Virgen de Galilea

 

Padre Juan Manuel del Río C.Ss.R. 

 

 

Lenta, sugerente, 
va subiendo la oración vespertina
de la aldea
como incienso de alabanza
antes que el sueño se entremezcle 
con las sombras medrosas de la noche
arropada en la neblina.

Se oye el susurro del agua 
que corre mansa en la fuente
mientras un salmo en forma de plegaria
estremece el alma aún niña
de una joven, nazarena y virgen.
Su nombre de siempre, y para siempre, 
María.

Huele a leña verde el fuego
que crepita y arde
a veces suave, con fuerza siempre, 
en el tranquilo hogar.
De pronto se hace una gran claridad.

“¡Alégrate, María!”,
el ángel de Dios le dice.
Y todo su ser, de sorpresa, 
de arriba a abajo en ella 
se estremece.

“¡No tengas miedo, María,
que eres de Dios la amada
y de gracia llena 
tu alma santa rebosa!”,
el ángel Gabriel responde.

Cuando María comprende
lo que Dios en ella busca y quiere,
con sencillez y humildad exclama:
“¡Soy del Señor la esclava,
hágase en mí según tu palabra!”.

Y Dios al caer la tarde
se hizo, de golpe, luz y alborada
en las entrañas de una virgen
a la que en adelante, y por siempre,
dirán: “¡Feliz, bienaventurada!”.

¡Qué misterio, virginal y sublime,
esconde la noche
de la fértil tierra galilea, 
donde a una joven doncella, 
de tez fresca y morena,
le brotan a raudal dos fuentes
de sus ojos negros, profundos, 
de emoción juvenil, incontenibles,
al Dios eterno agradecida,
que en su seno se hace Vida
y Luz radiante que ilumina al mundo!