA MUNDIAL DEL ENFERMO 2014

Para crecer en la ternura, en la caridad respetuosa y delicada, nosotros tenemos un modelo cristiano a quien dirigir con seguridad nuestra mirada. Es la Madre de Jesús y Madre nuestra, atenta a la voz de Dios y a las necesidades y dificultades de sus hijos. María, animada por la divina misericordia, que en ella se hace carne, se olvida de sí misma, y con ternura va al encuentro de los necesitados. Por eso es la Madre de todos los enfermos y de todos los que sufren (…) El que está bajo la cruz con María, aprende a amar como Jesús”.

 

 AUDIENCIA (3 DE SEPTIEMBRE DE 2014)

En su maternidad, la Iglesia tiene como modelo a la virgen María, el modelo más bello y más alto que pueda ser. Es lo que ya las primeras comunidades cristianas han destacado y el Concilio Vaticano II expresó de forma admirable (cfr. Const. Lumen Gentium, 63-64). La maternidad de María es ciertamente única, singular, y se ha cumplido en la plenitud de los tiempos, cuando la Virgen dio a luz al Hijo de Dios, concebido por obra del Espíritu Santo. Y, sin embargo, la maternidad de la Iglesia se pone en continuidad con la de María, como prolongación en la historia. La Iglesia, en la fecundidad del Espíritu, continúa generando nuevos hijos en Cristo, siempre en la escucha de la Palabra de Dios y en la docilidad a su diseño de amor. La Iglesia es madre. El nacimiento de Jesús en el seno de María, es el preludio del nacimiento de todo cristiano en el seno de la Iglesia, desde el momento que Cristo es el primogénito de una multitud de hermanos (cfr. Rm 8,29). El primer hermano es Jesús, nació de María, que es el modelo y todos los demás hemos nacido de la Iglesia. Comprendemos, entonces, que la relación que une a María y a la Iglesia es muy profunda: mirando a María, descubrimos el rostro más bello y tierno de la Iglesia; mirando a la Iglesia, reconocemos las características sublimes de María. Los cristianos no somos huérfanos, tenemos a una madre, tenemos a nuestra madre. ¡Esto es grande: no somos huérfanos! La Iglesia es Madre, María es madre

 

HOMILÍA EN LA BASÍLICA DE GUADALUPE (13 DE FEBRERO DE 2016)

 “Al venir a este Santuario nos puede pasar lo mismo que le pasó a Juan Diego. Mirar a la Madre desde nuestros dolores, miedos, desesperaciones, tristezas, y decirle: «Madre, ¿qué puedo aportar yo si no soy un letrado?». Miramos a la madre con ojos que dicen: son tantas las situaciones que nos quitan la fuerza, que hacen sentir que no hay espacio para la esperanza, para el cambio, para la transformación.

Y en silencio, y en este estar mirándola, escuchar una vez más que nos vuelve a decir: «¿Qué hay hijo mío el más pequeño?, ¿qué entristece tu corazón?». «¿Acaso no estoy yo aquí, yo que tengo el honor de ser tu madre?».

¿Acaso no soy yo tu madre? ¿No estoy aquí? No te dejes vencer por tus dolores, tristezas, nos dice. Hoy nuevamente nos vuelve a enviar, como a Juanito; hoy nuevamente nos vuelve a decir, sé mi embajador, sé mi enviado a construir tantos y nuevos santuarios, acompañar tantas vidas, consolar tantas lágrimas. Tan sólo camina por los caminos de tu vecindario, de tu comunidad, de tu parroquia como mi embajador, mi embajadora; levanta santuarios compartiendo la alegría de saber que no estamos solos, que ella va con nosotros. Sé mi embajador, nos dice, dando de comer al hambriento, de beber al sediento, da lugar al necesitado, viste al desnudo y visita al enfermo. Socorre al que está preso, no lo dejes solo, perdona al que te lastimó, consuela al que está triste, ten paciencia con los demás y, especialmente, pide y ruega a nuestro Dios. Y, en silencio, le decimos lo que nos venga al corazón.

¿Acaso no soy yo tu madre? ¿Acaso no estoy yo aquí?, nos vuelve a decir María. Anda a construir mi santuario, ayúdame a levantar la vida de mis hijos, que son tus hermanos”.

 

HOMLÍA (1 DE ENERO DE 2017)

 “Lejos de querer entender o adueñarse de la situación, María es la mujer que sabe conservar, es decir proteger, custodiar en su corazón el paso de Dios en la vida de su Pueblo. Desde sus entrañas aprendió a escuchar el latir del corazón de su Hijo y eso le enseñó, a lo largo de toda su vida, a descubrir el palpitar de Dios en la historia...

Ella se ha acercado en las situaciones más diversas para sembrar esperanza. Acompañó las cruces cargadas en el silencio del corazón de sus hijos. Tantas devociones, tantos santuarios y capillas en los lugares más recónditos, tantas imágenes esparcidas por las casas, nos recuerdan esta gran verdad. María nos dio el calor materno, ese que nos cobija en medio de la dificultad; el calor materno que permite que nada ni nadie apague en el seno de la Iglesia la revolución de la ternura inaugurada por su Hijo. Donde hay madre, hay ternura….

Las madres son el antídoto más fuerte ante nuestras tendencias individualistas y egoístas, ante nuestros encierros y apatías. Una sociedad sin madres no sería solamente una sociedad fría sino una sociedad que ha perdido el corazón, que ha perdido el «sabor a hogar». Una sociedad sin madres   una sociedad sin piedad que ha dejado lugar sólo al cálculo y a la especulación. Porque las madres, incluso en los peores momentos, saben dar testimonio de la ternura, de la entrega incondicional, de la fuerza de la esperanza”.

 

ÁNGELUS (1 DE ENERO DE 2018)

Es mediante María que el Hijo asume la corporeidad. Pero la maternidad de María no se reduce a esto: gracias a su fe, Ella es también la primera discípula de Jesús y esto «dilata» su maternidad. Será la fe de María la que provoque en Caná el primer «signo» milagroso, que contribuye a suscitar la fe de los discípulos. Con la misma fe, María está presente a los pies de la cruz y recibe como hijo al apóstol Juan; y finalmente, después de la Resurrección, se convierte en madre orante de la Iglesia sobre la cual desciende con poder el Espíritu Santo en el día de Pentecostés.

Como madre, María cumple una función muy especial: se pone entre su Hijo Jesús y los hombres en la realidad de su privación, en la realidad de sus indiferencias y sufrimientos. María intercede, como en Caná, consciente que en cuanto madre puede, es más, debe hacer presente al Hijo las necesidades de los hombres, especialmente de los más débiles y desfavorecidos.

 

MEMORIA DE LA VIRGEN MARÍA, MADRE DE LA IGLESIA (11 DE FEBRERO DE 2018)

“El Sumo Pontífice Francisco, considerando atentamente que la promoción de esta devoción puede incrementar el sentido materno de la Iglesia en los Pastores, en los religiosos y en los fieles, así como la genuina piedad mariana, ha establecido que la memoria de la bienaventurada Virgen María, Madre de la Iglesia, sea inscrita en el Calendario Romano el lunes después de Pentecostés y sea celebrada cada año”

Esta celebración nos ayudará a recordar que el crecimiento de la vida cristiana, debe fundamentarse en el misterio de la Cruz, en la ofrenda de Cristo en el banquete eucarístico, y en la Virgen oferente, Madre del Redentor y de los redimidos.

Por tanto, tal memoria deberá aparecer en todos los Calendarios y Libros litúrgicos para la celebración de la Misa y de la Liturgia de las Horas: los respectivos textos litúrgicos se adjuntan a este decreto y sus traducciones, aprobadas por las Conferencias Episcopales, serán publicadas después de ser confirmadas por este Dicasterio.

Donde la celebración de la bienaventurada Virgen María, Madre de la Iglesia, ya se celebra en un día diverso con un grado litúrgico más elevado, según el derecho particular aprobado, puede seguir celebrándose en el futuro del mismo modo.

Sin que obste nada en contrario.

En la sede de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, a 11 de febrero de 2018, memoria de la bienaventurada Virgen María de Lourdes.