Mater Dolorosa

Vicente Taroncher, capuchino 

 

La primera imagen de María que contemplé en mi vida, fue la Virgen de los Dolores. Al finalizar la guerra civil, era yo muy pequeño, se celebró en la plaza de mi pueblo una misa de campaña, la primera de la post-guerra. La iglesia estaba inservible y profanada; durante la guerra había servido primero de mercado y después de cárcel. Todas las magines habían sido destruidas y quemadas, y sólo se había librado del fuego la imagen de la Virgen de los Dolores, que unos vecinos, con el riesgo de sus vidas, habían guardado en sus casas, y que en esos momentos presidía la celebración eucarística. 

Mi madre trató de explicarme los dolores de María, pero yo era demasiado pequeño para entenderlo. Lo alcancé a comprender, cuando, unos meses después, caí enfermo, mi madre, con un profundo sentido del dolor cristiano, cuando me iban a poner las inyecciones a las que yo tenía un profundo terror, me decía: “Vicente hay que sufrir como Jesús y María, si queremos ganarnos el cielo. 

Entre todas la fiestas marianas, la de la Virgen de la Virgen de los Dolores es una de las que más centra la reflexión cristiana en el misterio de la Redención. De ella nos hablan los Evangelios. María, con su dolor, está profundamente unida a la misión redentora de su Hijo desde el mismo momento de la encarnación. Y, como cualquier madre participa de los gozos y penas del hijo de sus entrañas. Al gozo que experimentó en el nacimiento de Jesús, sigue la angustia y el dolor de la profecía de Simeón: “una espada atravesará tu alma...”(Lc. 2. 35) 

La piedad cristiana ha concretado los dolores de María en la infancia de Jesús: la huida a Egipto, tras el anuncio de la persecución de Herodes (Mt. 2,13), la pérdida del Hijo en Jerusalén; esa pequeña travesura de Jesús quedándose en el templo , para ocuparse de las cosas del Padre. (Lc.2,41) 

Pero donde el dolor de María es sublime y superior a cualquier dolor humano es acompañando a su Hijo en su pasión y su muerte. Junto a un grupo de mujeres le contempla ultrajado y cargando la cruz del suplicio (Lc.23,27). Al pie de la cruz escucha las palabras del Hijo moribundo que la constituye madre de los redimidos en la persona del discípulo Juan (Jn. 19,20). Y finalmente, después de recibir el cadáver de su Hijo envuelto en un sudario, queda totalmente sola , tras la sepultura de Jesús (Lc. 23,55). 

El dolor y sufrimiento, físico y moral, es consecuencia del pecado, pues el hombre ha sido creado para ser feliz, morador del Paraíso Terrenal. El pecado es la única explicación del mal en el mundo; donde existió el pecado, existe la muerte. Con todo, arrojados del paraíso, las tribulaciones nos prueban, como dice la Escritura, en el servicio de Dios y nos purifican de nuestros pecados. Los patriarcas “agradaron a Dios y le permanecieron fieles en medio de muchos sufrimientos” (Jdt, 2, 21-23). 

María que nunca estuvo sometida al pecado, quiso Dios que sufriera las consecuencias del pecado, para que de esta manera, uniendo sus sufrimientos a los de Cristo, colaborara en la obra de la redención. Ella pudo exclamar con el Profeta: “ Mirad y ved si hay dolor, semejante a mi dolor.” 

El mensaje de la Virgen de los Dolores no es otro que ayudarnos a aceptar nuestros sufrimientos en remisión de nuestros pecados y los del mundo entero. Así nos lo recuerda el Papa Paulo VI en su carta apostólica M C cuando dice: “Recordando a la Virgen Dolorosa completamos en nosotros para el bien de la Iglesia, lo que falta a la pasión de Cristo” 

Bien captó este mensaje, varios siglos antes, el Bto. Jacopone de Todi (1230-1306), que, condenado a un lóbrego y oscuro calabozo por cuestionar la validez canónica de la elección del Papa Bonifacio VIII, experimentó en sus carnes el dolor y la soledad de María. Y, desde esa soledad, compuso el himno religioso, de gran belleza poética y mística, STABAT MATER DOLOROSA, que la Iglesia ha incorporado a la liturgia de la misa del 15 de septiembre. 

En ese bello himno, de 10 estrofas, el Bto. Jacopone queda absorto por el dolor y amor de María y exclama:

“Oh dulce fuente de amor, 
hazme sentir tu dolor 
para que llore contigo. 
Y que por mi Cristo amado
mi corazón abrasado 
más viva en él que conmigo” .

Y termina pidiendo participar en los dolores de Cristo:

“Hazme contigo llorar 
y de veras lastimar 
de sus penas mientras viva.
Porque acompañar deseo 
en la cruz donde le veo
tu corazón compasivo".