A la Santísima Virgen María en Montserrat

 

José Lamarque de Novoa

 

 

Repleatur os meum laude, ut 
cantem gloriam tuam: tota die
magnitudinem tuam.
(Psalmo LXX. v. 8.) 

No en las ardientes alas
de bélico entusiasmo el alma mía
hoy afanosa elevará su vuelo;
ni absorta al ver las deslumbrantes galas
de grandezas y pompas mundanales
las vanas glorias cantará del suelo:
No, que en más puro anhelo
mi enajenado corazón se inflama,
y ante tu altar, inmaculada Virgen,
ardiendo en viva llama
de sacrosanta fe, mi pensamiento
a la etérea región raudo se eleva,
y humilde y venturoso,
férvidos himnos a tus plantas lleva.

Acéptalos, Señora; que mi labio
pueda cantar tu célica hermosura;
pintar el amoroso
semblante, de bondad y gracia lleno,
con que al mundo te muestras, ya humillando
del soberbio Luzbel la altiva frente;
ya apacible calmando
las crespas ondas de la mar hirviente
en desatada tempestad bravía;
o bien cuando a tu influjo en las batallas,
sedientas del laurel de la victoria,
conquistaban, con bélica oadía,
fúlgidos timbres de perpetua gloria
las nobles huestes de la patria mía.

¡Oh España, ilustre, España!...
¿Qué pueblo consiguiera
lauro más bello presentar al mundo
que el digno lauro que tu sien decora?
Esclava de María
orgullosa mostrabas por do quiera
los altos templos que en tu amor profundo
a la Madre del Verbo levantabas,
y con santa piedad, nunca extinguida,
insigne ejemplo a las naciones dabas.
¡Ah! ¿Cómo al recorrer las populosas
ciudades que se admiran en tu seno,
tu campiña feraz de mirto y rosas
y de frutos dulcísimos vestida,
fúlgidas galas que le presta el Cielo,
de la Fe no sentir el puro anhelo
y la esperanza de la eterna vida?
¡Santuarios do quier! ¡Do quier el signo
de nuestra santa Religión sublime!
Parece que su vista
perenne dicha al corazón imprime;
y al contemplar en silencioso templo,
de la Madre de Dios el busto santo,
feliz al Cielo se remonta el alma
bajo la sombra de su níveo manto.

Mas, como perla entre coral luciente,
cual la cándida estrella de la aurora
del grato abril al despuntar el día,
aparece en su trono refulgente
una entre todas peregrina imagen
que célicos encantos atesora.
Contémplase grandiosa su morada
del elevado Montserrat umbrío
en la peña escarpada,
y a la sombra de fértil enramada
corre a sus plantas apacible río.
Allí donde las águilas caudales,
vencedoras del viento,
entre las fuertes rocas desiguales
tienen su firme asiento;
allí en medio de rústica belleza
se alza la mente a la sublime altura,
y, olvidando feliz la tierra impura,
sueña de Dios con la eternal grandeza.

¡Ah! ¿Quién al penetrar en el tranquilo
y solitario albergue,
en otro tiempo venerable asilo
de justos, sapientísimos varones,
no se siente un instante arrebatado
a más dichosa edad?... Nuestra memoria
de aquel templo sagrado
en los gratos recuerdos se enajena,
y de la Imagen la piadosa historia
evoca el alma de entusiasmo llena.
Recordadla, cristianos:
En brazos de un Apóstol conducida
de Barcino en las playas aparece
la multitud, de gozo estremecida,
vítores mil y cánticos le ofrece;
y al contemplar en ella
el fiel traslado de la Virgen bella,
que es del que sufre celestial amparo,
«Llega, le dice, matutina estrella,
ven y serás el luminoso faro
que a las virtudes servirá de guía;
augusto santuario te alzaremos,
y humildes a tus plantas rendiremos
homenajes y ofrendas a María.»

Y alzóse el templo, y a los pies del ara
santos, reyes y pueblos se humillaron,
y siete siglos de ventura y gloria
tus hijos, noble Iberia, contemplaron

Empero ya el momento
de la expiación tremenda se acercaba
para el Monarca indigno, que olvidado
de religión y patria, descuidado
a lascivos placeres se entregaba.
Presto las puertas de la fiel Tarifa,
de un vil traidor, por la maldad guiado,
se abrieron a la intriga miserable;
raudas las tribus de Ismael osadas
la Bética invadieron,
y tras ruda batalla formidable
el cetro godo y su poder se hundieron.

¡Ay, que ya el Guadalete enrojecido
ya publicando la victoria cierta
del Árabe temido,
y del triste Cristiano los dolores!...
¡Ay, que ya los sangrientos invasores
de Barcino a las puertas se adelantan,
y al escuchar del pueblo los clamores
su fácil triunfo con orgullo cantan!
¿Será la santa Imagen peregrina
triste despojo de sus torpes manos?...
No, jamás: ya un ilustre
prelado se encamina
al escarpado, silencioso monte
que humilde besa el Llobregat sonoro:
Sobre sus hombros venerable carga
con paso incierto y tembloroso lleva,
y por un noble godo conducido
la deposita en solitaria cueva.
Y al alejarse acaso para siempre
de aquel monte y del Busto sacrosanto,
así exclama, con eco dolorido,
de sus ojos vertiendo acerbo llanto:
«Guarda, guarda en tu seno,
fuerte risco, tan célico tesoro;
no en tus cumbres jamás el Agareno
ose imprimir su destructora huella;
que en ti dejamos, con dolor profundo,
la imagen sacratísima de aquella
que en las penas del mundo
es fuente de esperanza y de consuelo:
Concha serás de perla misteriosa
que por nosotros te confía el Cielo.
Y tú, Madre amorosa,
por las lágrimas tristes que derraman,
por las fervientes súplicas que elevan
los fieles hijos que tu nombre aclaman
y hoy hondo cáliz de amargura prueban,
ahuyenta la ansiedad que les oprime,
tiende, Señora, tu benigna mano,
y a tu pueblo redime
del ominoso yugo mahometano.
Haz que llegue la hora
en que, fúlgido sol de esta montaña,
torne a lucir tu imagen bienhechora;
que de tus hijos el amparo sea,
y, protectora de la madre España,
el orbe todo tu grandeza vea.»

Dijo; y cual si presente
tuviera lo futuro ante sus ojos,
el grato anuncio se miró cumplido.
Tras largos años de sangrienta lucha
del Musulmán los bélicos laureles
trocáronse en abrojos,
y ante el bravo Español gimió vencido.
Barcino se entregaba a la alegría
del bárbaro opresor al fin salvada,
que ya en sus muros tremolar veía
la sacrosanta enseña que debía
brillar más tarde en la oriental Granada.

Empero bien más alto y permanente
quiso otorgarle en su bondad inmensa
el supremo Hacedor omnipotente.
Era una noche plácida y suave
del floreciente Mayo;
tímida luna, en lánguido desmayo,
en el mar de occidente se ocultaba,
y con acento grave
el viento en la floresta murmuraba.
En esplendor bañado
el Monserrat de súbito aparece,
óyese el canto de celeste coro,
y vaga nube de amaranto y oro
en elevada cima resplandece.
A contemplar tan singular prodigio
el pueblo presuroso se adelanta,
y, salvando del monte la aspereza,
oculta cueva mira entre maleza
a do penetra con segura planta.
Empero ¿qué grandiosa maravilla
viene de todos a embargar la mente?
De improviso descúbrense la frente,
doblan enajenados la rodilla...
La imagen de la Virgen sin mancilla,
del antro oscuro en escondida estancia,
con Jesús en los brazos
a sus ojos atónitos se muestra:
Suavísima fragancia
difunde en derredor, vivo destello
de luz fulgente y pura
circunda en torno su semblante bello...
¿Qué más alta hermosura
el fervoroso espíritu cristiano
en éxtasis divino soñaría?
Así, cercado de radiante lumbre,
Jesús a sus discípulos amados
en la elevada cumbre
del sagrado Thabor se mostraría.

Ya eminentes varones, rodeados
de la entusiasta multitud que llena
con vítores el viento,
conduciendo la Imagen sacrosanta
a la ciudad cercana se encaminan:
Mas, ah, ¡nuevo portento!
¿qué poderosa mano
sus plantas a las rocas encadena?
¿Quién del cristiano pueblo de María
la generosa voluntad enfrena?
¡Oh! dejadla, dejadla; es que no quiere
abandonar su albergue misterioso:
Otro templo le alzad en ese monte
do en apacible calma
nueva vida parece.
Del alto Cielo recibir el alma,
y un aire respirar menos impuro...
Ella en su excelso trono
será la blanca nube que se mece
de la esperanza en el oriente puro,
la escala santa de Jacob que ofrece
fácil camino al inmortal seguro.

¡Ah! ¿Quién narrar pudiera los blasones
los altos timbres de su nueva historia?
Subid al Montserrat, y vuestros ojos
atónitos contemplen los despojos
de extranjeras naciones
que príncipes y reyes
a los pies ofrecieron de María...
Contad, contad sus triunfos... Ah, que en vano
la mente con afán lo intentaría
Ved allí las banderas
que en Lepanto se alzaban arrogantes
del potente Selim en las galeras;
ved de Túnez los ínclitos laureles,
digna alfombra a su planta,
de España gloria, encanto de sus fieles.
Y si buscáis de paz dulces ofrendas,
la vista dirigid a la alta cimbria,
de lámparas ornada;
el camarín suntuoso, la estimada
corona de brillante pedrería,
de sacrosanta fe fúlgidas prendas,
un instante admirad, y absorta el alma
en la atmósfera pura y trasparente
de tiempo más dichoso
se agitará con entusiasmo ardiente;
o del órgano grave y sonoroso
al escuchar la grata melodía,
de los antiguos, fieles peregrinos
se fingirá los férvidos cantares,
que el manso Llobregat entre sus olas
raudo llevaba a los tendidos mares.

Mas ¡ay! ¿por qué cercada
de ingrata soledad y honda tristeza
hoy se contempla tu mansión, Señora?
¿Es que la duda y la impiedad ahora
arrogantes se alzan? ¿Extinguida
la fe pudo quedar en nuestro pecho,
y nuestra mente al seductor halago
del mundano placer adormecida?
¡Deplorable verdad!... ¡Época infausta!...
¿Qué importa que en el vago
círculo del saber, de fama ansiosa,
oh desdichada humanidad, despliegues
el mapa de tus triunfos, y orgullosa
a contemplarlo con afán te entregues?
¿Qué importa, sí, que de tu seno broten
mil inventos y mil, si en sed de oro
te abrasas, cual la Roma degradada
del pérfido Nerón y de Vitelio,
y en el falaz tesoro
de tu mezquina ciencia
se mira despreciada
la sublime verdad del Evangelio?
Oro y aplausos prestas al impío
que niega de Jesús la omnipotencia, 
en tanto que la Iglesia en hondo duelo
persecuciones llora,
y el Padre de los fieles, sin consuelo,
tu ciego error y tu ambición deplora.

¡Oh inmaculada Virgen!
¿Será que ya en la tierra
no brille la justicia? ¿Tu mirada
del suelo apartas, con desdén profundo,
al ver de lodo inmundo
la miserable humanidad manchada?
¡Piedad, piedad, Señora!
Aún queda un noble pueblo
que extraños cultos de su seno aleja,
y sólo al Dios omnipotente adora.
Contémplalo a tus plantas, oh María,
y concédele pía
la salvación que para el mundo implora.
Que su llanto copioso, del Eterno
pueda alcanzar, por tu benigna mano,
el perdón a los míseros errores
en que se abisma el pensamiento humano,
y llevar dulce alivio al triste anciano,
al sucesor de Pedro en sus dolores.

¡Oh! dame, Madre mía,
que contemple la plácida alborada
de tan risueño y venturoso día...
Que por siempre humillada
se mire la impiedad, hoy arrogante,
y la prole de Adán, por ti salvada,
hosanna eterno a su Hacedor levante.
Sí; logre yo un momento
disfrutar de tan célica ventura,
y a tus plantas después, oh Virgen pura,
tranquilo exhale mi postrer aliento.