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La mirada de María.
Soledad Núñez
de Cáceres
Al contemplar de nuevo la
fiesta de la Inmaculada Concepción de María volvemos a contemplar
despacio este hermoso misterio, que se nos abre sólo si nos acercamos a
él con humildad, descalzos de orgullos, despojados de la soberbia de la
razón y llenos de amor para asombrarnos de nuevo y gustar más
profundamente su significado.
Esta fiesta nos invita a hacer –como aconseja San Ignacio- una
“composición de lugar” respecto a la Madre de Jesús y Madre nuestra,
introducirnos con el corazón en las escenas que narran los Evangelios
para participar en ellas con detalle como si estuviésemos presentes, y
sintonizar con María para parecernos más a ella y recibir tantos dones
de la gracia que su poderosa intercesión alcanza siempre para el pueblo
de Dios.
Muchas veces, al pensar en María como en la mujer que no conoció el
pecado, sino que fue completamente dócil al Espíritu Santo en todos los
momentos de su existencia, me asalta la intuición de que fue muy feliz.
Uno se la imagina como una persona unificada, íntegra, armonizada por
dentro, sin el desgarro que provoca la concupiscencia. Impacta pensar
cómo habrá amado, sin medida, sin egoísmos, sin posesividades, sin
temores, toda ella generosidad y alegría, en primer lugar Jesús y a
José, pero no sólo. También al resto de su amplia familia –como eran en
aquel tiempo y aún son hoy las familias semíticas-, formada por varias
generaciones que viven juntas o muy cerca: abuelos, tíos, cuñados y
cuñadas, sobrinos, etc. Cómo miraría a todos y cada uno, cómo jugaría
con los niños, amaría a los ancianos, comprendería a los jóvenes en sus
descubrimientos y búsquedas.
Creo que todo ello no es mera ficción imaginativa. Sabemos con certeza
que María vivía una intensa unidad con Dios Uno y Trino, que de manera
única la habitó y la convirtió en primera colaboradora de la Redención.
Ella, hija excelsa de Dios Padre, fue la primera “casa” del Salvador y
templo del Espíritu Santo. Todo ello debió sin duda ser para ella fuente
de un intenso gozo y de una enorme plenitud, incluso cuando se topara
con sus propios límites humanos, cuando le asaltaran dudas y
perplejidades, cuando se viera traspasada por el dolor ante el
sufrimiento de su Hijo. Los Padres de la Iglesia, además de innumerables
poetas, pintores, músicos y artistas, han querido acercarse a ese
momento, a la noche oscura que fueron las horas de la pasión de Jesús,
donde ella siguió siendo, sin embargo, un baluarte de fortaleza, de
amor, misericordia y perdón, junto con su Hijo y siguiéndole a él en ese
trance, para esperarlo resucitado como lo había prometido.
Podríamos decir que la mirada de María sin pecado es
–permítaseme la analogía- “una mirada trinitaria”. Ella ve el mundo con
la confianza amorosa que el Padre deposita en su corazón; con la
esperanza del Hijo que da la vida por todos, y con la diligencia de
caridad con que el Espíritu Santo la impulsa a actuar en todo momento.
Ella contempla los acontecimientos de cada día “desde la perspectiva de
Dios”, si es que podemos hablar así.
¿Y nosotros, cómo vemos al mundo? Ojalá con realismo y esperanza, como
nos lo indican los Obispos de América Latina que se reunieron en
Aparecida, Brasil, durante el mes de mayo pasado. Ellos reflexionaron en
profundidad sobre la realidad eclesial de nuestros días, y nos han
ofrecido un hermoso documento que impulsa a cada bautizado y bautizada a
ser “discípulos y misioneros de Jesucristo, para que nuestros pueblos en
Él tengan vida”. Y justamente la estructura del documento de Aparecida
transparenta esa mirada contemplativa y trinitaria que nos ayuda a ser
dóciles a lo que Dios mismo desea de nosotros en la hora presente. El
Documento tiene tres partes. La primera ve la sociedad y la Iglesia
desde los ojos del Padre; la segunda pone a Cristo como medida de toda
valoración respecto al mundo y centro de la vida comunitaria; y la
tercera nos invita a actuar como testigos, como misioneros en la
sociedad, llevados por el Espíritu Santo. Contemplación, vida
comunitaria, acción, son los pasos que hemos de dar, conducidos por el
Dios trinitario revelado en Cristo. Que María Inmaculada nos ayude a
tener ojos limpios y transparentes como los suyos para mirar el mundo.
Fuente:
claraesperanza.trimilenio.net
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