Tu mística alacena

 

Emma-Margarita R.A. -Valdés

 

 

Vives tu soledumbre
tras la ventana abierta al espejismo
poblado con la imagen del familiar destello
que esculpe en tu retina su figura.
Los relojes de arena trasiegan los segundos.
Amaneces cansada 
con tus interrogantes y tus aceptaciones.
Obstinado te arrastra el suave imán
de su amada memoria.
Lavas su blanca túnica,
calientas tu terneza en el fogón,
recoges del aljibe melancólicas lágrimas,
de los árboles tristes
las manzanas que caen como las horas.

Lentos atardeceres se condensan
en el umbrío patio
con la espesa inquietud de tu nostalgia.
Pasa la luna fría
por el jardín cubierto de penumbras,
las palmeras se argentan, los lirios se estremecen,
y en tu moreno rostro
es cárdeno el fulgor de sus reflejos
que acrecientan la hondura de tus ojos errantes.
El aullido lejano 
de los perros nocturnos, solitarios, hambrientos,
despedaza la arista del silencio 
que augura tus sospechas, tus íntimos presagios.

Desde la lejanía
ascienden las noticias a tu valle,
sus largos dedos pulsan los latidos recónditos,
y agitan la flaqueza en tu ciprés erguido.
Los leprosos, los ciegos, los mudos y los sordos
recobran su inocencia.
Los monstruos infernales
huyen ante la Voz en ti encarnada.
Los preceptos que fluyen de sus labios incólumes
alejan las tinieblas cegadoras.
El asombro fustiga los rencores.
Sol y sombra en el círculo del éter
aproximan los filos de la espada.

Tú sigues guarecida 
en la oración, refugio edificado
con el salmo inicial de tu garganta.
Colocas, en tu mística alacena,
pétalos de jazmín y crisantemo,
los primeros encajes
y la pequeña ropa del niño que ya es hombre.
El pan está en el horno, el vino en las tinajas,
y crecen en tus manos
las alas de inmortales mariposas.