Purificación de Nuestra Señora y Presentación de Jesús en el templo

Pablo Cardona

 

-1º. José y María suben a Jerusalén para cumplir dos preceptos de la ley: la purificación y el rescate del hijo primogénito. 

La purificación era el rito que hacía pura a la mujer que había concebido un varón, cuarenta días después del nacimiento. 

El rescate del primer hijo consistía en ofrecer en sacrificio, un par de tórtolas o dos pichones, si la familia, como en el caso de la Sagrada Familia, era pobre.

Maria no había quedado impura, pues su concepción fue obra milagrosa del Espíritu Santo y no de un hombre. 

Pero la Virgen quiere cumplir la ley y se purifica. 

Jesús, cuántas veces no he sabido cumplir tu ley, tus mandamientos. 

Yo si necesito purificarme. Primero con una confesión bien hecha. 

Y luego, me puedo purificar más con más oración, con pequeños sacrificios, o ganando indulgencias.

2º. Jesús, como cuando te encontró Simeón, hoy también estás en el Templo: en el sagrario de cada iglesia. 

Que no me acostumbre a pasar por delante de una iglesia sin decirte nada. 

Que me admire siempre de que te hayas quedado tan cerca para que pueda adorarte.

Madre, cuando Jesús murió en la cruz, comprendiste hasta qué punto era cierta la profecía de Simeón: «y a tu misma alma la traspasará una espada». 

Maria, ante semejante plan divino tu respuesta fue heroica: fuiste fiel a Dios, y aceptaste aquel dolor intensísimo a los pies de tu Hijo agonizante. 

De tal manera te uniste al sacrificio de Jesús, ofreciendo tu dolor por la salvación de todos los hombres, que la Iglesia te llama, con razón, Corredentora: redentora junto con Cristo.

Madre, has aceptado la muerte de tu Hijo, para que yo tenga vida divina. 

¡Cómo será el amor que me tienes! Qué poco me entero... ¡perdóname! 

Quiero, desde ahora, apoyarme más en ti, pedirte todo lo que necesite. ¿Cómo me vas a fallar, si te he costado tanto?

3º. Jesús, Ana servía a Dios «con ayunos y oraciones». 

La oración y la mortificación son dos pilares importantes de mi vida interior, y los mejores medios de apostolado: por eso Ana podía hablar de Ti «a todos los que esperaban la redención de Jerusalén.» 

¿Cómo es mi oración: la hago cada día; pongo la cabeza y el corazón en esos minutos para enamorarme más de Ti; hago al menos un propósito cada día para mejorar en mi trabajo, en mi vida interior o en mi apostolado?

¿Cómo es mi mortificación? ¿Tengo concretado hacer algún pequeño sacrificio en las comidas, en la puntualidad, en el orden, en detalles de servicio? 

Y si ya lo tengo concretado, ¿lo ofrezco por alguna intención particular? 

¿Puedo ser más generoso en mi mortificación? 

Tal vez debería hacer una lista con cuatro o cinco pequeños sacrificios para ofrecértelos durante el día. 

Sé que si soy un alma fuerte, sacrificada, también te podré querer más. 

Y, sobretodo, mediante esos pequeños sacrificios me estoy uniendo a Ti en la cruz, estoy ayudándote a hacer la redención.

Ana vivía «sin apartarse del Templo noche y día». 

Yo, Jesús, no puedo estar todo el día en la iglesia. 

Tampoco es lo que me pides. 

Lo que me pides es que -esté donde esté y haga lo que haga- te tenga presente: que te ofrezca el trabajo haciéndolo lo mejor posible, que me preocupe de las necesidades materiales y espirituales de los demás.

4º. Jesús, vas creciendo como un niño normal. 

Eres Dios y por eso estás «lleno de sabiduría»; pero en lo humano vas aprendiendo de José y de María. 

De José aprendiste a trabajar con perfección, aprovechando todos los recursos del momento y añadiéndole ese convencimiento de que tu trabajo era el medio de unirte a Dios y de servir a los demás.

De María aprenderías a estar pendiente de los más pequeños detalles, y posiblemente de Ella aprenderías tus primeras oraciones: oraciones que recitarías juntamente con tu madre y José al empezar y acabar el día, antes y después de comer,... 

¡Dios mismo, aprendiendo a rezar!

Jesús, yo sí necesito aprender. 

No puedo darme por satisfecho en mi formación profesional ni en mi formación cultural y humana. 

Y, con mayor motivo, no puedo conformarme nunca con mi formación ascética -formación para mejorar en mi vida espiritual- ni con mi formación sobre la doctrina de la Iglesia.

¿Cómo me he esforzado en asistir a los medios de formación necesarios para ser mejor cristiano: círculos, charlas, meditaciones, clases de doctrina, etc..?

¿Cómo los he aprovechado? 

¿Me tomo suficientemente en serio un medio de formación tan importante como es la dirección espiritual? 

Que no caiga en el defecto -que es soberbia- de pensar que ya no necesito formación. 

Sólo entonces «la gracia de Dios» estará y crecerá en mí.
1º. José y María suben a Jerusalén para cumplir dos preceptos de la ley: la purificación y el rescate del hijo primogénito. 

La purificación era el rito que hacía pura a la mujer que había concebido un varón, cuarenta días después del nacimiento. 

El rescate del primer hijo consistía en ofrecer en sacrificio, un par de tórtolas o dos pichones, si la familia, como en el caso de la Sagrada Familia, era pobre.

Maria no había quedado impura, pues su concepción fue obra milagrosa del Espíritu Santo y no de un hombre. 

Pero la Virgen quiere cumplir la ley y se purifica. 

Jesús, cuántas veces no he sabido cumplir tu ley, tus mandamientos. 

Yo si necesito purificarme. Primero con una confesión bien hecha. 

Y luego, me puedo purificar más con más oración, con pequeños sacrificios, o ganando indulgencias.

2º. Jesús, como cuando te encontró Simeón, hoy también estás en el Templo: en el sagrario de cada iglesia. 

Que no me acostumbre a pasar por delante de una iglesia sin decirte nada. 

Que me admire siempre de que te hayas quedado tan cerca para que pueda adorarte.

Madre, cuando Jesús murió en la cruz, comprendiste hasta qué punto era cierta la profecía de Simeón: «y a tu misma alma la traspasará una espada». 

Maria, ante semejante plan divino tu respuesta fue heroica: fuiste fiel a Dios, y aceptaste aquel dolor intensísimo a los pies de tu Hijo agonizante. 

De tal manera te uniste al sacrificio de Jesús, ofreciendo tu dolor por la salvación de todos los hombres, que la Iglesia te llama, con razón, Corredentora: redentora junto con Cristo.

Madre, has aceptado la muerte de tu Hijo, para que yo tenga vida divina. 

¡Cómo será el amor que me tienes! Qué poco me entero... ¡perdóname! 

Quiero, desde ahora, apoyarme más en ti, pedirte todo lo que necesite. ¿Cómo me vas a fallar, si te he costado tanto?

3º. Jesús, Ana servía a Dios «con ayunos y oraciones». 

La oración y la mortificación son dos pilares importantes de mi vida interior, y los mejores medios de apostolado: por eso Ana podía hablar de Ti «a todos los que esperaban la redención de Jerusalén.» 

¿Cómo es mi oración: la hago cada día; pongo la cabeza y el corazón en esos minutos para enamorarme más de Ti; hago al menos un propósito cada día para mejorar en mi trabajo, en mi vida interior o en mi apostolado?

¿Cómo es mi mortificación? ¿Tengo concretado hacer algún pequeño sacrificio en las comidas, en la puntualidad, en el orden, en detalles de servicio? 

Y si ya lo tengo concretado, ¿lo ofrezco por alguna intención particular? 

¿Puedo ser más generoso en mi mortificación? 

Tal vez debería hacer una lista con cuatro o cinco pequeños sacrificios para ofrecértelos durante el día. 

Sé que si soy un alma fuerte, sacrificada, también te podré querer más. 

Y, sobretodo, mediante esos pequeños sacrificios me estoy uniendo a Ti en la cruz, estoy ayudándote a hacer la redención.

Ana vivía «sin apartarse del Templo noche y día». 

Yo, Jesús, no puedo estar todo el día en la iglesia. 

Tampoco es lo que me pides. 

Lo que me pides es que -esté donde esté y haga lo que haga- te tenga presente: que te ofrezca el trabajo haciéndolo lo mejor posible, que me preocupe de las necesidades materiales y espirituales de los demás.

4º. Jesús, vas creciendo como un niño normal. 

Eres Dios y por eso estás «lleno de sabiduría»; pero en lo humano vas aprendiendo de José y de María. 

De José aprendiste a trabajar con perfección, aprovechando todos los recursos del momento y añadiéndole ese convencimiento de que tu trabajo era el medio de unirte a Dios y de servir a los demás.

De María aprenderías a estar pendiente de los más pequeños detalles, y posiblemente de Ella aprenderías tus primeras oraciones: oraciones que recitarías juntamente con tu madre y José al empezar y acabar el día, antes y después de comer,... 

¡Dios mismo, aprendiendo a rezar!

Jesús, yo sí necesito aprender. 

No puedo darme por satisfecho en mi formación profesional ni en mi formación cultural y humana. 

Y, con mayor motivo, no puedo conformarme nunca con mi formación ascética -formación para mejorar en mi vida espiritual- ni con mi formación sobre la doctrina de la Iglesia.

¿Cómo me he esforzado en asistir a los medios de formación necesarios para ser mejor cristiano: círculos, charlas, meditaciones, clases de doctrina, etc..?

¿Cómo los he aprovechado? 

¿Me tomo suficientemente en serio un medio de formación tan importante como es la dirección espiritual? 

Que no caiga en el defecto -que es soberbia- de pensar que ya no necesito formación. 

Sólo entonces «la gracia de Dios» estará y crecerá en mí.

Fuente: almudi.org