Presentación de María en el templo

Padre Miguel Antonio Barriola

 

El método histórico – crítico ha aportado gran claridad para el estudio de la historia, así como en lo que se refiere a la seguridad de los relatos bíblicos, secundando el propósito que ya se había fijado S. Lucas en el prólogo de su Evangelio: “ a fin de que conozcas bien la solidez de las enseñanzas que has creído”(Lc 1, 4). Igual preocupación acompañaba a la IIª Carta de Pedro: “No les hicimos conocer el poder y la Venida de nuestro Señor Jesucristo, basados en fábulas ingeniosamente inventadas, sino en testigos oculares de su grandeza” (II Pedro 1,16).

¿Cómo encarar, en tal caso, la fiesta que nos presenta la liturgia respecto a la presentación de María en el templo?

Porque, a decir verdad, este episodio de la infancia de María carece de base bíblica y surge solamente de adjuntos devocionales posteriores. Ninguno de los cuatro evangelios informa sobre la vida de María antes de la Anunciación. Ahora bien, es sabido hasta qué punto la curiosidad popular no se quedó contenta con semejante sobriedad de datos, respecto a un personaje tan venerado. Ello explica la profusión de leyendas piadosas, que la fantasía fue tejiendo, tanto respecto al mismo Jesús, como a María y otros protagonistas de la historia sagrada.

Así, el “Protoevangelio de Santiago” (aparecido en el siglo IIº) crea el episodio, según el cual, una vez llegada a sus tres años, María fue ofrecida por sus ancianos padres, Joaquín y Ana, al templo de Jerusalén, donde la recibió el Sacerdote, siendo sobre todo colmada de gracia por parte del Señor. 

Se trata de una hermosa y devota creación, que compendia rasgos salientes del Antiguo Testamento: la avanzada edad de los progenitores cuadra bien con los orígenes de la que verdaderamente es “don de Dios”, más todavía que Isaac para el longevo Abraham y que los hijos de Raquel. El voto de los padres de entregar a su hija al servicio exclusivo de Dios, actualiza el gesto de Ana, madre de Samuel, que después de dar a luz a su hijo, de forma milagrosa, lo dedica totalmente al templo de Silo. A los tres años, por otra parte, tenía lugar el destete, según II Mac 7, 27. Pero, por delicados y profundos que sean estos paralelos, ¿no se trata, al fin y al cabo, de rasgos imaginarios, sin fundamento alguno en la tradición del Evangelio ni en la historia?

Es una seria objeción “científica”, pero no hemos de desdeñar el aporte que puede venir también de la poesía y el sentir popular, respecto a los mismos hechos fundamentales de la historia de la salvación. El paso del Mar en el Éxodo, por ejemplo, ha sido embellecido con toques legendarios en el libro de la Sabiduría (Sab 19, 6 – 9). Además, las leyendas mismas, que se crean en torno a un héroe o personalidad sobresaliente, no dejan de aportar pinceladas útiles para la apreciación cabal de sus aspectos más notorios.

Así es cómo el exégeta anglicano William Barclay opina al respecto, cuando presenta una obra suya sobre los apóstoles de Jesús: “El objetivo de este libro es coleccionar todo lo que el Nuevo Testamento nos cuenta sobre los doce apóstoles y también añadir a esa información las más interesantes y significativas tradiciones y leyendas que han llegado hasta nosotros sobre ellos. Lejos estoy de pretender que estas tradiciones y leyendas tengan algún derecho a ser admitidas como históricas, pero tienen su importancia puesto que las historias que circulan en torno a un hombre nos dicen muchísimo sobre ese hombre, por más que no sean de hecho verdaderas” (The Master’s Men , London – 1967 – 7).

Algo análogo podemos pensar sobre esta noticia legendaria sobre María. Como diremos brevemente, cuadra con lo que la devoción de la Iglesia ha visto en los datos que ya nos brindan los Evangelios. Por de pronto es evidente que a nadie se le habría ocurrido una historia así, de dedicación a Dios, desde la misma infancia, para aplicarla al cruel Herodes o Caifás.

De ahí que Pablo VIº en su célebre encíclica mariana “Marialis Cultus”, refiriéndose a esta conmemoración, escribiera: “Más allá del dato apócrifo, propone contenidos de alto valor ejemplar y venerables tradiciones, radicadas sobre todo en Oriente” (MC, 8).

De hecho, los recuerdos más arcaicos que se conservan de esta fiesta, se anudan con la consagración de la Iglesia de Santa María Nueva ( 21 / XI / 545), construida bajo el emperador Justiniano (527 – 565), sobre las ruinas del templo de Jerusalén, donde se creía que María había vivido durante su período de consagración.

La liturgia de la iglesia, especialmente en Oriente, donde esta celebración se ha desarrollado con gran solemnidad, no se detiene sobre el relato apócrifo como tal y no discute si vale como hecho histórico o es producto de pura leyenda. La fe del pueblo y sus pastores (S. Gregorio de Nisa, S. Gregorio Nacianceno, S. Juan Crisóstomo, S. Cirilo de Jerusalén, S. Germán de Constantinopla, S. Juan Damasceno)y teólogos más clarividentes, vieron que el episodio reflejaba aquella total consagración a Dios de la Virgen María desde los primeros instantes de su existencia, cosa que no es fábula de ninguna especie.

En María, Israel ha dado por fin la respuesta fiel, que Dios esperaba desde siempre al compromiso de la alianza. Con María nace la Iglesia de Cristo y ser realiza como comunidad consagrada al Señor. Su respuesta: “Heme aquí, soy la sierva del Señor, hágase en mí según tu palabra”(Lc 1, 38). Son el eco fiel del ofrecimiento que el “Siervo de Dios” hará de su vida al Padre: “He aquí que vengo...para hacer, oh Dios, tu voluntad” (Hebr 10, 7, citando el Sal 40 , 8 - 9).

María, mucho mejor que el templo de Salomón, alberga al hijo de Dios en su seno, anticipando la vocación de los creyentes y de la Iglesia, templo del Dios viviente, que se encuentra en espera de la Jerusalén celestial, donde ya no habrá templo, puesto que Dios habita allí para siempre. A esto apunta la primera lectura del profeta Zacarías, escogida para esta liturgia: “Grita y alégrate, hija de Sión, porque yo vengo a habitar en medio de ti” (Zac 2, 14).Naciones numerosas se adherirán al Señor y EL habitará en medio de su pueblo.

Evangelio de la Misa

Dicho lo anterior sobre el significado profundo, que se esconde en esta sencilla escena, contemplada por la devoción del pueblo cristiano, que ve en María el “arca de la alianza”, mucho más digna de ser tenida como demora del Altísimo que santuarios hechos por manos de hombres, cuando llegamos al evangelio del día, pareciera que nos encontráramos con una atmósfera contraria a un elogio de María. En efecto, da la impresión que su propio hijo, Jesús, se opusiera a una exaltación de su Madre, que la colocara en un sitial especial, por encima de todos sus discípulos (Mt 12, 46 – 5).

El aspecto negativo de este pequeño trozo suscita el recuerdo las recomendaciones tan austeras que ha había dado el mismo Jesús a sus discípulos, en un primer envío misional: “El que quiera al padre o a la madre más que a mí, no es digno de mí y el que quiere al hijo o a la hija más que a mí, no es digno de mí” ( Mt10, 37). Se trata de la nítida renuncia a toda interferencia familia, de carne y sangre, en el ejercicio de la vocación mesiánica.

Por otra parte, no es ésta la primera vez en que Jesús actúa de esta forma respecto a su Madre. Ya en su infancia, a los doce años, opuso la prioridad de su Padre celestial frente a la más que legítima angustia con que María y José anduvieron tres días buscándolo a él, extraviado y hallado finalmente en el templo: “¿Por qué me buscaban? ¿No sabían que yo debo ocuparme de los asuntos de mi Padre”? ( Lc 2, 49). En el pórtico mismo de su actividad pública , cuando su Madre, caritativamente preocupada por la escasez devino en las nupcias de Caná, intercede por los novios, también recibe una respuesta, que nos asombra en labios de un hijo tan gentil y delicado como Jesús: “Mujer, ¿qué hay entre tú y yo? Mi hora no ha llegado todavía” (Jn 2, 4). En otra ocasión, cuando una mujer entusiasmada, exaltó a la madre de Jesús, éste replicó: “Felices más bien los que escuchan la Palabra de Dios y la practican” (Lc 11, 28).

Notemos un detalle común en todos estos casos: a la consideración de su Madre Jesús opone el punto de vista de su Padre, Dios. En las bodas de Caná no es mencionado especialmente, pero por el resto del Evangelio de Juan sabemos que la “hora de Jesús”, que no ha llegado en ese momento, la señala el Padre: “Antes de la fiesta de Pascua, sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre” ( 13, 1). “Padre, ha llegado la hora” (17, 1).

Finamente explicó esta situación S. Agustín: “Nuestro Señor Jesucristo era Dios y era hombre. En cuanto Dios no tenía madre, pero la tenía en cuanto hombre....La Madre exigía un milagro (en Caná); pero ÉL iba a realizar obras divinas como si no conociera entrañas humanas. Era como si le dijese: el milagro que me pides no lo engendraste tú, pues no engendraste mi divinidad; mas, porque engendraste mi debilidad, entonces te reconoceré cuando esa debilidad penda en la cruz”(In Johannem, 8; PL 35, 1455).

María misma ha de recorrer su camino en la fe y comprender que han cambiado las circunstancias respecto a la relación con Jesús. Éste, aún después de haber dado aquella precoz señal de su independencia, al quedarse en el templo de Jerusalén, sin embargo, acto seguido regresó con sus padres a Nazaret “ y vivía sujeto a ellos” (Lc 2, 51). Pero, de ahora en adelante, en su predicación del Evangelio, tenía que obedecer por encima de todo y exclusivamente las órdenes de su Padre.

La Madre de Cristo, con todas las privilegiadas muestras de cariño con que fue rodeada por parte de Dios, no era el centro de los planes divino, sino una servidora, sublime y excelsa, pero nunca al mismo nivel que su Hijo, el único redentor y mediador primordial entre el Padre y el resto de los hijos, necesitados de purificación. Ella misma compendió muy exactamente su lugar en la historia de la salvación: Por una parte reconoce el papel eximio que Dios le reserva en su proyecto: “En adelante todas las generaciones me llamarán feliz” ( LC 1, 48), Pero, no acapara sobre sí misma la atención, sino que anuncia a la vez, que ”su misericordia se extiende de generación en generación sobre aquellos que le temen” (ibid. , 50).

De ahí se desprenden aquellas otras hermosas consideraciones del ya citado S. Agustín, recogidas en la liturgia de hoy en el oficio de lecturas: “María es santa, María es feliz, pero la iglesia es mejor que la Virgen María. ¿ Por qué? Porque María es una parte de la Iglesia, un miembro santo, un miembro excelente, un miembro que sobrepasa a todos en dignidad y sin embargo es siempre un miembro respecto al cuerpo entero...También Uds. son miembros de Cristo, también Uds. son cuerpo de Cristo” (Sermo 25 , 7- 8).

Es por eso que Jesús, en éste y los otros textos, que hemos repasado, recuerda cuál es el lugar de su Madre en la obra de la redención. Ella la ha cumplido egregiamente, siendo madre cariñosa, preocupada por la educación humana de Jesús y de cuidarlo en el hogar de Nazaret. Pero, de ahora en adelante, a nadie más ha de responder Jesús fuera de su Padre eterno y la obra de reconciliación que tenía que ofrecer a todos los hombres. Jesús no vino sólo para la intimidad hogareña, sino para extender al mundo universo la paternidad de Dios, como lo enseña todo el Nuevo Testamento: “Uds. ya no son extranjeros ni huéspedes, sino conciudadanos de los santos y miembros de la familia de Dios” (Ef 2, 19). Ahora bien, esta amplificación de los hijos de Dios es debida justamente a María, según el único lugar paulino, en que se rememora a la Madre de Jesús: “Cuando llegó la plenitud de los tiempos, Dios envió a su Hijo, nacido de una mujer y sujeto a la ley, para redimir a los que estaban sometidos a la ley y hacernos hijos adoptivos" (Gal 4, 4).

Por eso, el Maestro, en el pasaje que estamos considerando, traslada la atención de su parentela civil a la que se crea entre todos aquellos que toman en serio la voluntad de Dios. Con ello, está indicando Jesús el rechazo a cualquier tipo de dependencia familiar en el ejercicio de su misión. Justamente, porque su tarea consiste en extender esos lazos de fraternidad a todo el que admita a Dios como Padre y considere a sus mandamientos en el amor como el principal cometido de su existencia.

La pregunta de Jesús y la respuesta que él mismo da ponen de relieve a su propia figura, porque la madre, los hermanos, los discípulos y el Padre son mencionados en relación a ÉL. Las palabras “madre” y “hermanos” son repetidas por cuatro veces y, mientras que al comienzo de la narración se refieren a los parientes carnales, al final, después de la pregunta, son atribuidas a los discípulos. Se ha de notar cómo los seguidores de Jesús no son considerados solamente como “hermanos” suyos, sino también como “madre”. LA cosa no deja de sorprender, porque la relación madre – hijo suele indicar dependencia y necesidad de protección por parte del hijo. Por lo tanto, no sería descabellado pensar que Jesús quiere indicar hasta qué punto desea que su misma misión dependa de la colaboración de sus enviados. El mismo se considera “hijo” de los que creen en él y lo predican.

En este sentido, tal vez, no sea pura casualidad que S. Pablo, en el único lugar en que se refiere a la Madre de Cristo, casi inmediatamente, al describir su misma labor apostólica, se presente a sí mismo bajo los rasgos de madre: “¡Hijos míos, por quienes estoy sufriendo nuevamente dolores departo hasta que Cristo sea formado en Uds.!” (Gal 4, 19). De modo que, además de “hermanos de Cristo”, podemos ser su “madre”, siempre que demos carne en nuestras vidas a su Evangelio. Así como “la palabra se hizo carne” (Jn 1, 14) de modo único e inimitable en María, análogamente, aunque no con tal perfección, podemos brindarle una nueva encarnación en nuestra existencia personal, familiar, eclesial y misionera. Y de tal modo es posible llegar a ser hermanos de Jesús, que nos distinguiremos por la misma razón, por la cual ÉL mismo fue sobresaliente, ya que si dijo que son sus hermanos quienes cumplen la voluntad de su Padre, él mismo expreso:” Mi comida es hacer la voluntad del queme envió” (Jn 4, 34). No otra cosa nos enseñó a pedir en la oración que ÉL compuso para nosotros: “Padre nuestro....hágase tu voluntad” (Mt 6, 9 – 10).

Ahora bien, María fue la primera y mejor cumplidora de la voluntad divina, cuando respondió: “Hágase en mí según tu palabra” (Lc 1, 38) y al proponer sin vacilar, pese a un aparente rechazo en Caná: “Hagan todo lo que ÉL les diga” (Jn 2, 5).

Este trozo d e Mateo, entonces, lejos de significar un rechazo de María, en labios de su propio Hijo, revela a plena luz la función tan benefactora de esta Madre en los planes de Dios: fue elegida para ser madre de muchos hermanos, que por la fe y la obediencia, darían constantemente nueva carne al Hijo que ella presentó al mundo, después de haber ella misma acatado las disposiciones divinas. 

De pasada, porque no es el centro de la atención en este pasaje, toquemos brevemente el problema, que aquí y en otros lugares evangélicos, surge respecto a los “hermanos de Jesús”, que, ya desde la más remota antigüedad, provocó dificultades respecto a la perpetua virginidad de María.

Sin poder en este corto aporte entraren los sesudos análisis, que se han ofrecido desde los Padres de la Iglesia hasta modernos exégetas, recordemos simplemente que la palabra “hermano”, en la Biblia (y en casi todas las lenguas) no significa solamente ”hermano carnal”. Así S. Pablo, cuando trata de “hermanos” a sus cristianos no los considera como descendientes de su misma madre.

Por otra parte, consta que algunos de los nombres que aparecen como hermanos de Jesús (Santiago y Joset: Mc 6, 3; 15, 40), son hijos de otra María. 

Pero, en el año 2002, parece que una nueva sospecha se ha ceñido sobre un posible hermano de sangre de Jesús. En efecto, se dio a publicidad la existencia de una urna, presumiblemente fechable en torno al 63 d. C., donde figura esta inscripción aramea: “Santiago, hijo de José, hermano de Jesús”. Algunos anotan que era extraño que algún personaje, además de la mención de su padre, fuera caracterizado también en relación a un hermano. A no ser que ese hermano fuera realmente célebre. En tal caso, si el tal Santiago era hijo de José y hermano de Jesús, ¿no ha de ser también hijo de María, después de haber dado a luz, sin concurso de José a su primogénito Jesús?

Al respecto, hemos de estar bien seguros, ante todo, de que los datos arqueológicos son verdaderamente fidedignos. Cosa que está todavía lejos de comprobarse. En efecto, arqueólogos israelíes afirman que la verdad sobre este osario de Santiago, nunca será conocida, dados sus orígenes oscuros en el negocio de antigüedades de la Tierra Santa, descrito como un mundo de ladrones de tumbas, comerciantes inescrupulosos y coleccionistas que trabajan en el filo de la ley. Es verdad que este solo argumento no alcanzaría, pues los célebres manuscritos de Qumran, también fueron adquiridos a beduinos que los encontraron en las cuevas vecinas al mar Muerto. Sólo que serios estudios posteriores lograron establecer su antigüedad y seriedad.

Sólo que, en nuestro caso, en cuanto a estas comprobaciones posteriores, a favor o en contra, estamos lejos de haber llegado a una unanimidad.

Gideon Avin. Antiguo jefe de la escuela de arqueología de Jerusalén, ha dicho que ”éste es un excelente caso de estudio para mostrar el daño que se hace con excavaciones ilegales”. 

Robert Eisenmann, un científico estadounidense, autor de un libro sobre Santiago, opina que la designación: “Hermano de Jesús” parece que hubiera sido elegida para oídos modernos, ya que los antiguos autores nunca llamaron así al personaje del Nuevo Testamento, sino: “Santiago hermano del Señor” o “Santiago el justo”. El mismo Flavio Josefo, que menciona a Santiago, y lo nombra de forma parecida a la inscripción, que nos ocupa, se encarga de dar el relieve necesario al personaje: “Anán...llamó a juicio al hermano de Jesús , llamado Cristo” (Antiquitates judaicae 20, 200).

El P. Joseph Fitzmyer, célebre jesuita, profesor de Sgda. Escritura, declaró que la unión de estos tres famosos nombres (Santiago, José, Jesús) es notable. Pero añadió que “el principal problema consiste en que Ud. tiene que demostrarme que el Jesús de este texto es Jesús de Nazaret y nadie puede demostrar esto” (tomado de: MSNBC News , 10 / XI / 02).

Volviendo a la fiesta, que estamos contemplando, en cuanto a la sustancia de las cosas, también sin la intervención del escrito apócrifo, el que nos hemos referido al comienzo, la Iglesia confiesa que el tiempo en que María fue preparada para su misión de Madre del Salvador fue una vida transcurrida caso como en el recogimiento de un templo. El “sí”, con el que respondió a la palabra de Dios, brotó de una existencia vivida ante Dios con plena dedicación, alegría y confianza, como fruto de su participación en la riqueza de la gracia de Dios. Mientras crece, va madurando todo lo que ha sido depositado en ella a partir de su inmaculada concepción, exenta de toda mancha de pecado original.

Porque el templo, de hecho, es ante todo el lugar donde todo el pueblo elegido del Antiguo Testamento se presenta ante Dios. María ha crecido en la piadosa tradición de este pueblo y ha sido plasmada en su apertura al llamado de Dios, como también lo atestigua su Magnificar, su himno de alabanza, que no es otra cosa que un entramado de citas del antiguo Testamento, que canta la gracia del Señor, cuya misericordia se extiende de generación en generación sobre aquellos que lo temen.

No por casualidad, en diversos lugares, el día de la presentación de la Virgen es una jornada dedicada para renovar los votos de consagración de las religiosas, subrayando así la importancia de la vida totalmente entregada a Dios, que encuentra en el propósito primordial del corazón de la Virgen de Nazaret y en la fiel coherencia de toda su vida, un verdadero ejemplo y punto de referencia.

María es, sin duda, una flor “sin igual” en el tronco del pueblo de Israel, pero no por ello deja de ser un fruto quesería impensable sin aquel tronco. Ella crece “en el templo”, que era como un compañero de lo mejor de la religiosidad de aquel pueblo escogido.

Pensemos ahora en nuestros templos. ¿Son ellos ese ámbito de recogimiento, que nos llama a sumergirnos en oración ante el Señor, o se van convirtiendo en salas desacralizadas, donde se charla y no se permite ese silencio, con el que María acompañaba la meditación de todo lo que iba conservando en su corazón?

R. Guardini, gran teólogo de los ”signos sagrados” reflexiona al respecto: “El portal (de los templos) se yergue entre el interior y el exterior, entre el mercado y el santuario, entre lo que pertenece al mundo y lo que está consagrado a Dios. Y cuando uno lo atraviesa, el portal le dice: deja afuera todo lo que no pertenece al interior: pensamientos, deseos, preocupaciones, curiosidades, ligereza. Todo aquellos que no está consagrado déjalo fuera. Hazte puro. Tú entra en el Santuario”. (I Santi Segni , Brescia- 1954- 59 – 60).

Es verdad que traemos nuestras inquietudes a la oración, exponiéndolas ante la misericordia del Padre (oración de los fieles, la “colecta” y diversas peticiones en la Misa, la liturgia de las horas, etc.) Pero, la fe no puede crecer si con frecuencia no se recoge “en el templo”, porque sólo en un espacio hecho de silencio, de retiro y refugio en el seno de lo santo, el corazón puede abrirse para acoger la palabra de Dios.

Esa necesaria maduración quiere indicarnos la fiesta de María, que hemos tratado de contemplar. Nadie como ella, experimentó el fecundo silencio, que no ha sido mutismo, sino preparación necesaria para poder cantar como sólo ella lo pudo hacer: “Engrandece mi alma al Señor”.