Moriste, Madre.
Agónica entregaste tu espíritu al Padre ante el ansia rasgada de tu
Esposo.
Moriste, sí moriste:
sabemos el sitio y el momento.
La tierra estaba triste y más el cielo,
el enlutado
firmamento tachaba al Sol cual si no hiciera falta:
había
desconsuelo;
a la Luna se le negó cruzar, y la tierra temblaba en
sus cimientos;
ángeles tiñeron nubes de negror; cubrían sus
rostros, y gritaron a guerra desenvainados los aceros;
a su
conjuro, temblantes los infiernos, se abrieron tumbas,
resucitaron muertos;
el ave de rapiña, apretadas sus garras,
buscaba donde descargar su saña
y loca desgarró el espacio,
emperatriz de miedos.
Agonizaba el alma de mi madre
y nada ni
nadie más tenían derecho a nada:
sobraba el sonreír, era pecado
la alegría ante su duelo.
Sé que moriste de dolor,
de
muerte real,
en el Calvario
a la novena hora.
Tu Hijo
hecho cadáver, la losa sellando la puerta del sepulcro,
y tú ya
ida...
no hablaron más de ti los Evangelios.