Mujer de la primera mirada

Mater Unitatis

 

Fue a María a la primera criatura que vio. Los patriarcas habían esperado su llegada desde tiempos antiguos pero no tuvieron el gozo de verlo. 

Sí, ella fue la primera en contemplar el rostro humano de Dios. Lo cubrió de inmediato con su mirada, aun antes de envolverlo en pañales, que ella le puso para cubrir un poco la luz de ese cuerpo y que no la cegara. 

Velo ahí, el esperado de los pueblos, y que fue a María a la primera criatura que vio. Los patriarcas habían esperado su llegada desde tiempos antiguos pero no tuvieron el gozo de verlo. En palabras cargadas de misterio, los profetas describieron su rostro, pero sus ojos se cerraron antes de poder contemplarlo. 

Los pobres habían experimentado miles de desengaños ante cualquier noticia esperanzadora sobre la llegada del Mesías, pero acababan por tener que conformarse con buscarlo en sus sueños. En las noches de insomnio, mientras el fuego crepitaba en sus refugios, los pastores hablaban acerca del que habría de venir. Conforme iban alimentando el fuego con ramas, sus ojos brillaban ante la espera. 
En las tardes de primavera, cargadas de profecías, los padres enseñaban a sus hijos a mirar las estrellas del cielo y cantaban canciones de cuna con la cadencia de antiguas elegías: “¡Oh, si tan solo abrieras los cielos y bajaras a nosotros!” En un instante, cerrarían ellos también los ojos, cansados de mirar. 

Los ojos de los viejos y los niños, los ojos de los exiliados y oprimidos, los ojos de los sufridos y los soñadores, ¡cuántos ojos lo buscaron! Sólo querían ver su rostro. Aunque las demoras los decepcionaban y se cansaban de las largas vigilias, aún se sentían llenos de esperanza de que algún día Dios escucharía su angustiante plegaria: “Muéstranos tu rostro”. 

He aquí, por fin, al Emanuel, bañado en sus lágrimas de recién nacido que brillan como gemas en la luz centelleante. Los ojos de María contemplan con amor a su recién nacido, y en sus profundidades la larga cadena de miradas irrealizadas en el pasado arden una vez más. Los ojos de ella reflejan las esperanzas de siglos atrás y agitan las llamas que se esconden bajo las cenizas del tiempo. María se convierte en la mujer de la primera mirada. Sólo una criatura como ella podría ser digna de dar la bienvenida al Hijo de Dios en la tierra, recibiéndolo con ojos que irradiaban santidad. Después de ella, muchos otros tendrían el privilegio de verlo. José lo vería; luego, los pastores. Simeón lo vería y moriría en paz porque sus ojos habían contemplado la salvación de Dios. 
María, al cubrirlo con el calor de su mirada, en una noche perfumada de musgo y establo, fue la mujer elegida de antemano, desde todos los tiempos, para ser –tras incontables esperas- el fondo resplandeciente de un río bañado por las aguas de la gracia. 

Santa María, mujer de la primera mirada, danos la gracia de asombrarnos. El mundo nos ha arrebatado esa capacidad; el entusiasmo se ha desvanecido de nuestros ojos. Estamos cansados de permanecer en vela, porque ya no esperamos más llegadas. Nuestras almas se han secado como un río cuyas aguas profundas han sido drenadas. Víctimas del tedio, llevamos vidas áridas, carentes de éxtasis. Hemos visto moverse las cosas ante nuestros ojos como una película que se vuelve a pasar una y otra vez. Pasamos las estaciones sin recoger los primeros frutos de la cosecha, y, en vez de ello, pensamos que ya sabemos qué sabor oculta cada fruto bajo su cáscara. Tú experimentaste las sorpresas de Dios, ahora te pedimos que restaures en nosotros el deseo de que Dios toque también nuestras vidas y nos dé el gozo de sentir de nuevo su amor. 

Santa María, danos la gracia de la ternura. Tú, que siempre llevaste en tus ojos el resplandor puro de la trasparencia de Dios, ayúdanos para que nosotros también podamos experimentar toda la verdad que encierran las palabras de Jesús: “El ojo es la lámpara del cuerpo. Si tu ojo está sano, todo tu cuerpo se llenará de luz” (Mt. 6, 22). 
Santa María, te damos gracias porque, al inclinarte sobre tu hijo, nos representas a todos. Eres la primera criatura que ha contemplado el cuerpo de Dios hecho hombre, y queremos mirar a través de la ventana de tus ojos para disfrutar contigo de los primeros frutos. Tú eres además el primer ser sobre la tierra que Dios vio con sus ojos humanos, por lo que queremos asirnos tu manto para compartir contigo este privilegio. 
Gracias, amiga incomparable de nuestras celebraciones navideñas, esperanza de nuestra soledad, consuelo de nuestros fríos pesebres sin coros de ángeles ni multitud de pastores. Perdónanos si hemos desviado la mirada hacia otro sitio, si buscamos otros rostros, si vamos tras otras apariencias. Sabe que, en lo profundo de nuestras almas, aún persiste el deseo de esa mirada, o más bien, de esas miradas, la tuya y la de Él. Dirige ahora una mirada también hacia nosotros, Madre de Misericordia, sobre todo cuando sintamos que ya nadie nos ama más que tú. 

Fuente: materunitatis.org