El Nacimiento de la Virgen María

Diócesis de Zacatecas, México 

 

La Iglesia celebra la solemnidad de la Inmaculada Concepción de María el 8 de diciembre y, nueve meses después, el 8 de septiembre, su nacimiento. Recordemos las palabras del sermón de un santo de la Edad Media:

“Cuando nació María, el Sol de Justicia, que es Nuestro Señor Jesucristo, empezó a iluminar al mundo con sus primeros rayos, como cuando aparece la aurora en el oriente.”

Al nacer María quedó edificada la mansión para que viniera el Hijo de Dios a morar en el mundo, apareció la nube celestial que traería a esta tierra estéril el Rocío divino y vivificador, que es Cristo, se formó en la tierra la escala misteriosa por la cual vino al mundo el Hijo de Dios. 

En ese día llegó a la tierra la Puerta por donde entró el Salvador al mundo; la Mesa don-de es servido el Pan del Cielo; el Altar de Oro en el que se ofrece la Víctima en propiciación por nuestros pecados; la Mediadora ante el Mediador; la que cambia en gozos nuestras tristezas y transforma nuestros gemidos en acciones de gracias; la que sirve de Palacio al Rey de reyes; la que hace de templo para que allí viva el Hijo de Dios sus nueve primeros meses de estancia en nuestro planeta. Si cuando terminó de crear los seres del mundo vio Dios que “todo era bueno”, ¿Qué habrá dicho cuando creó a la Santísima Virgen, su obra maestra, su hija predilecta? Por medio de ella venía Dios a restaurar las ruinas del mundo. Cuando aquel 8 de septiembre el Hijo de Dios vio sonreír en su cuna a la que tenía elegida para que fuera su mamá, debió sentir también una inmensa alegría.

La celebración de la fiesta del Nacimiento de María en el Año de la Eucaristía nos invita a considerar las hermosas reflexiones del Papa en su Encíclica: “María ha anticipado también en el misterio de la Encarnación la fe eucarística de la Iglesia. Cuando, en la Visitación, lleva en su seno al Verbo hecho carne, se convierte de algún modo en “tabernáculo” –el primer tabernáculo de la historia- donde el Hijo de Dios, todavía invisible a los ojos de los hombres, se ofrece a la adoración de Isabel, como irradiando su luz a través de los ojos y la voz de María. Y la mirada embelesada de María al contemplar el rostro de Cristo recién nacido y al estrecharlo en sus brazos, ¿no es acaso el inigualable modelo de amor en el que ha de inspirarse cada comunión eucarística? (E.E. 55).