MARÍA, MADRE DE LA
IGLESIA
ENSEÑANZAS DE LOS
PAPAS
TEXTOS RECOPILADOS POR P. MARIANO ESTEBAN CARO
BULA GLORIOSAE DOMINAE: 27 de
septiembre de 1748 (Bullarium Romanum, continuatio, t. II, 1846, p. 428).
Es el primer
Papa que se refiere a María como Madre de la Iglesia. Al comentar la presencia
de María al pie de la Cruz, dice:
“La Iglesia
católica, instruida por el Magisterio del Espíritu Santo, siempre ha profesado
la máxima devoción filial hacia María, como amantísima Madre, que fue dejada
como herencia por la misma voz de Jesús, su esposo moribundo”
PÍO VIII
(1829-1830)
BULA “PRAESENTISSIMUS”: 30 de marzo de
1830 (Bullarium
Romanum, 9, 106).
En su corto
Pontificado quiso afianzar la confianza de los fieles en la protección de la
Virgen María, “porque Ella es nuestra Madre, Madre de piedad y de gracia, Madre
de misericordia, a quien Cristo, cuando iba a morir en la cruz, nos entregó,
para que Ella rogase por nosotros ante su Hijo”.
ENCÍCLICA ADIUTRICEM POPULI (4)
“El
misterio de la excelsa caridad que Cristo tuvo para con nosotros se revela
luminosamente por el hecho de haber querido, al morir, entregar su Madre a Juan
para que fuese su madre, por virtud de aquel memorable testamento: He ahí tu
hijo (Jn 19,26).
Según la interpretación constante de la Iglesia, Jesucristo quiso designar en
la persona de Juan a todo el género humano; y más especialmente a los que se
adhiriesen a Él por la fe. Y en este sentido pudo decir San Anselmo de Cantorbey: “¿Qué puede concebirse más digno sino que Vos,
oh Virgen santísima, sois Madre de aquellos que tienen a Jesucristo por hermano?” (San Anselmo, Or. 47, antes 46).
Ella aceptó,
pues, el ministerio de este singular y laborioso oficio y lo desempeñó con
magnanimidad, auspiciándose su iniciación en el Cenáculo. Ella ayudó
admirablemente a los primeros cristianos por la santidad de su ejemplo, la
autoridad de su consejo, la dulzura de su consuelo y la eficacia de sus santas
plegarias. Y en efecto, mostrase, pues, madre
de la Iglesia y maestra y Reina de los apóstoles a quienes comunico parte
de las divinas sentencias que conservaba en su corazón”.
SAN PÍO X (1903-1914)
EPIST. EX
OMNIBUS LOCIS (AAS 6 1914, 376)
“María no dejó
nunca y de ningún modo aquel cariño materno, por la que es Esposa de su Hijo
(la Iglesia), que Dios la buscó últimamente por medio del derramamiento de su
sangre, y la formó con cuidado hasta el último aliento”.
AD DIEM ILLUM
LAETISSIMUM: 2 DE FEBRERO DE 1904 (AAS 36 (1903-1904)
“¡Cuántos dones excelsos y por
cuántos motivos desea esta santísima Madre proporcionárnoslos, con tal que
tengamos una pequeña esperanza, y cuán grandes logros seguirán a nuestra
esperanza!
¿No es María Madre de
Cristo? Por tanto, también es madre nuestra. Pues cada uno debe estar
convencido de que Jesús, el Verbo que se hizo carne, es también el salvador del
género humano y en cuanto Dios-Hombre, fue dotado, como todos los hombres, de
un cuerpo concreto; en cuanto restaurador de nuestro linaje, tiene un cuerpo espiritual,
al que se llama místico, que es la sociedad de quienes creen en
Cristo. Siendo muchos, somos un solo cuerpo en Cristo. Por consiguiente,
la Virgen no concibió tan sólo al Hijo de Dios para que se hiciera hombre
tomando de ella la naturaleza humana, sino también para que, a través de la
naturaleza tomada de ella, se convirtiera en salvador de los mortales. Por eso
el Ángel dijo a los pastores: Os ha nacido hoy el Salvador, que es el Señor
Cristo. Por tanto en ese uno y mismo seno de su castísima Madre Cristo tomó
carne y al mismo tiempo unió a esa carne su cuerpo espiritual compuesto
efectivamente por todos aquellos que habían de creer en El. De manera
que cuando María tenía en su vientre al Salvador puede decirse que gestaba
también a todos aquellos cuya vida estaba contenida en la vida del Salvador.
Así pues, todos cuantos estamos unidos con Cristo y los que, como dice el
Apóstol, somos miembros de su cuerpo, partícipes de su carne y de sus huesos,
hemos salido del vientre de María como partes del cuerpo que permanece unido a
la cabeza. De donde, de un modo ciertamente espiritual y místico, también
nosotros nos llamamos hijos de María y ella es la madre de todos nosotros. Madre
en espíritu... pero evidentemente madre de los miembros de Cristo que somos
nosotros. En efecto, si la bienaventurada Virgen es al mismo tiempo Madre
de Dios y de los hombres ¿quién es capaz de dudar de que ella procurará con
todas sus fuerzas que Cristo, cabeza del cuerpo de la Iglesia, infunda
en nosotros, sus miembros, todos sus dones, y en primer lugar que le conozcamos
y que vivamos por él?
BENEDICTO XV (1854-1922)
ENCÍCLICA FAUSTO APPETENTE DIE: 29 de junio
de1921 (AAS XIII 329)
En esta Encíclica,
con ocasión del VII centenario de la muerte de Santo Domingo de Guzmán, decía
el Papa Benedicto XV:
“Así, pues, la
Iglesia, por medio principalmente del Rosario, siempre ha encontrado en María a
la madre de gracia y de misericordia precisamente tal cual ha tenido costumbre
de saludarla”
PÍO XI
(1922-1939)
CARTA APOSTÓLICA “EXPLORATA RES EST DE 2
DE FEBRERO DE 1923 (AAS 15, 1923, 104
“La Virgen dolorosa
participó con Jesucristo en la obra de la redención, y constituida Madre de los
hombres, los acogió como hijos, y los defiende con todo su amor, como
encomendados a ella por el testamento de su caridad divina”.
DISCURSO, 21 DE
ABRIL DE 1926
Comentando el
pasaje del Calvario (Evangelio de San Juan 19, 25-27), decía:
“Toda la
Iglesia estaba allá, junto a Él, presente como en un germen fecundo en la
humanidad y en la sangre de Jesucristo, toda la Iglesia estaba allá en la
maternidad virginal de María Santísima, Madre de Jesús y de todos los fieles,
que al pie de la Cruz había heredado por la sangre de su primer Hijo Jesús”.
CARTA “SEPTIMO ABEUNTE” DE 16 DE JULIO
DE 1933 (AAS 25 , 1933, 435.
En una Carta a la
Institución de los Siervos de María el Papa hizo una clara afirmación de la
maternidad espiritual de María: “Dentro de poco tendrá lugar el recuerdo del
séptimo centenario de la fundación de la Orden, dentro del año jubilar, en el
que se celebra la redención del género humano y la constitución de la Virgen
María, al pie de la cruz de su Hijo, como Madre de todos los hombres”.
PÍO XII
(1939-1958)
ENCÍCLICA FULGENS CORONA (II): 8 DE SEPTIEMBRE DE
1953
En varias ocasiones el Papa se refiere a “nuestra dulcísima Madre María”,
que, junto a la Cruz, “nos recibió como hijos en lugar del suyo”.
ENCÍCLICA AD CAELI REGINAM (III): 11
DE OCTUBRE DE 1954
III-María “por voluntad divina, tuvo parte excelentísima en la obra de
nuestra eterna salvación”.
Destaca Pío XII el “singular concurso prestado a nuestra redención”.
“María fue asociada por voluntad de Dios a Cristo Jesús, principio de la
salud, en la obra de la salvación espiritual, y lo fue en modo semejante a
aquel con que Eva fue asociada a Adán, principio de muerte”.
IV- repite varias veces el papa la expresión “Reina y Madre”. María es
“Reina y Madre del pueblo cristiano”.
“Ninguno pues se tenga por hijo de María, digno de ser recibido bajo su
potentísima tutela, si a ejemplo suyo no se muestra dulce, justo y casto,
contribuyendo con amor a la verdadera fraternidad”.
ENCÍCLICA MYSTICI CORPORIS (51): 29
DE JUNIO DE 1943
“Y además, su Unigénito, accediendo en Caná de
Galilea a sus maternales ruegos, obró un admirable milagro, por el que creyeron
en Él sus discípulos. Ella, la que, libre de toda mancha personal y original,
unida siempre estrechísimamente con su Hijo, lo ofreció como nueva Eva al
Eterno Padre en el Gólgota, juntamente con el holocausto de sus derechos
maternos y de su materno amor, por todos los hijos de Adán manchados con su
deplorable pecado; de tal suerte que la que era Madre corporal de nuestra
Cabeza, fuera, por un nuevo título de dolor y de gloria, Madre espiritual de
todos sus miembros. Ella, la que por medio de sus eficacísimas súplicas
consiguió que el Espíritu del Divino Redentor, otorgado ya en la Cruz, se
comunicara en prodigiosos dones a la Iglesia recién nacida, el día de
Pentecostés. Ella, en fin, soportando con ánimo esforzado y confiado sus
inmensos dolores, como verdadera Reina de los mártires, más que todos los
fieles, cumplió lo que resta que padecer a Cristo en sus miembros... en pro de
su Cuerpo[de él]..., que es la Iglesia, y prodigó al
Cuerpo místico de Cristo nacido del Corazón abierto de Nuestro Salvador el
mismo materno cuidado y la misma intensa caridad con que calentó y amamantó en
la cuna al tierno Niño Jesús.
Ella,
pues, Madre santísima de todos los miembros de Cristo.
PAPA SAN JUAN XXIII (1881-1963)
RADIOMENSAJE AL XVI
CONGRESO EUCARÍSTICO DE ITALIA (13 DE SEPTIEMBRE DE 1959): AAS
51 (1959), 713:
“Nos confiamos
que... todos los italianos con renovado fervor veneren en Ella a la Madre del
Cuerpo Místico, del cual la Eucaristía es símbolo y centro vital”.
RADIOMENSAJE AL ECUADOR (13 DE DICIEMBRE DE
1960):
AAS 52 (1960), 52-53:
“María es Madre
de Dios y Madre nuestra... Es la Madre de la Iglesia y contribuye con su
oración omnipotente y con las gracias que derraman sus manos sobre mundo a la
siembra y expansión de la semilla evangélica”.
RADIOMENSAJE AL I
CONGRESO MARIANO INTERAMERICANO CELEBRADO EN BUENOS AIRES (13 DE NOVIEMBRE DE
1960): AAS
52 (1960) 280-982:
“Con deslumbres
de claridad celeste, irradiada del Sol de justicia Cristo Nuestro Señor, se os
presenta María a vosotros, que en estos días habéis estudiado los privilegios y
prerrogativas de la que es Madre de la Iglesia”.
“La caridad
patrimonio del cristianismo se fundamenta en la sublime realidad de estar todos
los hombres vinculados en un mismo Padre Creador, en un mismo Redentor y en una
misma Madre que El nos dio en el momento cumbre de la cruz”.
AHOMILÍA EN LA
BASÍLICA LIBEFRIANA (8 DE DICIEMBRE DE 1960): AAS
53 (1961), 35.
“Las gracias pedidas a la venerable Madre de
Jesús y Madre nuestra en aquella circunstancia nos fueron concedidas o están en
camino de concedérsenos amablemente”.
“Nos alegramos,
por tanto, queridos hijos de Roma, de acogeros este año aquí y saludaros en
esta áurea morada de la Madre de Jesús, que es nuestra Madre buena y bendita
para todos y cada uno”.
“La sucesión de
las circunstancias de conveniencias humanas, unas veces propicias, otras
adversas o silenciosas a nuestras empresas, no podrá ni exaltarnos más de lo
debido ni abatir nuestras energías, que confían, sobre todo, en la intercesión
de la Inmaculada Madre de Jesús: Mater Ecclesiae
et Mater nostra dulcissima”
(2).
“¡Oh, María,
Madre, Reina de la Santa Iglesia…”!
RADIOMENSAJE AL VII
CONGRESO MARIANO NACIONAL DE FRANCIA:
9 DE
JULIO DE 1961: AAS 53
(1961) 504-506
“Os dirigimos
algunas labras paternales, al final de ese nuevo Congreso Mariano Nacional que
os ha reunido junto a la "Teresita de Lisieux" para contemplar el
misterio de la "maternidad espiritual de la Santísima Virgen María".
“Buenos hijos, vosotros habéis sentido el noble anhelo de conocer mejor a vuestra
Madre del cielo para amarla mejor”.
“Sin duda vosotros habéis meditado con fruto este "último testamento
del Señor" que, en el momento supremo de su muerte entrega a su Madre al
mundo como Madre universal de todos
aquellos que creerán en Él y formarán su Iglesia Santa, Católica y
Apostólica".
“Madre del Salvador, la Virgen María ha participado íntimamente en la obra
redentora por la que Cristo hacía de nosotros sus miembros y nos llamaba a
"convertirnos en hijos de Dios" (Jn
1,12). Y, como una madre que desea siempre lo mejor para sus hijos, ella nos
conduce, mediante su ejemplo admirable y su poderosa intercesión, hacia la
perfección de la caridad”.
“Corporalmente es la Madre de Cristo y espiritualmente la madre de su
Cuerpo Místico, que es la Iglesia; realmente la madre de Dios es también
nuestra Madre: Mater Dei est Mater nostra (San Anselmo, Oratio
52, PL. 158, 957 A)”.
“Cualquiera que sea nuestro estado de vida y nuestras responsabilidades,
estamos todos envueltos en la dulce maternidad de la Virgen María que realiza
con nosotros los mismos actos que toda madre prodiga a sus hijos; Ella ama,
vela, protege, intercede. A cambio mostraos siempre católicos en vuestro amor a
la Virgen María, omnium membrorum
Christi sactissima Genitrix
(Encíclica Mystici Corporis).
Todos los católicos son, por tanto, hijos de Nuestra Señora y su piedad por
María debe reflejar esa común pertenencia a la familia de los hijos de Dios,
expresándose siempre por las manifestaciones habituales del culto secular
dedicado por la Iglesia de Jesucristo a la Madre del Salvador”.
“La Madre de Cristo abraza a todos sus hijos con un mismo amor. Por tanto,
es necesario que la roguemos con unánime corazón y la honremos con un culto
católico. Haciendo esto seréis a la vez hijos de Nuestra Señora y servidores
fieles de la Iglesia, una, santa, católica y apostólica”.
PABLO VI
(1897-1978)
El día 21 de noviembre de 1964, en la clausura de la tercera
sesión del Concilio Vaticano II, declaró a la bienaventurada Virgen María
«Madre de la Iglesia, es decir, Madre de todo el pueblo de Dios, tanto de los
fieles como de los pastores que la llaman Madre
Dios sea honrada por todo el pueblo cristiano con este gratísimo título».
DECLARACIÓN DE MARÍA MADRE DE LA
IGLESIA
El Papa Pablo VI habría deseado que el concilio Vaticano II proclamase a
«María, Madre de la Iglesia, es decir, Madre de todo el pueblo de Dios, tanto
de los fieles como de los pastores ». Pero lo hizo él mismo en el discurso de
clausura de la tercera sesión conciliar (21 de noviembre de 1964). Así
enunciaba de forma explícita la doctrina ya contenida en el capítulo VIII de la
Constitución Dogmática Lumen Gentium.
Expresaba además su deseo de que el título de María, Madre de la Iglesia,
tuviera un puesto cada vez más importante en la liturgia y en la piedad del
pueblo cristiano.
El Papa Juan Pablo II, en la audiencia del 17 de septiembre de 1997, decía:
“El
título «Madre de la Iglesia» refleja, por tanto, la profunda convicción de los
fieles cristianos, que ven en María no sólo a la madre de la persona de Cristo,
sino también de los fieles”.
Pablo VI proclamó solemnemente y con la
fuerza del magisterio ordinario, una verdad conocida y aceptada en la Iglesia
universal. Esta promulgación tiene todo el valor doctrinal de un acto solemne
del Magisterio ordinario de la Iglesia. En ese acto reconoció y aceptó una
verdad transmitida por la tradición de la Iglesia, interpretando y completando
la enseñanza del Concilio Vaticano II y reafirmando con su autoridad un acto
conciliar, que, aunque no era una definición dogmática, tenía valor universal.
Pero se trata de una “proposición de fe divina y católica”, con fundamento en
la Sagrada Escritura y por el Magisterio unánime de la Iglesia.
DECLARACIÓN SOLEMNE
“Así, pues, para gloria de la Virgen
y consuelo nuestro, Nos proclamamos a
María Santísima Madre de la Iglesia, es decir, Madre de todo el pueblo
de Dios, así de los fieles como de los pastores que la llaman Madre amorosa, y
queremos que de ahora en adelante sea honrada e invocada por todo el pueblo
cristiano con este gratísimo título”.
Y añadía el Papa: “Se trata de un
título, venerables hermanos, que no es nuevo para la piedad de los cristianos;
antes bien, con este nombre de Madre, y con preferencia a cualquier otro, los
fieles y la Iglesia entera acostumbran a dirigirse a María. Ciertamente que ese
título pertenece a la esencia genuina de la devoción a María, encontrando su
justificación en la dignidad misma de la Madre del Verbo Encarnado”.
EXHORTACIÓN APOSTÓLIC “SIGNUM MAGNUM” (1ª
Parte, 1): 13
de mayo de 1967
“La primera verdad es
esta: María es Madre de la Iglesia no sólo porque es Madre de Jesucristo, y su
más íntima compañera en la nueva economía, cuando el Hijo de Dios asumió de
Ella la naturaleza humana, para liberar con los misterios de su carne al hombre
del pecado, sino también porque refulge como modelo de virtud ante toda la
comunidad de los elegidos…. La bienaventurada Virgen María. después de haber
participado en el sacrificio redentor del Hijo, y de modo tan íntimo que
mereció ser por El proclamada Madre no sólo del discípulo Juan, sino
permítasenos afirmarlo- del género humano por Ella de algún modo representado”.
CREDO DEL PUEBLO DE DIOS (15)
“Creemos que la Santísima Madre de Dios, nueva Eva, Madre de la Iglesia, continúa en el cielo ejercitando su oficio
materno con respecto a los miembros de Cristo, por el que contribuye para engendrar y aumentar la vida divina en cada
una de las almas de los hombres redimidos”.
JUAN PABLO I
(1912-1978)
MENSAJE CON OCASIÓN DEL III
CONGRESO MARIANO NACIONAL DE ECUADOR (24 DE SEPTIEMBE DE 1978)
“María, la
Madre de Cristo, Madre de la Iglesia
y Madre dulcísima de cada uno de nosotros, sea siempre vuestro modelo,
vuestra guía, vuestro camino hacia el Hermano Mayor y Salvador de todos, Jesús”.
JUAN
PABLO II (1920-2005)
ENCÍCLICA REDEMPTOR HOMINIS
(4 DE MARZO DE 1979)
22. La Madre de nuestra
confianza
Si somos conscientes de esta incumbencia, entonces nos
parece comprender mejor lo que significa decir que la Iglesia es madre y más aún lo que significa que la Iglesia, siempre y en especial
en nuestros tiempos, tiene necesidad de una Madre. Debemos una gratitud
particular a los Padres del Concilio Vaticano II, que han expresado esta verdad
en la Constitución Lumen gentium con la rica doctrina mariológica
contenida en ella.
Dado que Pablo VI, inspirado por esta doctrina,
proclamó a la Madre de Cristo «Madre de la Iglesia» y dado que tal denominación
ha encontrado una gran resonancia, sea permitido también a su indigno Sucesor
dirigirse a María, como Madre de la Iglesia, al final de las presentes
consideraciones, que era oportuno exponer al comienzo de su ministerio pontifical.
María es Madre de la Iglesia, porque en virtud de la inefable elección del
mismo Padre Eterno y bajo la acción particular del Espíritu de Amor, ella ha
dado la vida humana al Hijo de Dios, «por el cual y en el cual son todas las
cosas» y del cual todo el Pueblo de Dios recibe la gracia y la dignidad de la
elección. Su propio Hijo quiso explícitamente extender la maternidad de su
Madre —y extenderla de manera fácilmente accesible a todas las almas y
corazones— confiando a ella desde lo alto de la Cruz a su discípulo predilecto
como hijo. El Espíritu Santo le sugirió que se quedase también ella, después de
la Ascensión de Nuestro Señor, en el Cenáculo, recogida en oración y en espera
junto con los Apóstoles hasta el día de Pentecostés, en que debía casi visiblemente
nacer la Iglesia, saliendo de la oscuridad. Posteriormente todas las
generaciones de discípulos y de cuantos confiesan y aman a Cristo —al igual que
el apóstol Juan— acogieron espiritualmente en su casa a esta Madre, que así,
desde los mismos comienzos, es decir, desde el momento de la Anunciación, quedó
inserida en la historia de la salvación y en la misión de la Iglesia. Así pues
todos nosotros que formamos la generación contemporánea de los discípulos de
Cristo, deseamos unirnos a ella de manera particular. Lo hacemos con toda
adhesión a la tradición antigua y, al mismo tiempo, con pleno respeto y amor
para con todos los miembros de todas las Comunidades cristianas.
Lo hacemos impulsados por la profunda necesidad de la
fe, de la esperanza y de la caridad. En efecto, si en esta difícil y
responsable fase de la historia de la Iglesia y de la humanidad advertimos una
especial necesidad de dirigirnos a Cristo, que es Señor de su Iglesia y Señor
de la historia del hombre en virtud del misterio de la Redención, creemos que
ningún otro sabrá introducirnos como María en la dimensión divina y humana de
este misterio. Nadie como María ha sido introducido en él por Dios mismo. En
esto consiste el carácter excepcional de la gracia de la Maternidad divina. No
sólo es única e irrepetible la dignidad de esta Maternidad en la historia del
género humano, sino también única por su profundidad y por su radio de acción
es la participación de María, imagen de la misma Maternidad, en el designio
divino de la salvación del hombre, a través del misterio de la Redención.
Este misterio se ha formado, podemos decirlo, bajo el
corazón de la Virgen de Nazaret, cuando pronunció su «fiat».
Desde aquel momento este corazón virginal y materno al mismo tiempo, bajo la
acción particular del Espíritu Santo, sigue siempre la obra de su Hijo y va
hacia todos aquellos que Cristo ha abrazado y abraza continuamente en su amor
inextinguible. Y por ello, este corazón debe ser también maternalmente
inagotable. La característica de este amor materno que la Madre de Dios infunde
en el misterio de la Redención y en la vida de la Iglesia, encuentra su
expresión en su singular proximidad al hombre y a todas sus vicisitudes. En
esto consiste el misterio de la Madre. La Iglesia, que la mira con amor y
esperanza particularísima, desea apropiarse de este misterio de manera cada vez
más profunda. En efecto, también en esto la Iglesia reconoce la vía de su vida
cotidiana, que es todo hombre.
El eterno amor del Padre, manifestado en la historia
de la humanidad mediante el Hijo que el Padre dio «para que quien cree en él no
muera, sino que tenga la vida eterna», este amor se acerca a cada uno de
nosotros por medio de esta Madre y adquiere de tal modo signos más
comprensibles y accesibles a cada hombre. Consiguientemente, María debe
encontrarse en todas las vías de la vida cotidiana de la Iglesia. Mediante su
presencia materna la Iglesia se cerciora de que vive verdaderamente la vida de
su Maestro y Señor, que vive el misterio de la Redención en toda su profundidad
y plenitud vivificante. De igual manera la misma Iglesia, que tiene sus raíces
en numerosos y variados campos de la vida de toda la humanidad contemporánea,
adquiere también la certeza y, se puede decir, la experiencia de estar cercana
al hombre, a todo hombre, de ser «su» Iglesia: Iglesia del Pueblo de Dios.
Frente a tales cometidos, que surgen a lo largo de las
vías de la Iglesia, a lo largo de la vías que el Papa Pablo VI nos ha indicado
claramente en la primera Encíclica de su pontificado, nosotros, conscientes de
la absoluta necesidad de todas estas vías, y al mismo tiempo de las
dificultades que se acumulan sobre ellas, sentimos tanto más la necesidad de
una profunda vinculación con Cristo. Resuenan como un eco sonoro las palabras
dichas por Él: «sin mí nada podéis hacer». No sólo sentimos la necesidad, sino
también un imperativo categórico por una grande, intensa, creciente oración de
toda la Iglesia. Solamente la oración puede lograr que todos estos grandes
cometidos y dificultades que se suceden no se conviertan en fuente de crisis,
sino en ocasión y como fundamento de conquistas cada vez más maduras en el
camino del Pueblo de Dios hacia la Tierra Prometida, en esta etapa de la
historia que se está acercando al final del segundo Milenio. Por tanto, al
terminar esta meditación con una calurosa y humilde invitación a la oración,
deseo que se persevere en ella unidos con María, Madre de Jesús, al igual que
perseveraban los Apóstoles y los discípulos del Señor, después de la Ascensión,
en el Cenáculo de Jerusalén. Suplico sobre todo a María, la celestial Madre de
la Iglesia, que se digne, en esta oración del nuevo Adviento de la humanidad,
perseverar con nosotros que formamos la Iglesia, es decir, el Cuerpo Místico de
su Hijo unigénito. Espero que, gracias a esta oración, podamos recibir el
Espíritu Santo que desciende sobre nosotros y convertirnos de este modo en
testigos de Cristo «hasta los últimos confines de la tierra», como aquellos que
salieron del Cenáculo de Jerusalén el día de Pentecostés.
CARTA ENCÍCLICA REDEMPTORIS MATER (25 marzo 1987)
44. Ante esta
ejemplaridad, la Iglesia se encuentra con María e intenta asemejarse a ella: «
Imitando a la Madre de su Señor, por la virtud del Espíritu Santo conserva
virginalmente la fe íntegra, la sólida esperanza, la sincera caridad ». Por
consiguiente, María está presente en el misterio de la Iglesia como modelo. Pero
el misterio de la Iglesia consiste también en el hecho de engendrar a los
hombres a una vida nueva e inmortal: es su maternidad en el Espíritu Santo. Y
aquí María no sólo es modelo y figura de la Iglesia, sino mucho más. Pues, « con
materno amor coopera a la generación y educación » de los hijos e
hijas de la madre Iglesia. La maternidad de la Iglesia se lleva a cabo no sólo
según el modelo y la figura de la Madre de Dios, sino también con su «
cooperación ». La Iglesia recibe copiosamente de esta cooperación, es
decir de la mediación materna, que es característica de María, ya que en la
tierra ella cooperó a la generación y educación de los hijos e hijas de la
Iglesia, como Madre de aquel Hijo « a quien Dios constituyó como hermanos ».128
En ello cooperó —como enseña el Concilio Vaticano II—
con materno amor. Se descubre aquí el valor real de las palabras dichas por
Jesús a su madre cuando estaba en la Cruz: « Mujer, ahí tienes a tu hijo » y al
discípulo: « Ahí tienes a tu madre » (Jn 19,
26-27). Son palabras que determinan el lugar de María en la vida de los
discípulos de Cristo y expresan —como he dicho ya— su nueva maternidad como
Madre del Redentor: la maternidad espiritual, nacida de lo profundo del
misterio pascual del Redentor del mundo. Es una maternidad en el orden de la
gracia, porque implora el don del Espíritu Santo que suscita los nuevos hijos
de Dios, redimidos mediante el sacrificio de Cristo: aquel Espíritu que, junto
con la Iglesia, María ha recibido también el día de Pentecostés.
Esta maternidad suya ha sido comprendida y vivida
particularmente por el pueblo cristiano en el sagrado Banquete —celebración
litúrgica del misterio de la Redención—, en el cual Cristo, su verdadero cuerpo
nacido de María Virgen, se hace presente.
Con razón la piedad del pueblo cristiano ha visto
siempre un profundo vínculo entre la devoción a la Santísima Virgen y el
culto a la Eucaristía; es un hecho de relieve en la liturgia tanto occidental
como oriental, en la tradición de las Familias religiosas, en la espiritualidad
de los movimientos contemporáneos incluso los juveniles, en la pastoral de los
Santuarios marianos María guía a los fieles a la Eucaristía.
45. Es esencial a la maternidad la referencia a la
persona. La maternidad determina siempre una relación única e irrepetible entre
dos personas: la de la madre con el hijo y la del hijo con la Madre. Aun
cuando una misma mujer sea madre de muchos hijos, su relación personal con cada
uno de ellos caracteriza la maternidad en su misma esencia. En efecto, cada
hijo es engendrado de un modo único e irrepetible, y esto vale tanto para la
madre como para el hijo. Cada hijo es rodeado del mismo modo por aquel amor
materno, sobre el que se basa su formación y maduración en la humanidad.
Se puede afirmar que la maternidad « en el orden de la
gracia » mantiene la analogía con cuanto a en el orden de la naturaleza »
caracteriza la unión de la madre con el hijo. En esta luz se hace más
comprensible el hecho de que, en el testamento de Cristo en el Gólgota, la
nueva maternidad de su madre haya sido expresada en singular, refiriéndose a un
hombre: « Ahí tienes a tu hijo ».
Se puede decir además que en estas mismas palabras
está indicado plenamente el motivo de la dimensión mariana de la vida de los
discípulos de Cristo; no sólo de Juan, que en aquel instante se encontraba
a los pies de la Cruz en compañía de la Madre de su Maestro, sino de todo
discípulo de Cristo, de todo cristiano. El Redentor confía su madre al discípulo
y, al mismo tiempo, se la da como madre. La maternidad de María, que se
convierte en herencia del hombre, es un don: un don que Cristo mismo hace
personalmente a cada hombre. El Redentor confía María a Juan, en la medida en
que confía Juan a María. A los pies de la Cruz comienza aquella especial entrega
del hombre a la Madre de Cristo, que en la historia de la Iglesia se ha
ejercido y expresado posteriormente de modos diversos. Cuando el mismo apóstol
y evangelista, después de haber recogido las palabras dichas por Jesús en la
Cruz a su Madre y a él mismo, añade: « Y desde aquella hora el discípulo la
acogió en su casa » (Jn 19,27). Esta
afirmación quiere decir con certeza que al discípulo se atribuye el papel de
hijo y que él cuidó de la Madre del Maestro amado. Y ya que María fue dada como
madre personalmente a él, la afirmación indica, aunque sea indirectamente, lo
que expresa la relación íntima de un hijo con la madre. Y todo esto se encierra
en la palabra « entrega ». La entrega es la respuesta al amor de una
persona y, en concreto, al amor de la madre.
La dimensión mariana de la vida de un discípulo de
Cristo se manifiesta de modo especial precisamente mediante esta entrega filial
respecto a la Madre de Dios, iniciada con el testamento del Redentor en el
Gólgota. Entregándose filialmente a María, el cristiano, como el apóstol Juan,
« acoge entre sus cosas propias » a la
Madre de Cristo y la introduce en todo el espacio de su vida interior, es
decir, en su « yo » humano y cristiano: « La acogió en su casa » Así el
cristiano, trata de entrar en el radio de acción de aquella « caridad materna
», con la que la Madre del Redentor « cuida de los hermanos de su Hijo »,131 « a cuya generación y educación coopera
» según la medida del don, propia de cada
uno por la virtud del Espíritu de Cristo. Así se manifiesta también aquella
maternidad según el espíritu, que ha llegado a ser la función de María a los
pies de la Cruz y en el cenáculo.
46. Esta relación filial, esta entrega de un hijo a la
Madre no sólo tiene su comienzo en Cristo, sino que se puede decir que
definitivamente se orienta hacia él. Se puede afirmar que María sigue
repitiendo a todos las mismas palabras que dijo en Caná de Galilea: « Haced lo
que él os diga ». En efecto es él, Cristo, el único mediador entre Dios y los
hombres; es él « el Camino, la Verdad y la Vida » (Jn
4, 6); es él a quien el Padre ha dado al mundo, para que el hombre « no
perezca, sino que tenga vida eterna » (Jn 3,
16). La Virgen de Nazaret se ha convertido en la primera « testigo » de este
amor salvífico del Padre y desea permanecer también su humilde esclava
siempre y por todas partes. Para todo cristiano y todo hombre, María es la
primera que « ha creído », y precisamente con esta fe suya de esposa y de madre
quiere actuar sobre todos los que se entregan a ella como hijos. Y es sabido
que cuanto más estos hijos perseveran en esta actitud y avanzan en la misma,
tanto más María les acerca a la « inescrutable riqueza de Cristo » (Ef 3, 8). E igualmente ellos reconocen cada vez
mejor la dignidad del hombre en toda su plenitud, y el sentido definitivo de su
vocación, porque « Cristo... manifiesta plenamente el hombre al propio hombre
».
Esta dimensión mariana en la vida cristiana adquiere
un acento peculiar respecto a la mujer y a su condición. En efecto, la
feminidad tiene una relación singular con la Madre del Redentor, tema
que podrá profundizarse en otro lugar. Aquí sólo deseo poner de relieve que la
figura de María de Nazaret proyecta luz sobre la mujer en cuanto tal por
el mismo hecho de que Dios, en el sublime acontecimiento de la encarnación del
Hijo, se ha entregado al ministerio libre y activo de una mujer. Por lo tanto,
se puede afirmar que la mujer, al mirar a María, encuentra en ella el secreto
para vivir dignamente su feminidad y para llevar a cabo su verdadera promoción.
A la luz de María, la Iglesia lee en el rostro de la mujer los reflejos de una
belleza, que es espejo de los más altos sentimientos, de que es capaz el
corazón humano: la oblación total del amor, la fuerza que sabe resistir a los
más grandes dolores, la fidelidad sin límites, la laboriosidad infatigable y la
capacidad de conjugar la intuición penetrante con la palabra de apoyo y de
estímulo.
47. Durante el Concilio Pablo VI proclamó solemnemente
que María es Madre de la Iglesia, es decir, Madre de todo el pueblo de
Dios, tanto de los fieles como de los pastores ». Más tarde, el año 1968 en la
Profesión de fe, conocida bajo el nombre de « Credo del pueblo de Dios »,
ratificó esta afirmación de forma aún más comprometida con las palabras «
Creemos que la Santísima Madre de Dios, nueva Eva, Madre de la Iglesia continúa
en el cielo su misión maternal para con los miembros de Cristo, cooperando al
nacimiento y al desarrollo de la vida divina en las almas de los redimidos ».135
El magisterio del Concilio ha subrayado que la verdad
sobre la Santísima Virgen, Madre de Cristo, constituye un medio eficaz para la
profundización de la verdad sobre la Iglesia. El mismo Pablo VI, tomando la
palabra en relación con la Constitución Lumen gentium,
recién aprobada por el Concilio, dijo: « El conocimiento de la
verdadera doctrina católica sobre María será siempre la clave para la
exacta comprensión del misterio de Cristo y de la Iglesia ». María está
presente en la Iglesia como Madre de Cristo y, a la vez, como aquella Madre que
Cristo, en el misterio de la redención, ha dado al hombre en la persona del
apóstol Juan. Por consiguiente, María acoge, con su nueva maternidad en el
Espíritu, a todos y a cada uno en la Iglesia, acoge también a todos y a
cada uno por medio de la Iglesia. En este sentido María, Madre de la
Iglesia, es también su modelo. En efecto, la Iglesia —como desea y pide Pablo
VI— « encuentra en ella (María) la más auténtica forma de la perfecta imitación
de Cristo ».
Merced a este vínculo especial, que une a la Madre de
Cristo con la Iglesia, se aclara mejor el misterio de aquella «
mujer » que, desde los primeros capítulos del Libro del Génesis hasta
el Apocalipsis, acompaña la revelación del designio salvífico de Dios
respecto a la humanidad. Pues María, presente en la Iglesia como Madre del
Redentor, participa maternalmente en aquella « dura batalla contra el poder de
las tinieblas » que se desarrolla a lo
largo de toda la historia humana. Y por esta identificación suya eclesial con
la « mujer vestida de sol » (Ap 12, 1), se
puede afirmar que « la Iglesia en la Beatísima Virgen ya llegó a la perfección,
por la que se presenta sin mancha ni arruga »; por esto, los cristianos,
alzando con fe los ojos hacia María a lo largo de su peregrinación terrena, «
aún se esfuerzan en crecer en la santidad ». María, la excelsa hija de Sión,
ayuda a todos los hijos —donde y como quiera que vivan— a encontrar en
Cristo el camino hacia la casa del Padre.
Por consiguiente, la Iglesia, a lo largo de toda su
vida, mantiene con la Madre de Dios un vínculo que comprende, en el misterio
salvífico, el pasado, el presente y el futuro, y la venera como madre
espiritual de la humanidad y abogada de gracia.
AUDIENCIA (6 DE SEPTIEMBRE
DE 1995)
Presencia de María en el origen de la Iglesia
5. Los Hechos de los Apóstoles ponen de relieve que
María se encontraba en el cenáculo "con los hermanos de Jesús" (Hch 1, 14), es decir, con sus parientes, como ha
interpretado siempre la tradición eclesial. No se trata de una reunión de
familia, sino del hecho de que, bajo la guía de María, la familia natural de
Jesús pasó a formar parte de la familia espiritual de Cristo: "Quien
cumpla la voluntad de Dios ―había dicho Jesús―, ése es mi hermano,
mi hermana y mi madre" (Mc 3, 34).
En esa misma circunstancia, Lucas define
explícitamente a María "la madre de Jesús" (Hch
1, 14), como queriendo sugerir que algo de la presencia de su Hijo elevado al
cielo permanece en la presencia de la madre. Ella recuerda a los discípulos el
rostro de Jesús y es, con su presencia en medio de la comunidad, el signo de la
fidelidad de la Iglesia a Cristo Señor.
El título de Madre, en este contexto, anuncia la
actitud de diligente cercanía con la que la Virgen seguirá la vida de la
Iglesia. María le abrirá su corazón para manifestarle las maravillas que Dios
omnipotente y misericordioso obró en ella.
Ya desde el principio María desempeña su papel de
Madre de la Iglesia: su acción favorece la comprensión entre los Apóstoles, a
quienes Lucas presenta con un mismo espíritu y muy lejanos de las disputas que
a veces habían surgido entre ellos.
Por último, María ejerce su maternidad con respecto a
la comunidad de creyentes no sólo orando para obtener a la Iglesia los dones
del Espíritu Santo, necesarios para su formación y su futuro, sino también
educando a los discípulos del Señor en la comunión constante con Dios.
Así, se convierte en educadora del pueblo cristiano en
la oración y en el encuentro con Dios, elemento central e indispensable para
que la obra de los pastores y los fieles tenga siempre en el Señor su comienzo
y su motivación profunda.
6. Estas breves consideraciones muestran claramente
que la relación entre María y la Iglesia constituye una relación fascinante
entre dos madres. Ese hecho nos revela nítidamente la misión materna de María y
compromete a la Iglesia a buscar siempre su verdadera identidad en la
contemplación del rostro de la Theotókos.
AUDIENCIA (23 DE ABRIL DE
1997)
«Mujer, he ahí a tu hijo»
1. Después de recordar la presencia de María y de
las demás mujeres al pie de la cruz del Señor, san Juan refiere: «Jesús, viendo
a su madre y junto a ella al discípulo a quien amaba, dice a su madre:
"Mujer, he ahí a tu hijo". Luego dice al discípulo: "He ahí a tu
madre"» (Jn 19, 26-27).
Estas palabras, particularmente conmovedoras,
constituyen una «escena de revelación»: revelan los profundos sentimientos de
Cristo en su agonía y entrañan una gran riqueza de significados para la fe y la
espiritualidad cristiana. En efecto, el Mesías crucificado, al final de su vida
terrena, dirigiéndose a su madre y al discípulo a quien amaba, establece
relaciones nuevas de amor entre María y los cristianos.
Esas palabras, interpretadas a veces únicamente como
manifestación de la piedad filial de Jesús hacia su madre, encomendada para el
futuro al discípulo predilecto, van mucho más allá de la necesidad contingente
de resolver un problema familiar. En efecto, la consideración atenta del texto,
confirmada por la interpretación de muchos Padres y por el común sentir
eclesial, con esa doble entrega de Jesús, nos sitúa ante uno de los hechos más
importantes para comprender el papel de la Virgen en la economía de la
salvación.
Las palabras de Jesús agonizante, en realidad, revelan
que su principal intención no es confiar su madre a Juan, sino entregar el
discípulo a María, asignándole una nueva misión materna. Además, el apelativo
«mujer», que Jesús usa también en las bodas de Caná para llevar a María a una
nueva dimensión de su misión de Madre, muestra que las palabras del Salvador no
son fruto de un simple sentimiento de afecto filial, sino que quieren situarse
en un plano más elevado.
2. La muerte de Jesús, a pesar de causar el
máximo sufrimiento en María, no cambia de por sí sus condiciones habituales de
vida. En efecto, al salir de Nazaret para comenzar su vida pública, Jesús ya
había dejado sola a su madre. Además, la presencia al pie de la cruz de su
pariente María de Cleofás permite suponer que la Virgen mantenía buenas
relaciones con su familia y sus parientes, entre los cuales podía haber
encontrado acogida después de la muerte de su Hijo.
Las palabras de Jesús, por el contrario, asumen su
significado más auténtico en el marco de la misión salvífica. Pronunciadas en
el momento del sacrificio redentor, esa circunstancia les confiere su valor más
alto. En efecto, el evangelista, después de las expresiones de Jesús a su
madre, añade un inciso significativo: «sabiendo Jesús que ya todo estaba
cumplido» (Jn 19, 28), como si quisiera
subrayar que había culminado su sacrificio al encomendar su madre a Juan y, en
él, a todos los hombres, de los que ella se convierte en Madre en la obra de la
salvación.
3. La realidad que producen las palabras de
Jesús, es decir, la maternidad de María con respecto al discípulo, constituye
un nuevo signo del gran amor que impulsó a Jesús a dar su vida por todos los
hombres. En el Calvario ese amor se manifiesta al entregar una madre, la suya,
que así se convierte también en madre nuestra.
Es preciso recordar que, según la tradición, de hecho,
la Virgen reconoció a Juan como hijo suyo; pero ese privilegio fue interpretado
por el pueblo cristiano, ya desde el inicio, como signo de una generación espiritual
referida a la humanidad entera.
La maternidad universal de María, la «Mujer» de las
bodas de Caná y del Calvario, recuerda a Eva, «madre de todos los vivientes» (Gn 3, 20). Sin embargo, mientras ésta había
contribuido al ingreso del pecado en el mundo, la nueva Eva, María, coopera en
el acontecimiento salvífico de la Redención. Así en la Virgen, la figura de la
«mujer» queda rehabilitada y la maternidad asume la tarea de difundir entre los
hombres la vida nueva en Cristo.
Con miras a esa misión, a la Madre se le pide el
sacrificio, para ella muy doloroso, de aceptar la muerte de su Unigénito. Las
palabras de Jesús: «Mujer, he ahí a tu hijo», permiten a María intuir la nueva
relación materna que prolongaría y ampliaría la anterior. Su «sí» a ese proyecto
constituye, por consiguiente, una aceptación del sacrificio de Cristo, que ella
generosamente acoge, adhiriéndose a la voluntad divina. Aunque en el designio
de Dios la maternidad de María estaba destinada desde el inicio a extenderse a
toda la humanidad, sólo en el Calvario, en virtud del sacrificio de Cristo, se
manifiesta en su dimensión universal.
Las palabras de Jesús: «He ahí a tu hijo», realizan lo
que expresan, constituyendo a María madre de Juan y de todos los discípulos
destinados a recibir el don de la gracia divina.
4. Jesús en la cruz no proclamó formalmente la
maternidad universal de María, pero instauró una relación materna concreta
entre ella y el discípulo predilecto. En esta opción del Señor se puede
descubrir la preocupación de que esa maternidad no sea interpretada en sentido
vago, sino que indique la intensa y personal relación de María con cada uno de
los cristianos.
Ojalá que cada uno de nosotros, precisamente por esta
maternidad universal concreta de María, reconozca plenamente en ella a su
madre, encomendándose con confianza a su amor materno.
AUDIENCIA (7 DE MAYO DE
1997)
«He ahí a tu madre»
1. Jesús, después de haber confiado el discípulo
Juan a María con las palabras: «Mujer, he ahí a tu hijo», desde lo alto de la
cruz se dirige al discípulo amado, diciéndole: «He ahí a tu madre» (Jn 19, 26-27). Con esta expresión, revela a
María la cumbre de su maternidad: en cuanto madre del Salvador, también es la
madre de los redimidos, de todos los miembros del Cuerpo místico de su Hijo.
La Virgen acoge en silencio la elevación a este grado
máximo de su maternidad de gracia, habiendo dado ya una respuesta de fe con su
«sí» en la Anunciación.
Jesús no sólo recomienda a Juan que cuide con
particular amor de María; también se la confía, para que la reconozca como su
propia madre.
Durante la última cena, «el discípulo a quien Jesús
amaba» escuchó el mandamiento del Maestro: «Que os améis los unos a los otros
como yo os he amado » (Jn 15, 12) y,
recostando su cabeza en el pecho del Señor, recibió de él un signo singular de
amor. Esas experiencias lo prepararon para percibir mejor en las palabras de
Jesús la invitación a acoger a la mujer que le fue dada como madre y a amarla
como él con afecto filial.
Ojalá que todos descubran en las palabras de Jesús:
«He ahí a tu madre», la invitación a aceptar a María como madre, respondiendo
como verdaderos hijos a su amor materno.
2. A la luz de esta consigna al discípulo amado,
se puede comprender el sentido auténtico del culto mariano en la comunidad
eclesial, pues ese culto sitúa a los cristianos en la relación filial de Jesús
con su Madre, permitiéndoles crecer en la intimidad con ambos.
El culto que la Iglesia rinde a la Virgen no es sólo
fruto de una iniciativa espontánea de los creyentes ante el valor excepcional
de su persona y la importancia de su papel en la obra de la salvación; se funda
en la voluntad de Cristo.
Las palabras: «He ahí a tu madre» expresan la
intención de Jesús de suscitar en sus discípulos una actitud de amor y
confianza en María, impulsándolos a reconocer en ella a su madre, la madre de
todo creyente.
En la escuela de la Virgen, los discípulos aprenden,
como Juan, a conocer profundamente al Señor y a entablar una íntima y
perseverante relación de amor con él. Descubren, además, la alegría de confiar
en el amor materno de María, viviendo como hijos afectuosos y dóciles.
La historia de la piedad cristiana enseña que María es
el camino que lleva a Cristo y que la devoción filial dirigida a ella no quita
nada a la intimidad con Jesús; por el contrario, la acrecienta y la lleva a
altísimos niveles de perfección.
Los innumerables santuarios marianos esparcidos por el
mundo testimonian las maravillas que realiza la gracia por intercesión de
María, Madre del Señor y Madre nuestra.
Al recurrir a ella, atraídos por su ternura, también
los hombres y las mujeres de nuestro tiempo encuentran a Jesús, Salvador y
Señor de su vida.
Sobre todo los pobres, probados en lo más íntimo, en
los afectos y en los bienes, encontrando refugio y paz en la Madre de Dios,
descubren que la verdadera riqueza consiste para todos en la gracia de la
conversión y del seguimiento de Cristo.
3. El texto evangélico, siguiendo el original
griego, prosigue: «Y desde aquella hora el discípulo la acogió entre sus
bienes» (Jn 19, 27), subrayando así la
adhesión pronta y generosa de Juan a las palabras de Jesús, e informándonos
sobre la actitud que mantuvo durante toda su vida como fiel custodio e hijo
dócil de la Virgen.
La hora de la acogida es la del cumplimiento de la
obra de salvación. Precisamente en ese contexto, comienza la maternidad
espiritual de María y la primera manifestación del nuevo vínculo entre ella y
los discípulos del Señor.
Juan acogió a María «entre sus bienes ». Esta
expresión, más bien genérica, pone de manifiesto su iniciativa, llena de
respeto y amor, no sólo de acoger a María en su casa, sino sobre todo de vivir
la vida espiritual en comunión con ella.
En efecto, la expresión griega, traducida al pie de la
letra «entre sus bienes», no se refiere a los bienes materiales, dado que Juan
—como observa san Agustín (In Ioan. Evang. tract., 119, 3)— «no poseía nada propio», sino a los bienes espirituales o
dones recibidos de Cristo: la gracia (Jn 1,
16), la Palabra (Jn 12, 48; 17, 8), el
Espíritu (Jn 7, 39; 14, 17), la Eucaristía
(Jn 6, 32-58)... Entre estos dones, que
recibió por el hecho de ser amado por Jesús, el discípulo acoge a María como
madre, entablando con ella una profunda comunión de vida (cf. Redemptoris Mater, 45, nota 130).
Ojalá que todo cristiano, a ejemplo del discípulo
amado, «acoja a María en su casa» y le deje espacio en su vida diaria,
reconociendo su misión providencial en el camino de la salvación.
AUDIENCIA (17 DE SEPTIEMBRE
DE 1997)
María, Madre de la Iglesia
1. El concilio Vaticano II, después de haber
proclamado a María «miembro muy eminente», «prototipo» y «modelo» de la
Iglesia, afirma: «La Iglesia católica, instruida por el Espíritu Santo, la
honra como a madre amantísima con sentimientos de piedad filial» (Lumen gentium,
53).
A decir verdad, el texto conciliar no atribuye
explícitamente a la Virgen el título de «Madre de la Iglesia», pero enuncia de
modo irrefutable su contenido, retomando una declaración que hizo, hace más de dos
siglos, en el año 1748, el Papa Benedicto XIV (Bullarium
romanum, serie 2, t. 2, n. 61, p. 428).
En dicho documento, mi venerado predecesor,
describiendo los sentimientos filiales de la Iglesia que reconoce en María a su
madre amantísima, la proclama, de modo indirecto, Madre de la Iglesia.
2. El uso de dicho apelativo en el pasado ha sido
más bien raro, pero recientemente se ha hecho más común en las enseñanzas del
Magisterio de la Iglesia y en la piedad del pueblo cristiano. Los fieles han
invocado a María ante todo con los títulos de «Madre de Dios», «Madre de los
fieles» o «Madre nuestra», para subrayar su relación personal con cada uno de
sus hijos.
Posteriormente, gracias a la mayor atención dedicada
al misterio de la Iglesia y a las relaciones de María con ella, se ha comenzado
a invocar más frecuentemente a la Virgen como «Madre de la Iglesia».
La expresión está presente, antes del concilio
Vaticano II, en el magisterio del Papa León XIII, donde se afirma que María ha
sido «con toda verdad madre de la Iglesia» (Acta Leonis
XIII, 15, 302). Sucesivamente, el apelativo ha sido utilizado varias veces
en las enseñanzas de Juan XXIII y de Pablo VI.
3. El título de «Madre de la Iglesia», aunque se
ha atribuido tarde a María, expresa la relación materna de la Virgen con la
Iglesia, tal como la ilustran ya algunos textos del Nuevo Testamento.
María, ya desde la Anunciación, está llamada a dar su
consentimiento a la venida del reino mesiánico, que se cumplirá con la
formación de la Iglesia.
María en Caná, al solicitar a su Hijo el ejercicio del
poder mesiánico, da una contribución fundamental al arraigo de la fe en la
primera comunidad de los discípulos y coopera a la instauración del reino de
Dios, que tiene su «germen » e «inicio» en la Iglesia (cf. Lumen gentium,
5).
En el Calvario María, uniéndose al sacrificio de su
Hijo, ofrece a la obra de la salvación su contribución materna, que asume la
forma de un parto doloroso, el parto de la nueva humanidad.
Al dirigirse a María con las palabras «Mujer, ahí
tienes a tu hijo», el Crucificado proclama su maternidad no sólo con respecto
al apóstol Juan, sino también con respecto a todo discípulo. El mismo
Evangelista, afirmando que Jesús debía morir «para reunir en uno a los hijos de
Dios que estaban dispersos» (Jn 11, 52),
indica en el nacimiento de la Iglesia el fruto del sacrificio redentor, al que
María está maternalmente asociada.
El evangelista san Lucas habla de la presencia de la
Madre de Jesús en el seno de la primera comunidad de Jerusalén (cf. Hch 1, 14). Subraya, así, la función materna
de María con respecto a la Iglesia naciente, en analogía con la que tuvo en el
nacimiento del Redentor. Así, la dimensión materna se convierte en elemento
fundamental de la relación de María con respecto al nuevo pueblo de los
redimidos.
4. Siguiendo la sagrada Escritura, la doctrina
patrística reconoce la maternidad de María respecto a la obra de Cristo y, por
tanto, de la Iglesia, si bien en términos no siempre explícitos.
Según san Ireneo, María «se ha convertido en causa de
salvación para todo el género humano» (Adv.
haer., III, 22, 4: PG 7, 959) y el seno
puro de la Virgen «vuelve a engendrar a los hombres en Dios» (Adv. haer., IV, 33,
11: PG 7, 1.080). Le hacen eco san Ambrosio, que afirma: «Una Virgen ha
engendrado la salvación del mundo, una Virgen ha dado la vida a todas las
cosas» (Ep. 63, 33: PL 16,
1.198); y otros Padres, que llaman a María «Madre de la salvación» (Severiano
de Gabala, Or. 6
de mundi creatione, 10:
PG 54, 4; Fausto de Riez, Max Bibl. Patrum VI, 620-621).
En el medievo, san Anselmo se dirige a María con estas
palabras: «Tú eres la madre de la justificación y de los justificados, la madre
de la reconciliación y de los reconciliados, la madre de la salvación y de los
salvados» (Or. 52, 8: PL 158,
957), mientras que otros autores le atribuyen los títulos de «Madre de la
gracia» y «Madre de la vida».
5. El título «Madre de la Iglesia» refleja, por
tanto, la profunda convicción de los fieles cristianos, que ven en María no
sólo a la madre de la persona de Cristo, sino también de los fieles. Aquella
que es reconocida como madre de la salvación, de la vida y de la gracia, madre
de los salvados y madre de los vivientes, con todo derecho es proclamada Madre
de la Iglesia.
El Papa Pablo VI habría deseado que el
mismo concilio Vaticano II proclamase a «María, Madre de la Iglesia, es decir,
Madre de todo el pueblo de Dios, tanto de los fieles como de los pastores ». Lo
hizo él mismo en el discurso
de clausura de la tercera sesión conciliar (21 de noviembre
de 1964), pidiendo, además, que «de ahora en adelante, la Virgen sea honrada e
invocada por todo el pueblo cristiano con este gratísimo título» (AAS 56
[1964], 37).
De este modo, mi venerado predecesor enunciaba
explícitamente la doctrina ya contenida en el capítulo VIII de la Lumen gentium,
deseando que el título de María, Madre de la Iglesia, adquiriese un puesto cada
vez más importante en la liturgia y en la piedad del pueblo cristiano.
AUDIENCIA (9 DE SEPTIEMBRE DE 1998)
María, Madre
animada por el Espíritu Santo
3. La presencia de María al pie de la cruz es el signo
de que la madre de Jesús siguió hasta el fondo el itinerario doloroso trazado
por el Espíritu Santo a través de Simeón.
En las palabras que Jesús dirige a su Madre y al
discípulo predilecto en el Calvario se descubre otra característica de la
acción del Espíritu Santo: asegura fecundidad al sacrificio. Las palabras de
Jesús manifiestan precisamente un aspecto «mariano» de esta fecundidad: «Mujer,
he ahí a tu hijo» (Jn 19, 26). En estas
palabras el Espíritu Santo no aparece expresamente. Pero, dado que el
acontecimiento de la cruz, como toda la vida de Cristo, se desarrolla en el
Espíritu Santo (cf. Dominum
et vivificantem, 40-41),
precisamente en el Espíritu Santo el Salvador pide a la Madre que se asocie al
sacrificio del Hijo, para convertirse en la madre de una multitud de hijos. A
este supremo ofrecimiento de su Madre Jesús asegura un fruto inmenso: una nueva
maternidad destinada a extenderse a todos los hombres.
Desde la cruz el Salvador quería derramar sobre la
humanidad ríos de agua viva (cf. Jn 7, 38), es
decir, la abundancia del Espíritu Santo. Pero deseaba que esta efusión de
gracia estuviera vinculada al rostro de una madre, su Madre. María
aparece ya como la nueva Eva, madre de los vivos, o la Hija de Sión, madre de
los pueblos. El don de la madre universal estaba incluido en la misión
redentora del Mesías: «Después de esto, sabiendo Jesús que todo estaba ya
consumado...», escribe el evangelista, inmediatamente después de la doble
declaración: «Mujer, he ahí a tu hijo», y «He ahí a tu madre» (Jn 19, 26-28).
Esta escena permite intuir la armonía del plan divino
con respecto al papel de María en la acción salvífica del Espíritu Santo. En el
misterio de la Encarnación su cooperación con el Espíritu había desempeñado una
función esencial; también en el misterio del nacimiento y la formación de los
hijos de Dios, el concurso materno de María acompaña la actividad del Espíritu
Santo.
4. A la luz de la declaración de Cristo en el
Calvario, la presencia de María en la comunidad que espera la venida del
Espíritu en Pentecostés asume todo su valor. San Lucas, que había atraído la
atención sobre el papel de María en el origen de Jesús, quiso subrayar su
presencia significativa en el origen de la Iglesia. La comunidad no sólo está
compuesta de Apóstoles y discípulos, sino también de mujeres, entre las que san
Lucas nombra únicamente a «María, la madre de Jesús» (Hch
1, 14).
La Biblia no nos brinda más información sobre María
después del drama del Calvario. Pero es muy importante saber que ella
participaba en la vida de la primera comunidad y en su oración asidua y
unánime. Sin duda estuvo presente en la efusión del Espíritu el día de
Pentecostés. El Espíritu que ya habitaba en María, al haber obrado en ella
maravillas de gracia, ahora vuelve a descender a su corazón, comunicándole
dones y carismas necesarios para el ejercicio de su maternidad espiritual.
5. María sigue cumpliendo en la Iglesia la maternidad
que le confió Cristo. En esta misión materna la humilde esclava del Señor no se
presenta en competición con el papel del Espíritu Santo; al contrario, ella
está llamada por el mismo Espíritu a cooperar de modo materno con él. El
Espíritu despierta continuamente en la memoria de la Iglesia las palabras de
Jesús al discípulo predilecto: «He ahí a tu madre», e invita a los creyentes a
amar a María como Cristo la amó. Toda profundización del vínculo con María
permite al Espíritu una acción más fecunda para la vida de la Iglesia.
BENEDICTO XVI
(1927…)
AÑO 2005
*En el
cielo tenemos una madre. Y la Madre de Dios, la Madre del Hijo de Dios, es
nuestra madre (Homilía, 15 de agosto).
*Al
estar en Dios y con Dios, María está cerca de cada uno de nosotros, conoce
nuestro corazón, puede escuchar nuestras oraciones, puede ayudarnos con su
bondad materna (Homilía, 15 de agosto).
*María,
presente en el Calvario junto a la cruz está también presente, con la Iglesia y
como Madre de la Iglesia, en cada una de nuestras celebraciones eucarísticas
(Ángelus, 11 de septiembre).
*El
hecho de que María está totalmente en Dios
es la razón por la que está también tan cerca de los hombres. Por eso
puede ser la Madre de todo consuelo y de toda ayuda, una Madre a la que todos,
en cualquier necesidad, pueden osar dirigirse en su debilidad y en su pecado,
porque ella lo comprende todo y es para todos la fuerza abierta de la bondad
creativa (Homilía, 8 de diciembre).
*Dar
gracias al Señor por el gran signo de su bondad que nos dio en María, su Madre
y Madre de la Iglesia (Homilía, 8 de diciembre).
*En la
Madre de Cristo y madre nuestra se realizó perfectamente la vocación de todo
ser humano (Ángelus, 8 de diciembre).
*Al
mirar a la Virgen, se aviva en nosotros, sus hijos, la aspiración a la belleza,
a la bondad y a la pureza de corazón (Ángelus, 8 de diciembre).
AÑO 2006
*El
dolor de María forma un todo con el de
su Hijo. Es un dolor lleno de fe y de amor. La Virgen en el Calvario participa
en la fuerza salvífica del dolor de Cristo, uniendo su “fiat”,
su “sí” al de su Hijo (Ángelus, 17 de septiembre).
*Viendo
desde lo alto de la cruz a su Madre y a su lado al discípulo amado, Cristo
agonizante reconoció la primicia de la nueva familia que había venido a formar
en el mundo, el germen de la Iglesia y de la nueva humanidad (Homilía, 29 de
noviembre).
AÑO 2007
*La
Virgen María, que con su fe y su obra maternal colaboró de manera única en
nuestra Redención (Audiencia, 14 de febrero).
*Necesitamos
sentirla madre y hermana en las situaciones concretas de nuestra existencia
(Ángelus, 15 de agosto).
*Jesús,
antes de consumar su sacrificio, nos dio
a María como madre y a ella nos encomendó como hijos suyos. Misterio de
misericordia y de amor, don que enriquece a la Iglesia con una fecunda
maternidad espiritual (Discurso, 8 de diciembre).
*María
constituye para la Iglesia su propia imagen más auténtica (Homilía, 31 de
diciembre).
AÑO 2008
*Precisamente
por ser Madre de la Iglesia, la Virgen es también Madre de cada uno de
nosotros, que somos miembros del Cuerpo místico de Cristo (Audiencia, 2 de
enero).
*“Y
desde aquella hora el discípulo la
acogió en su casa”; la acogió en su propia realidad, en su propio ser. Así
forma parte de su vida y las dos vidas se compenetran (Audiencia, 2 de
enero).
AÑO 2009
*Acoger
a María significa introducirla en el dinamismo
de toda la propia existencia –no es algo exterior- y en todo lo que
constituye el horizonte del propio apostolado (Audiencia, 12 de agosto).
AÑO 2010
*Desde el abismo de su dolor, participación en el del Hijo,
María fue capaz de acoger la nueva misión: ser la Madre de Cristo en sus miembros.
En la hora de la cruz, Jesús le presenta a cada uno de sus discípulos
diciéndole: «He ahí a tu Hijo» (cf. Jn 19,
26-27). La compasión maternal hacia el Hijo se convierte en compasión maternal
hacia cada uno de nosotros en nuestros sufrimientos diarios (Mensaje, 21 de
noviembre).
2011
*María no recibió el don de Dios sólo para ella, sino para
llevarlo al mundo: en su virginidad fecunda, Dios dio a los hombres los bienes
de la salvación eterna (Homilía, 1 de enero).
*María, que dio la vida terrena al Hijo de Dios, sigue dando
a los hombres la vida divina, que es Jesús mismo y su Santo Espíritu (Homilía,
1 de enero).
*María es la imagen perfecta de la Iglesia que da al mundo la
luz de Cristo: es la Estrella de la evangelización (Ángelus, 6 de enero).
*Desde la Cruz, desde el trono de la gracia y la redención,
Jesús ha entregado a los hombres como Madre a María, su propia Madre. En el
momento de su sacrificio por la humanidad, Él constituye en cierto modo a
María, mediadora del flujo de gracia que brota de la Cruz (Vísperas, 23 de
septiembre).
*Bajo la Cruz, María se hace compañera y protectora de los
hombres en el camino de su vida (Vísperas, 23 de septiembre).
*En la vida pasamos por vicisitudes alternas, pero María
intercede por nosotros ante su Hijo y nos ayuda a encontrar la fuerza del amor
divino del Hijo y de abrirnos a él (Vísperas, 23 de septiembre).
*Nuestra confianza en la intercesión eficaz de la Madre de
Dios y nuestra gratitud por la ayuda que experimentamos continuamente llevan
consigo de algún modo el impulso a dirigir la reflexión más allá de las
necesidades del momento (Vísperas, 23 de septiembre).
AÑO 2012
*María, que es la madre de Cristo, es también madre nuestra,
nos abre la puerta de su casa, nos guía para entrar en la voluntad de su Hijo
(Homilía, 4 de octubre).
PAPA
FRANCISCO (1936…)
EN
LA BASÍLICA DE SANTA MARÍA LA MAYOR (4 DE MAYO DE 2013).
“María es madre y una
madre se preocupa sobre todo por la salud de sus hijos… ¿Qué quiere decir esto?
Pienso sobre todo en tres aspectos: nos ayuda a crecer, a afrontar la vida, a
ser libres.
1. Una mamá ayuda a los
hijos a crecer y quiere que crezcan bien, por ello los educa a no ceder ante la
pereza - que también se deriva de un cierto bienestar –, a no conformarse con
una vida cómoda que se contenta sólo con tener algunas cosas. La mamá cuida a
los hijos para que crezcan más y más, crezcan fuertes, capaces de asumir
responsabilidades, de asumir compromisos en la vida, de tender hacia grandes
ideales…
2. Una mamá, además
piensa en la salud de sus hijos, educándolos también a afrontar las
dificultades de la vida. No se educa, no se cuida la salud evitando los
problemas, como si la vida fuera una autopista sin obstáculos. La mamá ayuda a
los hijos a mirar con realismo los problemas de la vida y a no perderse en
ellos, sino a afrontarlos con valentía, a no ser débiles, y saberlos superar,
en un sano equilibrio que una madre “siente” entre las áreas de seguridad y las
zonas de riesgo. Y esto una madre sabe hacerlo. Lleva al hijo no siempre sobre
el camino seguro, porque de esta manera no puede crecer. Pero tampoco solamente
sobre el riesgo, porque es peligroso…
3. Un último aspecto:
una buena mamá no sólo acompaña a los niños en el crecimiento, sin evitar los
problemas, los desafíos de la vida; una buena mamá ayuda también a tomar las
decisiones definitivas con libertad…
Pero, ¿qué significa
libertad? Por cierto, no es hacer todo lo que uno quiere, dejarse dominar por
las pasiones, pasar de una experiencia a otra sin discernimiento, seguir las
modas del momento. Libertad no significa, por así decirlo, tirar por la ventana
todo lo que no nos gusta. La libertad se nos dona ¡para que sepamos optar por
las cosas buenas en la vida!”
EXHORT. APOSTÓLICA “EVANGELII GAUDIUM” (24 DE MAYO DE 2013)
284. Con el Espíritu Santo, en medio del pueblo
siempre está María. Ella reunía a los discípulos para invocarlo (Hch 1,14), y así hizo posible la explosión misionera
que se produjo en Pentecostés. Ella es la Madre de la Iglesia evangelizadora y
sin ella no terminamos de comprender el espíritu de la nueva evangelización.
285. En la cruz, cuando Cristo sufría en su carne el
dramático encuentro entre el pecado del mundo y la misericordia divina, pudo
ver a sus pies la consoladora presencia de la Madre y del amigo. En ese crucial
instante, antes de dar por consumada la obra que el Padre le había encargado,
Jesús le dijo a María: «Mujer, ahí tienes a tu hijo». Luego le dijo al amigo
amado: «Ahí tienes a tu madre» (Jn 19,26-27).
Estas palabras de Jesús al borde de la muerte no expresan primeramente una
preocupación piadosa hacia su madre, sino que son más
bien una fórmula de revelación que manifiesta el misterio de una especial
misión salvífica. Jesús nos dejaba a su madre como madre nuestra. Sólo después
de hacer esto Jesús pudo sentir que «todo está cumplido» (Jn
19,28). Al pie de la cruz, en la hora suprema de la nueva creación, Cristo nos
lleva a María. Él nos lleva a ella, porque no quiere que caminemos sin una
madre, y el pueblo lee en esa imagen materna todos los misterios del Evangelio.
Al Señor no le agrada que falte a su Iglesia el icono femenino. Ella, que lo
engendró con tanta fe, también acompaña «al resto de sus hijos, los que guardan
los mandamientos de Dios y mantienen el testimonio de Jesús» (Ap 12,17). La íntima conexión entre María, la
Iglesia y cada fiel, en cuanto que, de diversas maneras, engendran a Cristo, ha
sido bellamente expresada por el beato Isaac de Stella: «En las Escrituras
divinamente inspiradas, lo que se entiende en general de la Iglesia, virgen y
madre, se entiende en particular de la Virgen María […] También se puede decir
que cada alma fiel es esposa del Verbo de Dios, madre de Cristo, hija y
hermana, virgen y madre fecunda […] Cristo permaneció nueve meses en el seno de
María; permanecerá en el tabernáculo de la fe de la Iglesia hasta la
consumación de los siglos; y en el conocimiento y en el amor del alma fiel por
los siglos de los siglos».
HOMILÍA
(15 DE AGOSTO DE 2013)
“María no nos deja solos; la Madre de
Cristo y de la Iglesia está siempre con nosotros. Siempre camina con nosotros,
está con nosotros (…) María nos acompaña, lucha con nosotros, sostiene a los
cristianos en el combate contra las fuerzas del mal. La oración con María, en
especial el Rosario – pero escúchenme con atención: el Rosario. ¿Ustedes rezan
el Rosario todos los días? (…) Pues bien, la
oración con María, en particular el Rosario, tiene también esta dimensión
´agonística´, es decir, de lucha; una oración que sostiene en la batalla contra
el maligno y sus cómplices. También el Rosario nos
sostiene en la batalla”.
AUDIENCIA,
11 DE SEPTIEMBRE DE 2013
“Una madre, ante todo, genera la vida, lleva en su seno
durante nueve meses al propio hijo y luego lo abre a la vida, generándolo. Así
es la Iglesia: nos genera en la fe, por obra del Espíritu Santo que la hace
fecunda, como a la Virgen María. La Iglesia y la Virgen María son madres,
ambas; lo que se dice de la Iglesia se puede decir también de la Virgen”.
HOMILÍA
(1 DE ENERO DE 2014)
“Nuestro camino
de fe está unido de manera indisoluble a María desde el momento en que Jesús,
muriendo en la cruz, nos la ha dado como Madre diciendo: “He ahí a tu madre” (Jn 19, 27). Estas palabras tienen un valor de testamento y
dan al mundo una Madre. Desde ese momento, la Madre de Dios se ha convertido
también en nuestra Madre”.
MENSAJE PARA LA JORNADA MUNDIAL DEL ENFERMO
2014
Para crecer en la ternura, en la caridad respetuosa y
delicada, nosotros tenemos un modelo cristiano a quien dirigir con seguridad
nuestra mirada. Es la Madre de Jesús y Madre nuestra, atenta a la voz de Dios y a las
necesidades y dificultades de sus hijos. María, animada por la divina
misericordia, que en ella se hace carne, se olvida de sí misma, y con ternura
va al encuentro de los necesitados. Por eso es la Madre de todos los enfermos y
de todos los que sufren (…) El que está bajo la cruz con María, aprende a amar
como Jesús”.
AUDIENCIA (3 DE SEPTIEMBRE DE 2014)
“En su maternidad, la Iglesia tiene como
modelo a la virgen María, el modelo más bello y más alto que pueda ser. Es lo que ya las primeras comunidades cristianas
han destacado y el Concilio Vaticano II expresó de forma admirable (cfr. Const.
Lumen Gentium, 63-64). La maternidad de María es ciertamente única, singular, y
se ha cumplido en la plenitud de los tiempos, cuando la Virgen dio a luz al
Hijo de Dios, concebido por obra del Espíritu Santo. Y, sin embargo, la
maternidad de la Iglesia se pone en continuidad con la de María, como
prolongación en la historia. La Iglesia, en la fecundidad del Espíritu, continúa
generando nuevos hijos en Cristo, siempre en la escucha de la Palabra de Dios y
en la docilidad a su diseño de amor. La Iglesia es madre. El nacimiento de
Jesús en el seno de María, es el preludio del nacimiento de todo cristiano en
el seno de la Iglesia, desde el momento que Cristo es el primogénito de una
multitud de hermanos (cfr. Rm 8,29). El primer
hermano es Jesús, nació de María, que es el modelo y todos los demás hemos
nacido de la Iglesia. Comprendemos, entonces, que la relación que une a María y
a la Iglesia es muy profunda: mirando a María, descubrimos el rostro más bello
y tierno de la Iglesia; mirando a la Iglesia, reconocemos las características
sublimes de María. Los cristianos no somos huérfanos, tenemos a una madre,
tenemos a nuestra madre. ¡Esto es grande: no somos huérfanos! La Iglesia es
Madre, María es madre
HOMILÍA EN LA BASÍLICA DE GUADALUPE (13 DE
FEBRERO DE 2016)
“Al venir a este Santuario nos puede pasar lo
mismo que le pasó a Juan Diego. Mirar a la Madre desde nuestros dolores,
miedos, desesperaciones, tristezas, y decirle: «Madre, ¿qué puedo aportar yo si
no soy un letrado?». Miramos a la madre con ojos que dicen: son tantas las
situaciones que nos quitan la fuerza, que hacen sentir que no hay espacio para
la esperanza, para el cambio, para la transformación.
Y en silencio,
y en este estar mirándola, escuchar una vez más que nos vuelve a decir: «¿Qué hay hijo mío el más pequeño?, ¿qué entristece tu
corazón?». «¿Acaso no estoy yo aquí, yo que tengo el honor de ser tu madre?».
¿Acaso no soy
yo tu madre? ¿No estoy aquí? No te dejes vencer por tus dolores, tristezas, nos
dice. Hoy nuevamente nos vuelve a enviar, como a Juanito; hoy nuevamente nos
vuelve a decir, sé mi embajador, sé mi enviado a construir tantos y nuevos
santuarios, acompañar tantas vidas, consolar tantas lágrimas. Tan sólo camina
por los caminos de tu vecindario, de tu comunidad, de tu parroquia como mi
embajador, mi embajadora; levanta santuarios compartiendo la alegría de saber
que no estamos solos, que ella va con nosotros. Sé mi embajador, nos dice, dando
de comer al hambriento, de beber al sediento, da lugar al necesitado, viste al
desnudo y visita al enfermo. Socorre al que está preso, no lo dejes solo,
perdona al que te lastimó, consuela al que está triste, ten paciencia con los
demás y, especialmente, pide y ruega a nuestro Dios. Y, en silencio, le decimos
lo que nos venga al corazón.
¿Acaso no soy
yo tu madre? ¿Acaso no estoy yo aquí?, nos vuelve a decir María. Anda a
construir mi santuario, ayúdame a levantar la vida de mis hijos, que son tus hermanos”.
HOMLÍA (1 DE ENERO DE 2017)
“Lejos de querer entender o adueñarse de la
situación, María es la mujer que sabe conservar, es decir proteger, custodiar
en su corazón el paso de Dios en la vida de su Pueblo. Desde sus entrañas
aprendió a escuchar el latir del corazón de su Hijo y eso le enseñó, a lo largo
de toda su vida, a descubrir el palpitar de Dios en la historia...
Ella se ha acercado en
las situaciones más diversas para sembrar esperanza. Acompañó las cruces
cargadas en el silencio del corazón de sus hijos. Tantas devociones, tantos
santuarios y capillas en los lugares más recónditos, tantas imágenes esparcidas
por las casas, nos recuerdan esta gran verdad. María nos dio el calor materno,
ese que nos cobija en medio de la dificultad; el calor materno que permite que
nada ni nadie apague en el seno de la Iglesia la revolución de la ternura
inaugurada por su Hijo. Donde hay madre, hay ternura….
Las madres son el
antídoto más fuerte ante nuestras tendencias individualistas y egoístas, ante
nuestros encierros y apatías. Una sociedad sin madres no sería solamente una
sociedad fría sino una sociedad que ha perdido el corazón, que ha perdido el
«sabor a hogar». Una sociedad sin madres una
sociedad sin piedad que ha dejado lugar sólo al cálculo y a la especulación.
Porque las madres, incluso en los peores momentos, saben dar testimonio de la
ternura, de la entrega incondicional, de la fuerza de la esperanza”.
ÁNGELUS (1 DE ENERO DE 2018)
Es mediante María que el Hijo asume
la corporeidad. Pero la maternidad de María no se reduce a esto: gracias a su
fe, Ella es también la primera discípula de Jesús y esto «dilata» su
maternidad. Será la fe de María la que provoque en Caná el primer «signo»
milagroso, que contribuye a suscitar la fe de los discípulos. Con la misma fe,
María está presente a los pies de la cruz y recibe como hijo al apóstol Juan; y
finalmente, después de la Resurrección, se convierte en madre orante de la
Iglesia sobre la cual desciende con poder el Espíritu Santo en el día de
Pentecostés.
Como madre, María cumple una función
muy especial: se pone entre su Hijo Jesús y los hombres en la realidad de su
privación, en la realidad de sus indiferencias y sufrimientos. María intercede,
como en Caná, consciente que en cuanto madre puede, es más, debe hacer presente
al Hijo las necesidades de los hombres, especialmente de los más débiles y
desfavorecidos.
MEMORIA DE LA VIRGEN MARÍA, MADRE DE LA IGLESIA (11 DE FEBRERO DE
2018)
“El Sumo Pontífice Francisco, considerando atentamente que la
promoción de esta devoción puede incrementar el sentido materno de la Iglesia
en los Pastores, en los religiosos y en los fieles, así como la genuina piedad
mariana, ha establecido que la memoria de la bienaventurada Virgen María, Madre
de la Iglesia, sea inscrita en el Calendario Romano el lunes después de
Pentecostés y sea celebrada cada año”
Esta celebración nos ayudará a recordar que el crecimiento de la
vida cristiana, debe fundamentarse en el misterio de la Cruz, en la ofrenda de
Cristo en el banquete eucarístico, y en la Virgen oferente, Madre del Redentor
y de los redimidos.
Por tanto, tal memoria deberá aparecer en todos los Calendarios y
Libros litúrgicos para la celebración de la Misa y de la Liturgia de las Horas:
los respectivos textos litúrgicos se adjuntan a este decreto y sus traducciones,
aprobadas por las Conferencias Episcopales, serán publicadas después de ser
confirmadas por este Dicasterio.
Donde la celebración de la bienaventurada Virgen María, Madre de
la Iglesia, ya se celebra en un día diverso con un grado litúrgico más elevado,
según el derecho particular aprobado, puede seguir celebrándose en el futuro
del mismo modo.
Sin que obste nada en contrario.
En la sede de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina
de los Sacramentos, a 11 de febrero de 2018, memoria de la bienaventurada
Virgen María de Lourdes.