La Virgen María. La Visitación (Lc 1,39-56)

 

Camilo Valverde Mudarra

Son dos las cuestiones principales: la proclamación profética del Mesías y la exultación mesiánica. María corre pletórica de gozo hacia Isabel y, al saludarla, esta última, llena de Espíritu Santo dedica a María una doble bendición de tono kerigmático y litúrgico: “La madre de mi Señor viene a mí” y “¡Dichosa la que ha creído!”. No habría sido la madre del Mesías si no hubiera mostrado una fe inquebrantable.   Y, cuando por ello su prima Isabel la llama Bienaventurada, ella prorrumpe en su Magnificat anima mea Dominum, cántico compuesto con diferentes textos del A. T.: Mi alma se alegra en Yahvé, mi frente se levanta a Dios (1 Sm 2, 1-11). Grandes son las obras de Yahvé; sus maravillas hizo memorables (Sal 111,2.4; Sal 103,1). María que no necesitó de un Salvador en el mismo sentido que los hombres, resalta, no su virtud de la humildad, sino su pobre condición social, su nimiedad y su bajeza. Pero, Dios la ha mirado y, en consecuencia, será llamada dichosa, porque Dios siempre se sirve de lo sencillo e insignificante: 
  
Mi alma glorifica al Señor, 
y mi espíritu se regocija en Dios 
mi Salvador, porque ha mirado 
la humilde condición de su sierva (Lc 1,46-48). 
  
Es un salmo de acción de gracias parecido a muchos que contiene la Biblia. Este himno del cristianismo primitivo, autónomo e independiente, fue adaptado por san Lucas para figurar en su obra. El poema tiene dos partes. La primera es un canto de alabanza personal de María por la obra realizada en ella. La segunda, indica la voz de Israel que, a través de María, da gracias al ver cumplidas, en este niño, las promesas hechas a Abraham. 
El cántico de María: “Es la expresión viva del Israel Antiguo del que la Virgen es hija, y lo es asimismo del Israel Nuevo, del que la Virgen es madre. María representa a los pobres de Yavé que esperaban su liberación. El Magnificat es el canto de un alma religiosa que ha meditado profundamente las maravillas que Dios ha realizado en la historia de la salvación y que culminan en la encarnación del Hijo de Dios. Un himno que nos presenta a la Virgen en actitud orante. Pero ella no pide nada. Ella alaba, agradece, da gracias y constata la realización del plan liberador de Dios. Una liberación ya realizada en el pasado y que se presenta como una garantía de que se seguirá haciendo en el futuro. 
Es el canto de la Señora, orante y contemplativa, alegre y gozosa en el Señor y al propio tiempo, comprometida con los problemas sociales que afligen a la humanidad. Y es que los contemplativos llevan en su corazón, como nadie, el sufrimiento de las injusticias sociales. 
Desde el punto de vista religioso, el himno presenta a Dios como el Salvador, el misericordioso, el fiel, el leal siempre a su palabra, a su compromiso de ayudar y proteger al hombre. Lo religioso y lo sociopolítico son las dos dimensiones del himno. Por eso, es un himno modélico, pues tan malo es reducirlo todo a lo espiritual y religioso, como reducirlo a lo social y político. La criatura humana tiene la obligación de cultivar su vida espiritual y de no olvidarse de la vida social y política en la que está inmerso y de la que no le es permitido prescindir. Y eso es el Magnificat: un manifiesto de liberación integral, espiritual y social, válido para todos los tiempos. Un himno revolucionario, en el sentido noble y bíblico de la palabra, “el himno de la gran revolución de la esperanza”, pues postula el cambio de una situación injusta, tanto en el orden espiritual como en el social y político” (E. Martín Nieto, o. c.). Su prima Isabel, al saludar a la joven madre, la llamó bendita entre las mujeres porque bendito era el fruto de su vientre y después dichosa por su fe. Las dos bendiciones tienen origen y referencia a la anunciación. Y ahora en la visitación, evocado aquel momento en el saludo, la fe de María se suscita, se afianza y se hace expresión, como dice el Papa en la Redemptoris Mater: “Lo que en el momento de la anunciación permanecía oculto en la profundidad de la "obediencia de la fe", se diría que ahora se manifiesta como una llama del espíritu clara y vivificante. Las palabras usadas por María en el umbral de la casa de Isabel constituyen una inspirada profesión de su fe, en la que la respuesta a la palabra de la revelación se expresa con la elevación espiritual y poética de todo su ser hacia Dios. En estas sublimes palabras, que son al mismo tiempo muy sencillas y totalmente inspiradas por los textos sagrados del pueblo de Israel, se vislumbra la experiencia personal de María, el éxtasis de su corazón. Resplandece en ellas un rayo del misterio de Dios, la gloria de su inefable santidad, el eterno amor que, como un don irrevocable, entra en la historia del hombre. María es la primera en participar de esta nueva revelación de Dios y, a través de ella, de esta nueva "autodonación" de Dios. Por esto proclama: "ha hecho obras grandes en mí; su nombre es santo". Sus palabras reflejan el gozo del espíritu, difícil de expresar: "se alegra mi espíritu en Dios mi salvador". Porque "la verdad profunda de Dios y de la salvación del hombre... resplandece en Cristo, mediador y plenitud de toda la revelación. En su arrobamiento, María confiesa que se ha encontrado en el centro mismo de esta plenitud de Cristo” (RM, 36). María explica el sentido del “glorifica” inicial por medio de las dos subordinadas causales: porque ha hecho cosa grande y porque se ha fijado en la humilde condición de su esclava. De nuevo se proclama la “esclava” de la anunciación, subrayado por el adjetivo “humilde”; se instala en la humillación pues se siente y se reconoce insignificante. Es la condición de los pobres de Yahvé. Evoca las palabras de Ana, la madre de Samuel (1 Sam 1,11) y las de Isabel (Lc 1,25), dos mujeres que sentían el oprobio de su esterilidad. Pero, el Omnipotente la ha ensalzado y, por ello, la llamarán Bienaventurada todas las generaciones. Dichosa por su humildad, por su fe y por ser la madre del Señor. María que los representa hace una alabanza de los pobres y expresa una idea utópica de la historia en la que la acción de Dios va a destruir a los ricos y orgullosos y encumbrar a los humildes. Los pequeños y los desposeídos ante la sociedad son los que atraen la protección de Dios. Esta es la didáctica de Yahvé. Por tanto, transformar el mundo, de acuerdo a este principio, debe ser el objetivo esencial del cristiano.