A María

 

Fray Ángel Martín Fernández

 

 

¡La luz no ha de ponerse
bajo del celemín.


Estaba lejos todavía
la hora. de Jesús. Él era
la luz y tú encendías
ya en él la tuya; cuánta claridad
envolviendo tu casa,
qué luminosidad
marcándote el camino cotidiano.

Tenías a la mesa
a Dios mismo, a menudo descansaba
su cabeza en tu pecho, te cogía
de la mano en la calle, si subías
a la fuente con él. ¿Disimulabas
quién eras tú
ante la gente.
Yo sé que los misterios
tienen siempre cerrada
la puerta principal y apenas abren
un postigo a la calle.

Qué extraño entonces
que, al declinar la tarde y recogerse
la noche, tú encendieses hacendosa,
colgando de una viga oscurecida,
un candil en tu casa,
cuando el Hijo tenía
siempre encendido el corazón,
llenos de luz los ojos y las manos.

Un día, él nos dirá
que no pongamos nunca nuestra luz
bajo del celemín.
La luz es para ver. No se oscurece
una estrella con barro,
no se tapia una vela.
La luz ha de brillar donde se vea.