María, mujer creyente y "feliz por haber creído" 

 

Padre Benito Spoletini, ssp


María, nuestra hermana en la fe 

Fue san Agustín, en el siglo V, que, con notable profundidad, se sumerge en la fe de María y no teme afirmar que ella fue grande, no porque concibió al Hijo de Dios en su vientre, sino porque lo concibió primero en su mente con la fe. Esto hizo de ella la primera creyente, la primera discípula de Jesús, la primera cristiana. Y así lo registró el evangelio, con la inspirada exclamación de Isabel: "Feliz de ti por haber creído que se cumplirá lo que te fue anunciado de parte del Señor" (Lc 1 45). Este aspecto ha sido recogido por el Concilio Vaticanos II y por los papas Pablo VI y Juan Pablo II y propuesto con fuerza a toda la Iglesia.

Los riesgos de una peregrinación en la fe

Toda la vida de María está marcada por la fe. Las pocas páginas que la Biblia le dedica son altamente significativas. En el relato de la anunciación, Dios irrumpe con fuerza en la vida de esta jovencita judía y, lo que más impacta, es la lucidez con que ella recibe al mensajero de Dios, dialoga con él, pide aclaraciones, discierne y decide. Y pensamos con razón que sólo una fe viva y activa, podía sostenerla ante la "revelación" — en claroscuro — de la encarnación del Verbo de Dios. La decisión de María — voluntaria y libre — es un acto soberano de fe total, que se concreta en la obediencia incondicional a Dios: "Hágase en mí según tu me has dicho" (Lc 1, 38).

Desde ese momento, la vida de María es toda una "peregrinación de fe" – incluso, en la oscuridad- y corre todos los riesgos que ello significa: la visita a Isabel, el viaje a Belén en pleno embarazo, con las aventuras que sabemos, la huida a Egipto para salvar al niño... En todo ello, no hallamos otra explicación que la fe, una fe incondicional al Dios de la Alianza que ha querido asociar a esta humilde "sierva" al proyecto de salvación que realizaría por su hijo Jesús.

Discípula fiel en Nazaret y en la vida pública

María no sólo recibió la fe como un don, fue también una mujer abierta a un largo, difícil y sufrido aprendizaje como discípula de Jesús: a la vez que lo educaba, aprendía. Pensemos en la escuela de Nazaret, que san Lucas retrata en pocas palabras, pero de una gran eficacia: María ve, oye lo que se dice y se refiere a su Hijo, lo conserva en su corazón, lo medita y de allí saca luces para saber lo que Dios quiere de ella (Cf Lc 2, 51) y estar preparada para hacerlo.

Hay momentos que rompen la monotonía aldeana: la ida a Jerusalén, donde Jesús se pierde y, al hallarlo, sale con esas palabras que ponen a dura prueba la fe de José y de María: "¿Por qué me buscaban? ¿No sabían que debo estar en las cosas de mi Padre?" Y Lucas anota fríamente: "No entendieron lo que quería decirles" (Lc 2,50). 

Una maduración dolorosa

Como en todos los creyentes bíblicos, también la fe de María pasó por el crisol del sufrimiento. La prueba suprema fue la muerte de Jesús: una muerte injusta, cruel, violenta, prematura, en plena juventud y cuando la misión de su hijo estaba floreciendo. Una vez más, la fe de esa madre que ha ido madurando en lo cotidiano, la ayuda a acercarse más a lo que Dios quiere y a aceptarlo, incluso sin comprenderlo plenamente. El "sí" de Nazaret — tantas veces actualizado — es pronunciado con una plenitud definitiva. Y esa aceptación hace posibles los pasos sucesivos de recomponer el grupo de los discípulos, de ayudarlos a superar el miedo, de reconfortarlos en la fe del Resucitado y, finalmente, prepararlos, con una oración larga y compartida, a la venida de Espíritu Santo y al nacimiento de la Iglesia (Hech 1, 12-14).

Notas de una fe como la nuestra

Hoy, en un mundo de increencia, secularizado y dominado por la técnica, donde Dios parece ausente, ¿puede decirnos algo la fe de María? ¿Su aceptación, su entrega, su confianza en Dios, a pesar de todo, sigue siendo válida en un mundo tan cambiado? La respuesta es sí: siempre que apuntemos a las características de la fe de María como se presentan en los Evangelios… 

La suya fue una fe difícil: por momentos Dios parecía extremar las cosas, con su silencio y exigencias... 

Fue una fe sufrida: pensemos en los primeros tiempos de su noviazgo con san José: dudas, incomprensiones, a punto de dejarse... Pensemos en el exilio por motivos políticos —ellos, una pobre familia de Nazaret-, pensemos en el progresivo distanciamiento de Jesús de la familia... 

Una fe cultivada, en crecimiento, no dada de una vez, alimentada con la Palabra de Dios: hoy más que nunca necesaria... 

Una fe libre y liberadora, como lo acota Pablo VI en una página maravillosa y audaz de "El culto a María", n. 37. 

Una fe contagiosa: Maria contagió a cuantos la rodeaban: a José, a Isabel, a los pastores, a los sirvientes de Caná, al grupo de mujeres amigas y discípulas de Jesús. Estas estuvieron con ella al pie de la cruz y tuvieron la dicha de ser testigos y mensajeras de la Resurrección. 

Finalmente, la de María fue una fe comunitaria- podríamos decir, eclesial-: no intimista, no se la guardó para sí: la compartió con José, con Isabel, con los pastores de Belén, con los reyes magos, con los esposos de Caná, con Juan y las mujeres al pie de la cruz, con los apóstoles en el Cenáculo… Por eso Pablo VI la declaró "madre de la Iglesia, sí, madre de la Iglesia creyente y modelo asequible para alimentar nuestra fe.

Esa fe, como la vivió María, es posible también hoy: transida de esperanza y amor, puede ayudar a la renovación y a la paz del mundo.

Fuente: san-pablo.com.ar