La infancia de María

 

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Ayer, ocho de septiembre, la Iglesia celebró la Natividad de la Virgen María. 
Los evangelios no hablan de la infancia de la Virgen, pero sí nos habla de su nacimiento e infancia el Protoevangelio de Santiago, en el que el autor quiso relatar todo lo que sabía de la Madre de Jesús. Los padres de María se llamaban Joaquín y Ana. El evangelio apócrifo cristiano citado nos cuenta que san Joaquín y santa Ana llegaron a la vejez sin tener hijos, lo que causaba gran tristeza en su hogar. Un día que Joaquín había acudido al templo a hacer las ofrendas fue expulsado del templo porque -decían- su ofrenda no era aceptada por Dios, porque él y su mujer no tenían hijos. Él salió del templo triste y cabizbajo, y decidió irse a la montaña solitaria a hacer oración y penitencia durante cuarenta días y cuarenta noches. Ana, asimismo, habiéndose enterado de lo que había ocurrido, acentuó la oración y la penitencia, para obtener su ardiente petición. 

Un día, mientras Ana oraba, llegó un ángel y le dijo: El Señor te ha escuchado y tu deseo se va a cumplir: una niña vendrá a alegrar vuestra vejez, será la más buena y la más bella y querida niña que nunca se haya podido desear, una mujer bendita entre todas las mujeres. 

El 8 de septiembre, como estaba todo previsto, vino al mundo la pequeña María, la amada de Dios, aquella que Dios había predestinado para ser la Madre del Salvador. 

La consagraremos al Señor cuando cumpla los tres años -dijo Ana-. Se lo he prometido a Dios, durante el tiempo de la espera. 
Yo también he hecho al mismo voto -dijo Joaquín-; el Señor ha querido alegrar nuestra vejez con este regalo y es justo que ella sea consagrada al Señor. 

Durante sus tres primeros años María vivió y creció con sus padres aprendiendo las primeras palabras. Ana leía a María la Sagrada Escritura y la niña, atenta, escuchaba la larga lectura, sin protestar, ávida de escuchar las historias de los suyos y la profecía que anunciaba el nacimiento del Salvador redentor de los hombres. 

Una mañana, cuando María había cumplido los tres años, san Joaquín y santa Ana partieron hacia el templo a consagrar a María. Joaquín estaba muy contento de consagrar a su hija al Señor, pero sentía que se le encogía el corazón al separase de ella. Los últimos tres años en su casa habían sido maravillosos, y ahora él y su mujer volverían al silencio y a la soledad; ahora iba a ser educada y cuidada por el Señor y por los sacerdotes, porque permanecería en el templo hasta la edad del matrimonio, cerca de los catorce años. 

Ana se hacía muchas preguntas: ¿Cómo se encontraría María en medio de la comunidad del templo? Ciertamente, tenía mucha confianza en los maestros del templo, y sobre todo en Dios, pero su corazón de madre le hacía preocuparse, pensando en la idea de aquella niñita fuera de su casa. 

María no pensaba como sus padres. Le habían descrito esa vida como la más bella y la más santa que había, la mejor a los ojos del Señor. No deseaba otra. 

Cuando llegaron al pie de la escalinata del templo, María soltó la mano de su madre y de su padre y, como si fuese dirigida por los ángeles, subió todas las escaleras, para coger la mano del Sumo Sacerdote. Todos se quedaron boquiabiertos al ver a esa niñita casi volar para entrar en la casa del Señor: Ana sonrió, con los ojos llenos de lágrimas, a Joaquín. 

El sacerdote dijo a la niña: Ve a la casa del Señor. Ve a servirlo y aprende a amarlo, para poder ser un día una mujer fuerte y fiel a tu esposo, y preparada para ofrecer a tu Dios muchos hijos.

María se arrodilló a los pies del sacerdote que había pronunciado estas palabras: el velo que cubría sus cabellos palpitó levemente. María había dicho su primer sí al Señor. 

Ese día comenzó su nueva vida. Tuvo buena compañía y buenos maestros. Pero sobre todo tuvo la sensación de estar siempre junto a Dios y de haberle dedicado su vida: por amor a Dios, había aprendido a estar tranquila mientras tenía ganas de correr o saltar o jugar. 

Los años pasaron, Joaquín y Ana murieron, y María continuó viviendo en el templo. Un día el Sumo Sacerdote le dijo: María, tienes catorce años y es el momento de buscarte un esposo. Ya he rezado a Dios para que te de uno digno de ti. Será el Señor el que elija.

No tengo miedo a nada porque estoy cerca del Señor, fue la respuesta de María. 

El Sumo Sacerdote le cogió la mano y le condujo al altar donde había unos cuantos jóvenes. María cogió la mano a cada uno, pero cuando cogió la de José, supo que ése era el que Dios había elegido para ser su esposo.

Fuente: Arquidiócesis de Madrid