Mujer en Espera

Mater Unitatis

 

Una perspectiva espiritual de la espera de María. 

La auténtica tristeza se apodera de nosotros no cuando llegamos a casa por la noche y nos topamos con que nadie nos espera, sino cuando nosotros ya no esperamos nada. Sufrimos la más oscura soledad no cuando el fuego del corazón se extingue, sino cuando ya no queremos encenderlo, ni siquiera para la llegada de un posible huésped. 

La verdadera tristeza sobreviene cuando creemos que la música ya no tocará para nosotros, y que nadie volverá a llamar a nuestra puerta. Pensamos que ya nunca saltaremos de gusto ante una buena noticia, y que ya nada nos volverá a sorprender jamás. No esperamos estremecernos de dolor por una tragedia humana, porque no podemos imaginarnos amar a alguien a tal grado. Y así la vida transcurre directo hacia un epílogo que nunca llega, como una cinta que terminó y sigue desenrollándose sin producir sonido, hasta que por fin se detiene. 

Esperar significa experimentar un gusto por la vida. Se ha dicho que la profundidad del deseo que uno tiene es la medida de la santidad; tal vez sea cierto. 

Si es así, entonces María es la más santa de todas las criaturas, ya que toda su vida marcada por los ritmos gozosos de alguna persona que aguarda a alguien más. Las primeras palabras de Lucas acerca de su papel como portadora de la promesa de la esperanza son: ella estaba “desposada con un hombre llamado José de la casa de David (Lc. 1, 27)”. Para entonces, María estaba comprometida. Estas palabras se refieren a la cosecha de la esperanza y al ensanchamiento del corazón que toda persona enamorada siente como preludio de una misteriosa ternura. Aun antes de que el evangelio anuncie su nombre, dice que ella estaba desposada. Era una virgen en espera: en espera de José, del sonido de sus sandalias al caer la tarde, cuando, perfumado por la madera y el barniz, él iba a verla para platicarle de sus sueños. 

Es más, incluso en su última aparición en las Escrituras, el texto captura a María en actitud de espera. Estando con los discípulos en el Cenáculo, ella aguardaba la llegada del Espíritu. Escuchaba el susurro de sus alas conforme se aproximaba el día en que el Espíritu descendería sobre la Iglesia para dirigir su misión de salvación. María era una virgen en espera al comienzo, y una madre en espera al final. Bajo un arco que envuelve estos dos sucesos, uno tan humano y otro tan divino, ella experimentó incontables esperas desgastantes. 

Ella esperó a Jesús durante nueve largos meses. Ella aguardaba el cumplimiento de la ley con las ofrendas de los pobres y el regocijo de parientes. Ella esperaba el día, el único que quiso posponer, en que su Hijo se iría de casa y nunca volvería. Aguardaba la “hora” en que la abundancia de la gracia de derramaría sobre la mesa de los hijos de Dios. Ella esperaba el último aliento de su Hijo único, clavado en la cruz. Ella esperó hasta el tercer día, vigilante y sola, ante la tumba. “Esperar” es la contraportada del verbo “amar”. En el vocabulario de María esperar siempre significó amar. 

Santa María, virgen a la espera, danos un poco de tu aceite porque nuestras lámparas se apagan y no tenemos nada de reserva. No nos envíes otros vendedores. Reaviva en nuestros corazones al antiguo fervor que se encendía en nosotros cuando algún pequeño detalle nos hacía saltar de gusto: la llegada de un amigo que estaba lejos, el tono rojizo del cielo después de una tormenta, el crepitar de un leño en el invierno, el sonido de las campanas en un día de fiesta, el aroma perfumado de una vela encendida. 

Si hoy en día no sabemos aguardar, es porque tenemos poca esperanza. Las fuentes de han secado; padecemos una profunda crisis de deseo. Satisfechos con los miles de sustitutos que nos rodean, ya no nos arriesgamos a esperar en nada, ni siquiera en las promesas eternas selladas en sangre por el Dios de la alianza. 

Santa María, consuela a aquellas madres que lloran por sus hijos: aquellos que padecen alguna enfermedad o se topan con una muerte imprevista; hijos que libran una batalla contra las adicciones o sufren por una u otra causa. Conforta a aquellas madres cuyos hijos están esparcidos a causa de la furia de la guerra, revolcados por los vendavales de la pasión o agitados por las tempestades de la vida. 

Santa María, danos un corazón vigilante. De pie, ante los comienzos del tercer milenio, ayúdanos a ser profetas del futuro. Centinela de la mañana, despierta en nuestros corazones la pasión de antaño por llevar el mensaje de Dios a un mundo que se siente viejo. Por último, tráenos el arpa y la flauta, para que, levantándonos temprano contigo, podamos saludar el amanecer. 

Frente a los cambios que agitan la historia, déjanos sentir la emoción de nuevos comienzos. Haz que entendamos que no basta con la aceptación; aceptar es a veces signo de resignación, pero aguardar es siempre signo de esperanza. Haznos ministros de la espera. Virgen del adviento, a través de tu seguridad maternal, haz que el Señor que ya llega nos sorprenda con las lámparas en la mano. 

Fuente: materunitatis.org