María, la Dolorosa

María L. Negrín

 

Está María ante su hijo muerto. Un manto azul le cubre la cabeza y en su rostro el dolor estiliza los rasgos. Es un dolor austero, contenido, profundo, como si cargara no sólo sus siete dolores como estrellas sobre su cabeza, sino todo el dolor del mundo ante la Cruz de su Hijo. Como si el Hijo, al fin, le hubiese cedido la carga. ¿Qué habrá podido pensar María ante su Hijo muerto? ¿Era capaz de pensar, o era ella un solo dolor ahogado que le atravesaba el pecho y le rompía las entrañas? ¿Estaba María aceptando la muerte del Hijo, segura de su poder para vencer a la muerte? Quizás pudo más, en ese momento, el amor terreno en aquella que dijo sí ante el Arcángel y esperara, como en las bodas de Caná, que se hiciera el sencillo milagro de arreglarlo todo, de reiterarle una vez más que todo estaba bien, que era sólo un corto viaje como tantos otros; ¿o quería a toda costa ver el cuerpo de su Hijo salir de la Cruz vencedor de la muerte y caminar de nuevo sobre las aguas? Pero quizás no, quizás María, que le sabía Dios, no lloraba por su Hijo, que se iba al Padre Eterno. Posiblemente María, arquetipo de la Maternidad, la Madre de todos, lloraba por los hijos que su Hijo le dejaba por los tiempos de los tiempos; hijos que, plagados de prejuicios, empecinados en sus ideas, capaces de matar por imponer su criterio o su política o su religión, no veían más allá de su tiempo, no veían en la Cruz el símbolo del amor y de la paz. 

Ese dolor de María es el dolor del mundo. Cúantas madres lo han sentido como ella, cuántas dolorosas no tendrán siquiera el consuelo de abrazar con desesperación el cuerpo del hijo amado o de recostarlo por última vez en su seno, símbolo de vida, para decirle “todo está bien, todo está bien hijo, no sufras”. María, la Dolorosa, sufre hoy de nuevo por sus hijos ante esta ola de destrucción, o quizás sufre más que todo de ver cómo se manipulan las palabras más sagradas: Dios y madre… En nombre de Dios se anuncia una guerra, se persigue el mal con otro mal, se erigen los hombres como profetas de su tiempo, con un sentido de misión mediatizado por intereses políticos o económicos que emanan del poder. Y engreídos por el avance ciego de la ciencia se jactan, se alegran, se satisfacen de haber creado “la madre de las bombas”. Es para preguntarse con horror en qué se diferencia este fanatismo de cualquier otro. ¿Acaso esta bomba tan poderosa no es igual a cualquier otro tipo de arma destructiva? ¿Cómo es posible usar el nombre de Dios para hacer estallar una guerra? ¿Cómo es posible, en una democracia, manipular las palabras del amor para matar? Hoy una bomba es “madre”; la palabra se vacía de su sentido vital, y se llena de muerte en una jerga que desmitifica el sentido de la palabra. 

Sí, creo que la Dolorosa sufre la muerte de tantos hijos que vendrían después con los siglos a corroborar las palabras de Simeón: “¡Y a ti misma una espada te atravesará el alma!” María aprieta las manos en un gesto de dolor ante su Hijo y le pide por los nuestros. Ayúdanos, Madre Nuestra, Nuestra Señora de la Maternidad.

Los siete dolores: 

La huida a Egipto: Muchos niños fueron sacrificados y otros recorrieron con sus padres el camino de la emigración, del destierro, buscando un sitio donde crecer sin temor. 

Jesús perdido en el templo: Sus padres le buscaban angustiados. Y cada día cuántos niños hay perdidos, secuestrados, robados, maltratados. 

El encuentro con Jesús llevando la Cruz: Cuántas madres en el mundo van al encuentro de un hijo perseguido, preso, maltratado, humillado.

Su muerte en el Calvario: ¿Cuántos calvarios ha habido en las guerras, cuántos más habrá en esta guerra, en las otras guerras?

El descendimiento de la Cruz. ¿Cuántos hijos serán bajados de un tanque de guerra o apartados del camino, sus cuerpos destrozados? 

La colocación en el sepulcro. ¿Cuántas manos de madres lavarán y vestirán al hijo para su último viaje? 

Ella es Nuestra Señora de los Dolores; se dice que son siete sus dolores; por eso las siete estrellas del aro que enmarca su cabeza: la profecía de Simeón, la huida a Egipto, los tres días que Jesús estuvo perdido, el encuentro con Jesús cargando la Cruz, el Descendimiento, la Colocación en el sepulcro


Fuente: vozcatolica.org