En la visitación, el preludio de la misión del Hijo de Dios

Thalia Ehrlich Garduño

 

(Catequesis del Papa Juan Pablo II, 2  octubre 1996)  

    En el  pasaje cuando la Bella María visita a Isabel,  Lucas narra como la Gracia de la Encarnación, después de haber llenado a la Doncella de Nazaret, lleva la Salvación y el Gozo a la casa de Isabel.  

    El Salvador de la humanidad, estando en el seno de su Madre, derrama el Espíritu Santo, manifestándose desde el inicio de su venida al mundo.  

    Lucas al describir la salida de la Hermosa María que se dirige a Judea, y usa el verbo anístemi que significa levantarse, ponerse en movimiento.  

    Este verbo se usa en el Evangelio para indicar la Resurrección de Jesús (Mc. 8,31; 9,9.31; Lc.24, 7.46) o en acciones materiales que conllevan un impulso espiritual (Lc. 5,27-28; 15,18.20), podemos pensar que Lucas, quiso subrayar el impulso vigoroso que hace que la Madre de Dios con la inspiración del Santo Espíritu, de al mundo al Salvador.  

    El texto del Evangelio refiere, que la Bella María viaja ‘con prontitud’ (Lc.1, 39).

    En el contexto lucano, la expresión ‘a la región montañosa’ (Lc.1, 39), es más que una indicación topográfica, nos hace pensar en el mensajero de la Buena Nueva que describe Isaías: ‘¡Qué hermoso son sobre los montes los pies del mensajero que anuncia la paz, que trae buenas nuevas, que anuncia Salvación, que dice Sión: ‘Ya reina tu Dios!’ (Is.52, 7).  

    De la manera como manifiesta san Pablo, que reconoce el cumplimiento de esta profecía en la predicación del Evangelio (Rom. 10,15), también Lucas invita a ver en la Joven de Nazaret a la primera evangelista, que lleva la Buena Nueva comenzando la Misión de su Hijo.  

    La dirección del viaje de la Joven María tiene un particular significado: Será de Galilea a Judea, como el camino misionero de Jesús (Lc. 9,51). Al visitar a Isabel, la Bella María realiza el preludio de la Misión del Hijo de Dios y, participando desde el principio de su Maternidad en la obra de Redención del Hijo, se convierte en modelo de las personas creyentes que se ponen en camino para llevar la luz y la alegría de Jesús a mujeres y hombres de todos los lugares y de todas las épocas.  

    El encuentro con Isabel tiene rasgos de un acontecimiento salvífico lleno de gozo que rebasa el cariño familiar.  

    Mientras la incredulidad se puede relejar en el mutismo de Zacarías (él quedó mudo porque no creyó en que nacería Juan, su hijo (Lc. 1,20).  La Doncella de Nazaret con la alegría de su Fe que es pronta y disponible: ‘Entró a la casa de Zacarías y saludó a Isabel’ (Lc. 1,40).

    Lucas relata ‘cuando oyó Isabel el saludo de María, saltó de gozo el niño en su seno’ (Lc. 1,41). El saludo de la Virgen a Isabel provoca en el hijo de Isabel un salto de gozo: Jesús entró a la casa de Isabel gracias a su Madre, entonces transmite al profeta la alegría con que el Antiguo Testamento anuncia como signo de la venida del Mesías.  

    Con el saludo, Isabel también sintió la alegría mesiánica y ‘quedó llena de Espíritu Santo; y exclamó diciendo: ‘Bendita tú entre las mujeres y bendito es el fruto de tu seno’ (Lc. 1,41-42).

    En virtud de la inspiración Divina comprende la grandeza de la Virgen que, más que Judit quien la prefiguró en el Antiguo Testamento, es bendita entre las mujeres por el fruto de su vientre, Jesús el Salvador.  

    Isabel exclama con gran voz y manifiesta un entusiasmo religioso, es entonces que la oración del Avemaría resuena en los labios de cada creyente, como alabanza de la Iglesia por las maravillas que hizo en la Madre de su Hijo.

    Isabel la proclama ‘Bendita entre las mujeres’ e indica el motivo de la bienaventuranza de la Madre de Dios en su Fe: ‘¡Feliz la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!’ (Lc. 1,45).

    La grandeza y la alegría de la Hermosa María  tienen origen en el hecho de que Ella es la que cree.  

    Frente a la sublimidad de la Bella María, Isabel comprende el honor que significa para ella la visita de la Madre del Redentor: ‘¿De dónde a mí que la Madre del Señor venga a mí?’ (Lc. 1,43). Con la expresión mi Señor, Isabel reconoce la dignidad real y mesiánica del Hijo de la Madre del Salvador.

    En el Antiguo Testamento se utilizaba para dirigirse al rey (1 R 1, 13, 20,21) y también para hablar del Rey-Mesías (Sal. 110,1).  

v     El Ángel Gabriel dijo de Jesús: ‘El Señor Dios le dará el trono de David, su padre’ (LC. 1,32).

v     Isabel, ‘llena del Espíritu Santo’, tiene la misma intuición.

v     Después, en la Glorificación pascual de Cristo manifestará cual es el sentido con que hay que entender este título, o sea un sentido trascendente (Jn. 20,28; Hech. 2, 34-36).  

    Isabel nos invita con su exclamación a valorar lo que la Madre de Dios trae como Don a la vida de cada uno de nosotros.

    En la Visitación, la Bella María lleva a la Madre de Juan Bautista a Cristo, que derrama el Santo Espíritu.  Isabel expresa el papel de Mediadora de la Hermosa Doncella: ‘Porque, apenas llegó a mis oídos la voz de tu saludo, saltó de gozo el niño en mi seno’ (Lc. 1,44).  

    La mediación de la Virgen produce, junto con el Don del Espíritu, como un preludio de Pentecostés, confirma la cooperación que, empezando en la Encarnación, se manifiesta en toda la obra de Salvación de Dios.