Viernes de Dolores

Padre Jesús Martí Ballester

 

Siendo verdad lo que afirma San Ireneo, que María: "Fue causa de salud para sí misma y para todos los hombres", con justicia la tradición cristiana ha situado en la capilla del Calvario de Jerusalén el lugar donde estaba situada la San­tísima Virgen cuando Jesús la encomendó al discípulo amado y la declaró Madre de todos los hombres. Ya en 1283, Burchardo de Monte Sión decía que el lugar se marcaba por una piedra emplazada de cara al propio rostro de Cristo crucificado, cuya piedra era venerada por los fieles. Y en 1294, Ricardo de Monte Crucis habla de un altar erigido en el sitio donde lloraba la Virgen. En el siglo XVI el rey de Portugal Manuel I ofreció a la Custodia de Tierra Santa una imagen de Nuestra Señora, profusamente alhajada y hoy se venera bajo una urna de cristal. Debajo del altar y dentro de una vitrina se venera la roca firme del Calvario. El emplazamiento está a la derecha del agujero donde estuvo la cruz, junto al sitio en que estuvo crucificado el mal ladrón, y a unos seis metros de donde debió alzarse el madero de Jesús.

LOS DOLORES DE MARIA EN LA TRADICION DE LA IGLESIA

"Marchesse, en su “Diario de María”, refiere una antigua tradición según la cual esta devoción comenzó en los tiempos apostólicos. Pocos años después, dice, de la muerte de María, cuando San Juan seguía llorándola, plugo a Nuestro Señor manifestársele acompañado de su Madre. Los Dolores de María y sus frecuentes visitas a los Santos Lugares de Pasión, era motivo continuo de las meditaciones del Evangelista, como quien había sido quince años hijo-custodio de la Madre de Jesús, a la cual oyó que, como pago de aquel fiel recuerdo, había solicitado de su Hijo una gracia especial en favor de cuan­tos con igual fidelidad conmemorasen los dolores sufridos por ella. Nuestro Señor accedió a la petición de su Madre, otorgando cuatro gracias especiales a los que practicasen esta devoción, a saber, alcanzar, algún tiempo antes de morir, perfecta contrición de todos sus pecados; una especial asis­tencia a la hora de la muerte; grabar profundamente en su espíritu los misterios de la Pasión, y una eficacia especial de cuanto en su recuerdo se pidiese María. En el séptimo libro de sus Revelaciones, refiere Santa Brígida que en Santa María la Mayor, en Roma, se le manifestó el inmenso aprecio que en el cielo se hacía de los dolores de la Santísima Virgen. A la Beata Benvenuta, religiosa dominica, le fue concedida la gracia de sentir en su alma el dolor que tuvo Nuestra Señora durante los tres días que creyó perdido al Niño Jesús. De la Beata Verónica de Binasco, refieren los Bolandistas que Nuestro Señor le dijo que las lágrimas derramadas por los do­lores de su Madre le eran más agradables que las derramadas por su Pasión. 

En su Historia de los Servitas, refiere Gianio que, elegido Inocencio IV Papa, miró con cierta prevención aquel Instituto, recién fundado por entonces junto a Florencia. Deseoso de proceder con toda circunspección en el asunto, encargó examinarlo a San Pedro Mártir, religioso dominico, el cual, durante su tarea, tuvo una visión: En la cima de una montaña elevada, florida y bañada de viva luz, se le apareció la Madre de Dios en un trono y rodeada de ángeles que ofrecían guirnaldas de flores, y siete azucenas de singular blancura que la Santísima Virgen estre­chó un momento en su pecho, tejiéndolas luego como corona y ciñéndosela a su cabeza. Estas siete azucenas, según la interpretación de San Pedro Mártir, figuraban los siete fundadores de la Orden de los Servitas, a quienes la misma Santísima Virgen había inspirado la idea de crear un Instituto nuevo para el culto de los dolores por ella sufridos en la pasión y muerte de Jesús. Un día que Santa Catalina de Bolonia lloraba meditando los dolores de la Santísima Virgen, vio de pronto a su lado dos ángeles que lloraban con ella. Todo un libro voluminoso pudiera llenarse con la historia de visiones y revelaciones relativas a los dolores de María: quien busque documentación copiosa la encontrará en el Diario de María del oratoriano Marchesse, y en el Martirio del Corazón de María, del jesuita Sinischalchi.

EN LA LITURGIA

Hasta la reforma del Misal por Pablo VI, la Iglesia, había legislado solemnemente esta devoción incluyéndola en el Misal y en el Breviario Romano, y le había consagrado dos festividades, una en septiembre, y otra el viernes de la Semana de Pasión, y ha recomendado el Rosario de los Siete Dolores designados entre los que sufrió la Santísima Virgen, incluyéndolos bajo forma de antífonas en el Oficio Divino, y como otros tantos misterios que meditar en el Rosario de los dolores, que son: La Profecía de Simeón: Lc. 2, 25-33; La huída a Egipto: Mt. 2,13-18; El Niño perdido: Lc. 2, 40-50; La calle de la amargura; La Crucifixión: Lc. 23, 33-46: El Descendimiento de la Cruz: Mc. 15, 42-47; La Sepultura: Jn. 19, 38-42 (Conf. Federico G. Fáber).

SIETE DOLORES

Esperas el cadáver de tu hijo 
amortajado ya con sangre y agua, 
envuelto en el temblor del mundo antiguo, 
celado por el velo de la Alianza. 

Tú aguardas aterida, 
mientras cruzan tu mente las espadas 
contemplando 
su cabeza inclinada, 
sus manos extendidas a la muerte 
y su carne seráfica 
macilenta, 
y la orfandad del labio sin parábolas. 

En tu glaciar exhaustas golondrinas 
quieren abrir sus alas 
y elevarse. 
Mujer-Madre te ha hecho, tus entrañas 
parirán con dolor al hombre nuevo 
que nacerá mañana, 
y tienes que vivir sobre la tierra 
hasta que la semilla esté granada. 

Desenclavan a tu hijo. 
Presurosa te lanzas y le abrazas. 
Su rigidez helada te conmueve, 
te haces llama, 
se subleva el volcán de tu dulzura 
y el fuego por tus besos se derrama. 

Apoyada tu frente en sus cabellos 
gimes la última nana. 
Un suspiro de incienso, un aleluya, 
un inconsciente hosanna 
se escapa por jirones del relámpago 
que te abrasa. 

José de Arimatea, con permiso 
que Pilatos le dio sin pedir nada, 
va a enterrar a tu hijo en su sepulcro, 
compró una nueva sábana, 
y Nicodemo trae una mixtura 
de mirra y áloe, para la mortaja. 

Con el cortejo fúnebre 
te llevan a la tumba, una cueva cercana. 
Su cuerpo yerto, exánime, 
han vendado con fajas impregnadas 
en la olorosa mezcla. 

Respetuosos lo envuelven en la sábana. 
Por la abertura baja y estrechísima 
pasas de la antecámara 
al lugar de su solitario lecho, 
donde un banco de piedra frío y gris le esperaba. 
Le tienden sobre él, su bello rostro 
cubren con una tela fina y blanca, 
el sudario. 

Te vence el desconsuelo y te abalanzas 
sintiéndote morir. 
Te pesa el alma, 
se aferra a la reliquia del amado, 
en Él está tu casa. (Valdés) 

NOSOTROS HEMOS DE GLORIARNOS EN LA CRUZ (Gálatas 6,14)

La cruz, escándalo para los judíos, que era el instrumento de tortura más cruel y vil, se ha convertido en instrumento de salvación, porque en él ha sido clavado el Redentor que, despojándose de su rango de Dios, quiso morir colgado en ella.

San Pablo, a los presbíteros de la iglesia de Filipos, que ya están ambicionando los primeros cargos, cosa tan humana, pues según el mundo “vale más ser cabeza de ratón que cola de león”, les recuerda el ejemplo de la aniquilación de Cristo, que se despoja de su categoría de Dios, tomó la condición de esclavo pasando por uno de tantos, un cualquiera, y se sometió a todas las condicionantes humanas hasta la muerte de cruz. Ahí tenéis el modelo. ¿Queréis estar arriba? Pues ya sabéis lo que os toca. Sufrir más que nadie, porque estáis en el lugar de Cristo y Cristo sufrió pobreza, hambre, desnudez, humillaciones colmadas y muerte pública de esclavo, vilipendiado y humillado, anonadado. Triturado en la cruz.

Y así, han de ser humildes y no ambiciosos, modestos, y no altivos, servidores y no señores, reflejando el rostro de Jesús de Nazaret, y no poniendo de relieve su propia personilla, aprovechando su cargo para representar algo. Aprendiendo a obedecer para saber mandar. Y como Dios es justo, y lo que han hecho con su Hijo es una injusticia, le exaltará sobre todo y le dará un nombre brillantísimo por encima de todo nombre. “El que se humilla será ensalzado”

Viviendo un poco a la ligera y a locas, parece que si no alcanzamos renombre en la tierra, vamos a ser unos fracasados y frustrados. Parece que no va a haber tiempo de que los humillados sean ensalzados, como quien ignora que el mundo pasa y la vida no termina aquí, sino que continúa y se prolonga por siempre. Pero somos miopes y nos quedamos en este pequeño horizonte porque sólo utilizamos los sentidos corporales y tenemos desactivado el sexto sentido, el de la fe.

“Y A TI UNA ESPADA TE ATRAVESARÁ EL CORAZON” (Lucas 2,35)

Fue en el momento de la cruz. Se cumplieron las palabras proféticas de Simeón, como atestigua el Vaticano II: “María al pie de la cruz sufre cruelmente con su Hijo único, asociada con corazón maternal a su sacrificio, dando a la inmolación de la víctima, nacida de su propia carne, el consentimiento de su amor”. Por eso, la Iglesia, después de haber celebrado ayer la fiesta de la exaltación de la Cruz, recuerda hoy a la Virgen de los Dolores, la Madre Dolorosa, también exaltada, por lo mismo, que humillada con su Hijo. Cuanto más íntimamente se participa en la pasión y muerte de Cristo, más plenamente se tiene parte también en su exaltación y glorificación. Vio a su Hijo sufrir y ¡cuánto! Escuchó una a una sus palabras, le miró compasiva y comprensiva, lloró con El lágrimas ardientes y amargas de dolor supremo, estuvo atenta a los estertores de su agonía, retumbó en sus oídos y se estrelló en su corazón el desgarrado grito de su Hijo a Dios: “¿por qué me has abandonado?, oyó los insultos, comprobó la alegría de sus enemigos rebosando en el rostro iracundo de los sacerdotes y del sumo Anás y de Caifás, mientras balanceaban sus tiaras, y de los sanedritas, que se regodeaban en su aparente victoria, contempló cómo iba perdiendo el color Jesús, su querido hijo... 

DOLOR SOBREHUMANO

Humanamente no se podía soportar tanta angustia. El Padre amoroso la tuvo que sostener en pie. Mientras su Hijo extenuado expiraba, su corazón inmaculado y amantísimo sangraba a chorros, sus manos impotentes para acariciarle, para aliviarle, se estremecían de dolor y de pena horrorosa y su alma dulcísima estaba más amarga que la de ninguna madre en el transcurrir de los siglos ha estado y estará. ¡Cuánto dolor, pobre Madre! ¡Qué parto de la iglesia tan doloroso y tan diferente de aquélla noche de Belén! Al fin, inclinó la cabeza y el Hijo expiró. Y nacimos nosotros. “Mujer, ahí tienes a tu hijo”. Por eso el Padre te exaltó a la derecha de tu Hijo asumpta en cuerpo y alma. Cuanto mayor fue tu dolor, más grande es tu victoria.